1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

    !!!Te va a encantar, no te la pierdas!!!

    Cerrar notificación

Ayinhual (parte 6 de 8)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 18 de Febrero de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 501

  1. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

    Se incorporó:
    1 de Enero de 2016
    Mensajes:
    1.936
    Me gusta recibidos:
    1.719
    Género:
    Hombre
    Ayinhual (parte 6 de 8)

    La hora de los rezos



    Antígona: “… no cejaré en mi empeño, mientras tenga fuerzas”

    Antígona, Sófocles


    La noche, que ayer le pareció límpida y alegre, le era ahora triste y oscura, la que antes era cobijo ahora era amenaza. Y, ella como toda mujer, propensa a las cosas del espíritu, pensó sino eran en realidad “esos” verdaderos monjes disfrazados de girasoles amarillos los que velaban, y ahora lejos sus preces no son escuchadas. Si hasta el amable lucero, parece declinar más aprisa que otras noches. Atenazado por el sufrimiento, Llancañir, busca dormir sobre la fresca gramilla y minutos allí, minutos en el frescor del agua, prueba su vida por todo movimiento, y fue cuando sintió la tibieza de una nueva hemorragia. Y si sus muslos ayer parecían roca de Los Andes, ahora tierna arcilla del alfarero. Ayinhual, con las manos ensangrentadas, vuelve con dos presas animales cazadas a los ramazos y muertas con el puñal, y un enorme melón que crecía de la mano grata de la Madre Tierra. No quiso dudar si su amado llegaría a probarlas y pronta, chispó dos piedras y encendió el fuego.

    Espera firme y esperanzada, sin alejarse de su lado, pidiendo a las estrellas que dejen surgir una nueva aurora, que, si su adorado compañero vive, le parecerá la más hermosa y rutilante. Y como mujer más espiritual que térrea, se deja llevar por la pasión y sin saber cómo comienza a rezar. “Padre de todas las criaturas, animales, plantas y rocas, dale a mi amor la vida, la mía te entrego y, si fuera tu deseo, la vida de ambos, te prometo, llenar tu tierra bendita de numerosa prole, algunas de trenzas amarillas, otros de cuerpos de acero, que proclamen esta raza sobre esta tierra”. Y mientras Llancañir, dormido, desvanecido o camino a la muerte, yace sobre el humus, Ella que hace horas era una niña de sólo sueños con arrollador anhelo, se asoma al oscuro jagüel a quien usa de espejo y se dice, vas a ganar y con vos ambos llegarán a la victoria.

    Baja la vista hacia el cuerpo, ahora espantapájaros inanimado de su varón, sin permitirse pensar en su dolor. Le niega a la parca su omnímodo poder, que, si todo lo vivo debe morir, él no lo hará ni esa noche ni ese verano. Que si lo hace ella lo irá buscar para volver a tenerlo. Que la tenacidad es virtud más alta que la fe para los perseguidos, la determinación más alta que la razón, la voluntad más que las fatigas del cuerpo, la esperanza más que un fatuo destino.

    Y si fue a causa de su rezo, al elevar la vista le pareció que el cielo tenía más estrellas que la noche anterior, muchas que se arrojaban en llamas a la madre tierra, como indicándole una bendición del universo. Y una de mayor porte allá, en su inmolación de blanca y larga línea blanca convierte su celestial sustancia en los rojos del azufre, naranjas del fósforo, amarillos del sodio, azules del potasio, en carnavalescas pirotecnias como si aguas danzantes fueran y del no muy lejano cráter las especies fundidas alcanzan a la verde mar que pronto acompañan al dantesco infierno terrenal. La pequeña que ya había conocido el avance de la quemazón en otros veranos, no había visto, sin embargo, un origen tan cósmico. Las estrellas caídas sólo eran para pedirles deseos, no para temer su poder. Si antes, en su infantil ignorancia, creía que eran rayos de hielo ahora sabe que traen fuego y cataclismos.

    La tierra no dejaba de temblar, como lo hace el cuero del parche con que el músico trata de alejar los malos espíritus, en oleadas de distinto vuelo. La primera intensa que parecía venir del cráter, otras que como las olas de un estanque donde se arroja una piedra, se entrecruzan unas con otras, y ellos allí a poca distancia, y Llancañir dormido por la fiebre, y ella allí mordiendo su pánico. Y al sonido de la tierra le siguió el de millones de pájaros que huyen, garzas, flamencos, teros, ñandúes, jabalíes, conejos, cuises, pumas. Toda la fauna pone sus patas de espaldas al fuego, y el verde que no tiene patas, entrega su savia para acrecentar la llama. Así la dulce llanura de solaz paz se disfraza de fragua de Hefestos. Y si el viento, primero acude para conformar el fuego, ahora se expande hacia las cuatro direcciones, huracanado. Allá un ombú es arrancado de cuajo, los alerces tocan el suelo con sus penachos, millones de semillas de girasol son arrastradas como mosquitos, el blanco humo es teñido por los cambiantes rojos de los destellos y hacia ellos camina con el paso firme y voraz del puma.

    La doncella ya conocedora de los efectos de las llamas sobre las alucinadas pupilas animales: pánico, desesperación, espanto; pero luego les sobreviene la ira, la furia, la violencia; como les sucedió desde los tiempos sin memoria, en que recién salidos de las manos de la Madre Tierra, trotaron la gramilla; se preparó, empuñando su puñal en la elevación del lucero, de modo que, si alguna fiera se abalanzara, se ensartaría por su propio peso en el doble filo del largo puñal. Mientras rezaba, ahora con fiereza: “Ngüenechén padre, primero la partida, la bala que lacera, y ahora hasta las estrellas nos persiguen” Odiseo, el pavoroso, creador de ingenios, que doblegaron las murallas de Troya, azotado por las tormentas de Poseidón, no gritó con mayor ímpetu, en su largo derrotero.

    Ya se sentía el calor que crecía y agobiaba, se olía la cenicienta sequedad del verdor arrasado, que apenas aspirado robaba la respiración, y el viento que arremolinado formaba densas espirales, que Ayinhual sólo vio durante los tornados, altas columnas, torvas y danzantes, que crecían, devoraban, desaparecían de aquí para reaparecer por allá. Más distante un cuervo de potentes alas era chupado por la nada como si Gualicho lo tomara con mano invisible, y allí, en pleno vuelo, como el Ave Fénix, sus alas se prendían fuego.

    Con el cuerpo mórbido de Llancañir que poco podía hacer, se sumergió profundo en el jagüel, viendo como el fuego, como si de un ser fantasmagórico se tratase, danzaba por encima de la superficie hasta que de pronto se hizo la oscuridad. Diez tiempos de respiro contó, o creyó contar la niña, en que incluso la fresca agua se entibiaba. Sólo por instinto, Ayinhual prefirió que fuera el agua quien entrara a sus ya reventados pulmones, que salir a la superficie y respirar fuego o ese aire que los ancianos llamaban viento del volcán. Pero cuando ya no sólo le sangraban las narices sino los oídos y los ojos, pegó un talonazo sobre el fondo de piedra del pozo y emergió con el ya algo ahogado ranquel.

    Virtudes luego del pánico, tras el vórtice de fuego que todo lo consumió, llegó, viniendo de donde no se sabe una ráfaga caliente pero no quemante que a ella le pareció frescura. Boquearon tres veces y se volvieron a sumergir otros diez respiros. Y lo mismo hicieron varias, no saben cuántas, veces, hasta que ella sintió que la temperatura descendía y aunque la llanura sólo era un campo blanco, pura ceniza y por lo tanto, aún difícil de respirar, se alejaba la amenaza de morir calcinados, la muerte preferida por el cruel Gualicho.

    No podía saber Ayinhual se era una dulce broma de Ngüenechén o un efecto de la vorágine de fuego, pero le pareció que las densas columnas de las candentes piritas, que llevaban consigo desde ceniza vegetal y millones de cadáveres de insectos, de pronto, como accionados por un rayo, trajo una espesa lluvia negra, seguida de lluvia blanca y por fin la ansiada lluvia de agua pura y cristalina, que no duró mucho pero apagó la llanura cercana, mientras el fuego seguía avanzado hacia la puesta del sol.

    Ayinhual como hija de piadosa cautiva que era había escuchado sus terribles historias de un Armagedón, donde cuatro jinetes esparcían peste, dolor, muerte y espanto. Ese largo día los estaban viviendo desde la aparición de la asesina partida, así que la menuda indiecita ya no tenía de que preocuparse.

    Mientras, como sucia nieve, la ceniza les cubría cabeza, torso y espalda. Ayinhual vuelve sus grandes ojos al sufriente Llancañir que aún cree en una larga y siniestra pesadilla, primero la herida, luego el fuego, la lluvia y ahora el vestigio de lo que fuera verde vida. Y la que hace sólo instantes enfrentaba, puñal en mano, fieras, fuego y muerte, ahora vuelve su sonrisa dulce. Llancañir, que, si morir debía, ya había visto, según cuentan las viejas chamanes, el rostro de las hadas ranqueles, no en la otra vida, sino allí a su lado con agitado jadeo, reponiéndose de la lucha. Sin fuerzas para hablar, Llancañir le palmeó el dorso de una mano, invitándola a dormir y que el dulce sueño le traiga a ella paz y a él restaño de su dolorida herida.
     
    #1

Comparte esta página