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Ayinhual (parte 7 de 8)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 19 de Febrero de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 496

  1. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

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    Hombre
    Fuego, pasión, temple.



    “… no habrá sol que oscurezca tu fuego de estrellas.”

    La antorcha viviente.
    Las Flores del Mal.
    Charles Baudelaire



    Despertó la princesa cuando un rayo de sol, que atravesaba las únicas totoras que quedaron indemnes, le iluminó los bellos ojos. Antes de refregarlos para alcanzar con ellos el estado de la hasta ayer viva pastura, alzó la cabeza y giró su cuello para ver como seguía su amado, que de la fiebre daba cuenta su mano fuerte y apretada que no soltaba la suya, temiendo, quizá, que ella, obedeciendo su orden, lo abandone para salvarse. Su cuerpo era arroyo tras arroyo de largos febriles sudores, su pierna amoratada, sólo sujetada por el pantalón de corte huinca que el presuntuoso joven, como cualquier otro de cualquier lugar, hacia oriente, tras los andes, en la vieja Europa, la ignorada África o la exótica Asia, hace, como cuando el pavo real alza su imponente cola para impresionar y seducir a su hembra.

    Ayinhual con un rápido corte de puñal desgarra la fina tela y Llancañir, liberada su amoratada pierna, responde con un lacerante y áspero grito. Toma aire, traga seca saliva y mirándola a los ojos, no sin pensarlo dos y mil veces, le dice: “Hay que cortarla”. El pavor inundó la pálida cara de la huala. Pero el guerrero le vuelve a decir: “Si hay una pizca de sal en el Vutalaunquen esa es como la esperanza que tengo de vivir con ella puesta, no es mejor sin ella, pero si quiero ver otro día tus luminosos ojos, es cortándola”

    La menuda hualita, consternada y temblando, primero se arrodilló, luego se sentó sobre sus talones, mirando hacia el amanecer; y como cuando su madre le mostraba las estampas dibujadas de la menuda María, mayor entonces que ella, ante el Arcángel Gabriel, giró sobre sí misma, y le dijo: “Sí”. Llancañir a falta de aguardiente que duerma los sentidos, usó lo que les vio a otros, el cuerpo de un cadáver de cuis, que, salvado del fuego, no pudo vivir quizá, por no tener aire que respirar. Con la otra manga del pantalón se hizo un apretadísimo torniquete. Y si eso es de un dolor inenarrable, él no quería que su amada lo viera flaquear.

    El rostro de la niña era otro, y sin mirarlo, para que él no viera el río de lágrimas que surcaban sus rosadas mejillas, hundió, fingiendo no tener piedad alguna, el azuzado filo. Sintió que algo se rompía y como su mano no era lo suficientemente fuerte, primero la ayudó con la otra y después empujó con el vientre. Por fin el acero afloró por el otro lado, cuando Llancañir, sin saber ella si muerto, dejó de gritar. Pero como ya le habían enseñado, sangre que fluye es señal de vida, quitó el acero y volvió a hundirlo, dos, tres, siete veces, hasta que pie, tobillo, empeine, canilla, pantorrilla, en un todo hinchado quedaron a un lado. Y como lo último que le quedaba de su elegante vestir europeo era la espalda de la camisa, vistiendo ahora como un ranquel que montado en su yegua sale a maloquear, la usó para mojarla en el nuevamente fresco jagüel, para lavar la vívida carne, señal que allí no había muerte y el blanco hueso. Esperó a que la roja sangre se volviera coágulo espeso y con temor se atrevió a aflojar el torniquete y ya fuera que el lancero ya no tenía sangre en su cuerpo o, mejor, que el corte sanaba la herida no sangró. Así que, lavando la manga, le hizo un nudo y se la enfundó como si fuera un guante y a la otra la mojaba en el frío estanque y se lo pasaba por frente, pecho, espalda, la pierna sana y las partes con las que pensaba volver a disfrutar, ahora contraídas a causa de dolor. Y si dormía o agonizaba, ella, durante ese tiempo no lo supo.

    Cinco días fueron de larga agonía, inacabable fiebre, lacerantes dolores en que Llancañir, sin lograr despertarse, durmió una mona de muerte. Asistido por la dulce mano de su amada que no dormía para enfriarlo como hacen las chamanes ante la mortal viruela. Y cuando durante la quinta tarde Llancañir quejándose del dolor, abrió los ojos, ella le comunicó que si hacía cinco días que no comían y sólo bebían agua del jagüel, mientras él, mentira claro, dormía plácidamente, a ella se le retorcían las tripas. De modo que lo dejó con la palabra en la boca y salió a cazar.

    Ahora estaba sin rama, con su mano izquierda de balanceo y su derecha empuñando el puñal, que si lo hundió en carne amada, lo haría nuevamente en carne enemiga o en la necesaria del animal, que luego de muerto ella bendeciría como todo ranquel hace. Dejó pasar Ayinhual, a varias liebres, conejos, un suculento chajá, un jugoso cachorro de jabalí, y sin esperarlo, el fatum le trajo una pieza tan inesperada como digna. Era una joven puma adulta que, dejando a sus cachorros en la cueva, salió como ella en busca de alimento. De modo que ambas hembras se enfrentaron a valor y verdad, la una con sus garras, en busca de presa mayor que llevar a su madriguera, la otra con el filo que le daba el ingenio del hombre. No fue corto el duelo, una usando su agilidad y astucia, la otra su inteligencia y su filo. Se rodearon, se gruñeron, se amenazaron, se miraron, se azuzaron, moviendo, garra y mano, mostrando, colmillos y dientes. Hasta que Ayinhual, previendo que los rugidos de la puma, atrajeran a otras hembras al duelo, tomó la osadía de atacar. Primero hundió la joven bestia su garra en el adelantado muslo de la joven mestiza, y ésta aprovechó el impulso para atravesarle el corazón con el largo puñal. Cayó la joven madre, sobre la quemada gramilla, y la nulípara se arrodilló diciéndole, mientras la remataba: “La vida te pido, tu espíritu a la madre tierra devuelvo. Perdón te pido, alabanzas te doy”.

    Descansó unos respiros, la cargó sobre sus hombros y caminó las tres cuadras hasta donde Llancañir nuevamente dormía. No se preocupó del humo del fuego, todo el campo aún lo hacía, y tomándose el tiempo que la heroica pieza merecía, la asó a fuego lento. Y dejándola por un momento, porque su fino olfato no le podía mentir; rodeó el estanque y en un lugar de eterna sombra descubrió a un Curi Ketrawa, un hongo que no es venenoso pero que no se puede comer, que, según dicen las viejas, cura las heridas, baja la fiebre, purga las tripas, pone al varón brioso y la mujer melosa, propiedades propias de la exageración de las ancianas. Y así fuera cuentos de viejas o verdad del cielo lo tomó como avariento al oro. Y aprovechando que su amado dormía, más por fiebre que por sueño, apretó al hongo que como barro húmedo se escurrió entre sus dedos y así quitando la cofia de su muñón, se lo untó y luego la volvió a colocar, sin que Llancañir, hiciera gesto alguno.

    Recién cuando el sol estaba por sobre sus cabezas, la carne estuvo lista. El joven capitanejo, olisqueando, quizá, la sabrosa carne, que aparentaba tierna, como sólo ella sabía que lo era en vida, despertó con algo menos de fiebre, dando su cuerpo señales de ir ganando, de momento su lucha contra la parca. No tuvo que meditar mucho el muchacho para ver que semejante animal, sin saber de cual era, había sido grande, cruel y contundente, y aunque pálido y convaleciente, se atrevió a gritarle loca, y otras palabras que todo huinca o ranquel le dice a quién pone en riesgo su vida en una hazaña desmedida. Pero Ayinhual, riéndose de su aventura, le acercó, espetada en un palo, el primer trozo de jugosa carne, que con cruel chorro, lo invitaba a ocupar su boca sólo en comer. El reto quedó para otra ocasión, si por algún vuelco de la fortuna salían de allí. A causa de la persistente fiebre y la cantidad de la buena carne asada, sin necesidad de ningún Yapaí, el mozo entró en un sopor, y entre sueño y vigilia, lo abrumaron, gratamente, algunos recuerdos.

    ¿Cuántos otoños habían pasado? Para contarlos le sobraban los dedos de una mano. Ayinhual, temprano, teniendo en cuenta ser hija de madre huinca, tuvo su sangre primera. Y él tuvo que agacharse para que ella le mostrara, orgullosa sus orejas perforadas, sustitución de los antiguos ritos, a causa de la influencia huinca. Llancañir, no lo sabía aún, pero la niñita ya lo había elegido, en su infantil fantasía, como su futuro esposo, o según las costumbres huincas, su príncipe azul. Antes de cautivar a su madre, ésta ya había yacido con un ranquel, un ranquel de poca monta en la lucha, pero muy hábil y necesario, para la siembra y recolección de frutas y verduras, y uno de los primeros que se adentró en el oficio huinca de la carnicería. Quizá por eso, uniendo su bravía ranquel con su ansia de conocimiento de lo blanco, es que la núbil doncella se dejó seducir. Si hubo secuestro o entrega, sólo lo saben los que maloquearon esa noche. Sólo meses después Ayinhual de férreo carácter, piel blanca tachonada de millones de pecas, ojos verdes y lo que serían largas trenzas rubirrojas, nació en el toldo más pulcro de la aldea. Hace ya, ¿Cuánto? Once, no, doce otoños. Así que pensó, ufano, desde sus orejas perforadas, permiso para intimar con varones, y por esa extraña costumbre blanca de entregarse sólo al hombre de su vida, como lo hizo su madre, es que lo esperó hasta hace apenas horas, bajo la tutela de los monjes amarillos. Y luego la firmeza de hundir el filo en su pierna para salvarle, al menos por ahora, la vida. ¿Qué hombre, ya no ranquel o huinca, se merece una huala así?

    La carne de la valiente felina duró tres días y como el hambre es amo, se comieron no sólo músculo, sino entrañas, tripas estómago, sesos, sólo dejando sus pulmones que una vieja superstición decía que traía mala suerte, para no decir que era como comer cuero.

    Se alegró Ayinhual de verlo, quién sabe porque, sonreír, y en medio de dementes soliloquios. Señal de que mejoraba o se hallaba al borde del mismísimo abismo del lugar de los muertos. Y tras la mala estrella, que caída, trajo fuego y mortandad, volvió a pensar que antes que los álamos entreguen sus hojas, el mar verde volverá a crecer, hundida la raíz de la gramilla en el rico humus. Así que nada de estar abrumada por la tristeza de su amado cojo. Que cojo estaba, le leía Leticia, su madre, el pirata barbarroja y dormía con una doncella cada noche, que manco estaba el que escribió el Quijote y ciego Homero. Sordo Beethoven de quien nunca escuchó su música y loco, bueno, locos hay por todos lados. Que es un invierno cuando más se adora al sol, durante la sequía cuando más se ansía la lluvia. Que de la roja arcilla surgen los hermosos cuencos, del humilde junco tejidos que adornan, embellecen, toldo y periferia. Que el tierno potrillito, portará cuando su cruz levante hacia el cielo, al altivo guerrero, al tenaz viajante, al poderoso cacique. Así que vestirá cuando el curtidor se la prepare, el cuero de la joven puma, a quien honrará portando la belleza de su piel. Que si adverso hubiera sido el duelo, hubiera deseado que su trenza la puma luciera.

    Sale Llancañir de su risueño letargo, no olvidando el dolor de su pérdida, pero negándose a meditar su porvenir de indio rengo, que eso haría cuando el resto de su cuerpo escape de la mortal guadaña. Y aunque el ranquel no cría bello en el rostro, se puso a pensar, como admirador de lo bueno del huinca como se vería su larga trenza azabache con una larga, tupida y peinada barba, una levita francesa y un bastón inglés hecho de quebracho guaraní. Y aunque no sabe, como sí Ayinhual, leer ni escribir, le hará leerle esas historias de caballeros, rengos, mancos, ciegos o jorobados. Que sus días de gloria de lancero ranquel aún no han pasado. Y cuando se lleva la mano a su frente ardiente y vuelve a dudar de su destino, se regocija en la vista de las dulces caderas de la núbil, que hace apenas unos despertares, le entregó su primicia. ¿En qué estará pensando su tesoro? No en espinas, que las únicas que por allí se ven, son del amigable cardo, que, en vertiginoso ciclo, crece al amparo de la lluvia y así le entrega nueva vida a la vasta Pampa, fértil, dulce y sabrosa, como mullido cuenco de mujer. Y con la inconstancia de la fiebre o su pensado futuro paso claudicante, vuelve a pensar. Pero, ¿qué espera esta hualita? ¿A ser presa de alguna partida, sólo por cuidarme? ¿No sabe, acaso, que destino le esperan a las hijas de las cautivas? ¡Bastarda! ¡Huinca y ranquel! ¡Qué ignominia!

    Se turba Ayinhual cuando lo escucha, meditando casi a los gritos, y así lo detiene con sólo hacerle, como su madre le habrá enseñado, revoleando sus ojos antes de depositarlos en su rostro. Y es cuando le dice al bravo pero inculto jinete de lanza firme, que eso que están pasando se llama “Luna de miel”. Aprovecha el aludido, sintiendo esas palabras, como dulce molicie donde apoyar su cabeza, para comenzar, al modo del lenguaraz, con su voz en canto sagrado, y al no poder golpear el suelo con su calcaño, golpeaba sentado con una vara de alerce, su letanía de lamentos. Y aunque Llancañir, no creía en Ngüenechén, ni Gualicho, lo hacía en la forma tradicional, que así lo hacían para espantar los malos espíritus.

    ¿Qué haremos, princesa, con mi hombría menguada, sin mi talón de espoleo, para montar mi yegua y ganarle al ñandú, mezclando las crines de mi Sayen con mi aún negro cabello, fundiéndonos yegua y hombre para ser parte del viento? ¿Qué haré si ya no podré pararme en su lomo, cuando como El Pampero, me lleve a maloquear y que mi lanza llegue más lejos para clavarse en los duros pilotes de los fortines del cruel y asesino invasor? ¿Quién al decir mi nombre recordará al valiente guerrero que hasta que esa fatal bala se incrustó en mi rodilla, era? ¿Quién por mí, trepado en lo alto de un alerce, verá la polvareda que trae la muerte vestida de azul?

    ¡Ay!, Mi querida Sayen, hija de Manque, que montó mi padre, Huenchumán, que fue hija de Ayínir que montó mi abuelo Quintún. Hembras ágiles para indios bravos, no llores con tus ojos de noche azabache, no sentir mi palma, ni tus laderos mis jóvenes talones, que aún me siento con vida para volver a montarte. Pastoreá tranquila en el valle de tiernos tréboles donde te dejé ese día que aún no se marchita pero que me parece del tiempo en que las piedras estaban calientes. Más bien reíte con tu dentadura de blanca porcelana, de este hombre que caminará a los saltos para montarte y salir en busca de las rojas nubes que traen el aguacero del verano. Mejor levantá tu altiva cola para seducir con tu aroma a hembra en celo para que Quidel el gran padrillo, semental de primer otoño, riegue tu fértil jardín y nos traigas nueva prole, si hembra como vos mejor, mientras mi muñón se vuelve callo. Que nunca seas del huinca ladrón, que vendrá a ponerte manta, monta, freno y brida, para lastimar tus costillas con la cruel espuela de dientes filosos, tacones dolorosos. Que no venga huinca a domarte con su látigo trenzado de seco cuero y alma de alambre, azotándote hasta que tus rodillas mojen de rojo la verde pastura. ¿Acaso no salimos, vos y yo, de doma, yo contándote historias de plumas gallardas, suavizando tus corcoveos, premiándote con cubos de azúcar y sal? ¿No fue de mi mano que probaste la más rica avena y la nutricia alfalfa, para salir por las tardes a conquistar los montes que inician Los Andes?

    ¡He, eimi ñañay, Ayinhual! La más bella de las ranqueles, la más orgullosa de las hembras que nutren de sudor la gramínea llanura. Compitiendo con la sagaz zorra, la rápida gacela, la audaz tigresa, la escurridiza perdiz, la amorosa vaca o la vistosa cigüeña. Que me diste tu primicia, en esta misma luna, sólo para que esa bala me quite rodilla, andar y orgullo. Mirá que de zorro volador en la maloca, quedé atado y hundido en la terrea madre, y no podré valerme para mi propia venganza, ni vencer al astuto fusilero a quien no pude ver la cara como solemos hacer los que puñal en mano nos batimos con el tenaz agresor, a quien nunca pude llamar cobarde. Que con más fuerza y determinación que el halcón que cae sobre su presa, me salvaste del abandono, el fuego y la gangrena, con el filo, siempre hiriente, ayer curador. No veas lo que yo ya sé: dejar la lanza y tomar el cayado que me sostenga en pie. Ah, dulce doncella, que sueña, poblar Pampa y Patagonia, ella sola. Que planea parir un hijo como la garza sus huevos. Que sea yo el hacedor de esos sueños.


    ¡Ay, lanza mía! Que te fui, pesado machete en mano, a buscar al bosque de tacuaras más gruesas, largas y duras, que crecen, cuando cesa el desierto y surgen los arroyos. Recuerdo, doce lanzas, para doce bravos, con las que defendimos la tierra, atravesamos pechos y vientres, cayendo nueve, ante el lejano fusil, esa misma tarde. Pero no vos, pero no yo. Allí te dejé clavada, con su penacho de arpillera roja, cuidando la entrada del toldo, durmiendo su paz, firmada con pluma de cóndor por el lenguaraz letrado. Ahora sé, lanza mía, que ha llegado el tiempo de las últimas trenzadas, donde cada gota de esta, nuestra sangre, dejará testimonio de la derrota. Y cuando el último ranquel, caiga de su monta, no caerá con él, el nombre de su estirpe.

    ¿No era el indio manso, conforme con su vida, viviendo del producto de sus manos; aquí pescando, allá cazando, acá bajando frutos, ahí recolectando verduras? ¿No vestían sus mujeres coloridos vestidos, cocinaban aromáticos menjunjes, traían fuertes vástagos y le dedicaban las mañanas, tardes o noches, según lo pedían sus sentidos, para gloria de la mecánica del universo? ¿Quién trajo al malón? No el indio, que lo necesitó para rescatar sus bienes, robados de la tierra por el ladino usurpador, cuando con hierro, fuego y caballos, lo empujaron hacia donde la tierra sólo es sal y arena. Donde a trepar sólo se atreve la cabra, donde a dormir el huemul con su mullido tegumento. ¿Acaso un niño puede descansar sobre arena, roca y hielo? ¿Puede comer espinos, magras aves y amargos peces? Por eso el manso indio se volvió terco guerrero, cuando la alta polvareda del regimiento, y el tronar de los cascos de sus caballos, trae muerte y exilio.

    ¿Y qué del pueblo ranquel? Ayer disfrutando la paz, y hoy huyendo de Colt, Remington y metralla, como el lobo que huye con la oveja, con la gallina el zorro, con el ratón la serpiente, como ladrón, saqueador o asesino. Que no es ladrón quien vive de la tierra, ni saqueador quien duerme bajo las estrellas, ni asesino quien defiende el alimento de sus hijos, robado por el uniforme que duerme caliente y al cobijo de una cocina en un fortín. Que no tiene el indio huevo para cocinar, ni puede escuchar el crepitante sonido del cerdo en el aceite.

    ¡Ahhh! La aldea, la hermosa y limpia toldería, regada de sangre infantil. Los defensores guerreros, tomados dormidos, ni a estirar sus brazos en busca de pica dejaron, oyéndose como un solo estampido, el falaz fusilamiento. Luego todo fácil, sablear a la vieja, destripar al viejo, violar mientras se degüella a la adulta, a la núbil, a la niña. Matar sin piedad, al joven, al púber, tomar al niño como a mujer. Sangre, escarnio, dolor, grito, muerte. Al padre, al hermano, al hijo, al tío, al abuelo, nieto, amigo, refugiado, cautivo. A la prima, cuñada, nuera, la de ubres secas, de pechos lechosos, la nodriza, la acunadora, la fértil, la estéril. Matar al anciano que ya no camina, a la anciana que ya no ve, al niño que apenas recién camina, al bebe que aún no ve. Valiente excursión de las partidas, que mata, degüella y se persigna.

    Venga mi Sayen, mi lanza, mi puñal, que si no tengo pierna, que si no tuviera ambas, ni tuviera brazos, lo haría con mis dientes, mis orejas mi pecho, mi sexo inhiesto. Que arrojaran al fuego mi cuerpo pero no huirá mi espíritu. Montemos cuerpo, crines, lanza, fiebre, gusanos, sangre, hediondez, que en un todo lucharemos por la vida, merecida vida de quienes han caminado, cazado, pescado, dormido, copulado, parido, muerto. Existido. Antes, mucho antes que los hielos del glaciar, sobre esta gloriosa llanura, ese espinoso y dulce pajonal, este fresco y vivo jagüel. En las cuevas de la montaña, debajo de la sombra del ombú, al amparo del lucero, bajo las rojas y cirrosas tardes, el quemante sol, la nieve congelante. Venga mi Sayen que este pueblo aún respira.

    Se calló de pronto Llancañir, ganado por la súbita fiebre de la tarde. Un viento fresco del sur anunciaba una larga lluvia. Traía la brisa, aroma a seca tierra lejana, perfume a flores no ganadas por la quemazón, olor a pasto quemado, una agradable fragancia a lavanda, trigo y manzana. Se mordía el ranquel la ardorosa picazón de su herida sabiendo lo que debía hacer, que ya lo había visto otras veces. Se quitó la manga enfundada y con su propias uñas comenzó a escarbar la carne. No tardó la huala en comprender la cosa: El gusano devorador de lo muerto, no debía avanzar sobre los vivo. De modo que fueron sus manos, sus sutiles y largas uñas al estilo de moza europea, las que retiraron gusano a gusano, engolfados y ahítos de carne y sangre muerta, llegando, al parecer, a dejar al muñón como piel de bebe. Si era obra de Ngüenechén como ella sostenía o de la porfiada naturaleza y el conocimiento chamán, como decía el enfermo, no importaba. La pierna, lo que de ella quedaba, parecía sanar.

    Ayinhual, que no era lenguaraz, pero tampoco analfabeta, y que había escuchado con atención y memoria. Ensayó humilde una réplica. Poniendo luz donde había escuchado sombras, paz donde violencia, perdón donde venganza.

    ¡Verde gramilla! Por la estrella inmolada, que no flaquee tu ímpetu de vida, y que sea pronto que el cardo luzca sus penachos violetas, la lavanda sus encrespadas guirnaldas, las margaritas sus soles, naden el aire los dientes de león, naufraguen en tierra las semillas del alejado tilo. Grite de alegría la gallareta, píe de pasión la torcaza, husmee la liebre, corretee la ardilla, amenace el águila, se empache el buitre, nade el carpincho, aletee el tero.

    Te voy a decir, mi gallardo guerrero, que haremos sin tu talón, tobillo, pierna. Que sólo necesita el jinete para montar un yegua fiel más que su susurro, su silbido, su canto. No necesita el ranquel dura montura, plateada brida, ni molesto freno, sino sólo cerrar sus puños en las crecidas crines de su baguala, y así, ganarle al tero, al ñandú y al Pampero. Cierto ya no vas a ser parte del malón, ni pararte sobre su brioso lomo, para acabar con el cruel invasor. Pero no ha habido ranquel que muerto en la batalla no tenga un recuerdo entre sus mujeres, su familia, su pueblo. Que no te impedirá tu muñón treparte al alerce y gritar acerca del polvo que levanta el azul regimiento.

    Será tu hembra quien montada sobre Sayen, hija de Manqué, hija de Ayínir, acompañará a los bravos estandartes, con su trenza como bandera, su vientre como testimonio. Que coma la ligera Sayen del pasto que crece allá antes de que las piedras se sientan calientes. Para dejarse preñar por el inefable Quidel, padrillo de excelencia, cautivado al ladrón. No dejaré que sea montada por huinca cruel, y seré yo, también quien de mi mano te de ricos cubos de sal, azúcar, te alimente con la rica avena y la nutricia avena, para poder contar el número de gaviotas sobre las olas del mar.

    ¡He, eimi chacha, Llancañir! El más viril de los hombres de la mapu, el más altivo de los ranqueles que mojan con su resudor la negra tierra que alimenta a la lombriz y enaltece el trabajo de la hormiga. Compitiendo con el astuto zorro, el incansable guanaco, el intrépido lobo, el sanguinario tigre, el innumerable cuis, el noble caballo, el bravo toro. Que a fuerza de susurros doblegaste mi vientre para que te regale mi primicia, durante la luna llena, antes que el fuego del odio huinca te robe una rodilla, que no te ha quitado el ímpetu y el orgullo. Mirá que zorro perlado en el esforzado malón, hundió su estaca en la terrea madre de mi vientre, y no podrá la venganza robarte la sonrisa, de dientes blancos e inhiesto puñal. Que con la fuerza y determinación con que el zorro arrastra a su cría cuando el fuego arrasa los pajonales, me llevaste hacia el interior donde rezaban los monjes amarillos, dos soles antes que esa bala te quite el andar. Que yo seré el cayado donde apoyarás tus días. Ah, viril macho, con quien poblaré esta mapu de negras crines y rubias trenzas. Que pariré tus hijos como la gaviota se hunde en busca de su presa. Que serás el realizador de mis sueños.

    ¡Ah, defensora tacuara! Hachada del rizoma por el fuerte brazo de mi amado, allí en el vasto cañaveral cuando termina el desierto y empiezan los ríos. Que no se compara tu firmeza con la pesada lanza de mi Llancañir. Recuerdo, doce hermosos ranqueles, tres hijos de cautivas, rodearon mi trenza en busca de mi segunda sangre, pero yo, como en los cuentos europeos ya había elegido a mi príncipe azul y no dejé que ninguno abonara mi tierra. Sólo fueron su pecho, su boca, sus manos, su lanza y mi jardín que aún no conocía varón. Allí quedé extasiada con el aroma a su penacho de arpillera roja, la misma que viste su lanza, la que cuida la entrada de su toldo, la que cuidará las inocencias de mi rosal, durmiendo a mi lado, velando mi sueño, defendiendo mi tierra. Ahora sé, tacuara, el impío fuego huinca lo dejó saber, que ha llegado el tiempo de las últimas batallas, donde, quizá, sea cada gota de ésta, nuestra sangre, la que regará los arenales. Pero no habrá derrota. Porque no habrá muerto la estirpe si un solo ranquel, a caballo o a pie, galope, trote, corra o camine por esta bendita tierra. Tierra dada por Ngüenechén al ranquel.

    Que siempre fue el indio, hombre de paz, agradecido del sol, la luna, la tierra, el mar y las estrellas. Cazando, pescando. Que siempre vestimos las hualas estridentes colores que agradan a la luna. Que cuando cocinamos el sol se dormía más tarde para disfrutar del aroma. Dejamos a nuestros hombres agotados de nuestro amor femenil, para que los hijos nazcan duros como el alerce y las hijas dulces como el caldén. Para que los dioses eleven al sol cada día. Que no tuvo el indio otro camino que el malón para defenderse del robo, el despojo, la tortura, el homicidio, del malvado usurpador, cuando con pólvora y acero lo arrinconaron en la falda de la montaña donde la tierra sólo es roca y granito, hacia la salina, el arenal, donde no crece ni el álamo ni el tomate. Donde sólo se ve al guanaco, donde sólo duermen los jabalíes. Haciendo que los niños duerman sobre la dura roca al acecho del hielo, sin poder comer más que carne de amargos espinos y repugnantes alimañas. Así fue como el manso hombre de esta fértil mapu se volvió intrépido lancero, terco en la lucha cuando la alta polvareda que trae el uniforme azul lo obliga a la pelea, brazo contra brazo, tajo contra tajo, diente por diente, en un tronar de cascos y herraduras, regando la tierra de sangre, trayendo a la inicua muerte, al atroz exilio.

    ¿Qué de los pueblos de la gran mapu que duerme a la sombra de la cordillera, las sierras, las grandes sierras, la alta puna, el inmenso Amazonas, todos compartiendo el mismo destino: muerte para el quechua, para el guaraní, el querandí, el diaguita, el araucano de donde proviene la estirpe ranquel? Todos huyendo de la esclavitud, la mita, los mosquetes, los sables, la horca o el cañón. O resignándose como la gallina ante el zorro, la perdiz ante el búho, el pejerrey ante la anaconda. Que no es de Gualicho vivir de la tierra, ni haragán pernoctar bajo las estrellas, ni bando inicuo quien defiende el abrigo de sus hijos. Que el saqueador duerme caliente en invierno y el indio no puede oír el crepitar de la rama seca sin que una bala le atraviese la rodilla

    ¡Ah!, La toldería, por la mañana, vestida de blanco por las blancas manos de las ancianas. Cuando salen las niñas a buscar leña, los niños a cazar liebres, las hualas peinan sus trenzas y los muchachos aventuran con cuál de ellas retozaran en los yuyales. Mañana de alegría, cantos a los dioses. Donde la única guerra que se escucha es a los impertinentes piojos. La niña que aprende como de la grasa se hace jabón, qué se debe masticar para que la boca se ponga, blanca y fresca. Cómo hacer cuando la sangre de lunas no quiere parar o qué cuando, sin causa, no quiere venir. Y ellos, a la escucha de los más experimentados, de cómo cazar en grupo al peligroso jabalí, a como lanzar lejos la lanza o ver quien lanza su semilla de estirpe más lejos y abundante que los otros. Necesario, según algunos para impresionar a las hualas, otros se apegan al canto de los lenguaraces. Y por la noche, todos al fogón, para que los ancianos, riéndose, cuenten cuántos de ellos y ellas faltan para retozar durante las noches.

    Aquí estamos, eimi chacha, tu yegua, tu lanza y tu huala. Que te sostendrán durante las noches de luna llena, que si no tenés tu pierna, tenés tu sonrisa, tus brazos fuertes, tu pecho y su sexo inhiesto que me acerca a las nubes. Que no hace falta que digas que le temés más a la cobardía que al fuego. Seamos todos uno solo, que de rosas y estiércol está hecha la vida, para el que, con manos limpias, se atreve a vivirla. Como ha sido desde que el pez dejó el mar para caminar el prado y trepar la montaña. Vamos, mi varón, que aún falta por vivir.

    Quiso la niña continuar su largo discurso que venía, como sus pálidos ancestros, los payadores, pensando; porque primero el relámpago iluminó el campo, el horizonte y se diría que su luz llegó hasta Kuyen, luego el sonido que hizo temblar las cenizas del suelo que les dejó los oídos zumbando y por fin luego de unos respiros un viento primero fresco y luego frío.

    Llancañir más experimentado comenzó a mirar hacia los cuatro horizontes cuando observó que el estanque ya no sólo recibía el agua de un arroyuelo, sino que, como él sabía otras aguas subterráneas que hacían rebullir su superficie, señal de que la lluvia ya había ocurrido en las nevadas montañas que apenas dejaba ver la neblina durante el día. No se necesitaba saber leer los libros para darse cuenta que ese rizoma que forman los arroyos subterráneos pronto desbordarían. Y si el cielo trajo el fuego, la tierra le respondería con la inundación. De modo que incorporándose oteó esos horizontes en busca de una loma de unos escasos nudos de tacuara, según su saber dos veces los dedos de su mano, si más alta mejor para no ser arrastrados por la corriente que aún no existía. Y cuando un nuevo relámpago iluminó nuevamente hasta parecer que encendería las hojas de los álamos, vio que a unas pocas cuadras se elevaba una de la altura deseada.

    La marcha que fue dura, sin embargo, les provocó risa. Ayinhual se preguntaba si así, como su amado, saltarían esos raros animales que su madre le mostraba en un libro, que vivían en una colonia inglesa llamada Australia. Pero el muchacho ajeno a esas palabras seguía saltando a falta de cayado en que apoyarse y alegrándose de que apenas a cuatro días de haber su corajuda amante cercenado su parte muerta el muñón ya no le dolía hasta hacerlo gritar como hasta ayer. O quizá, volvió a pensar, era la necesidad de salvarse, nuevamente, de morir ahogado. A mitad de camino el cielo les cayó encima. El chubasco, en forma de aguacero, parecía una infranqueable pared de agua y aunque fuera la lluvia ayudaba a la noche cerrada más por instinto que por vista lograron llegar y trepar la suave pendiente de la loma que tenía algo que desde la distancia no se podía ver un mangrullo huinca que hacía a la loma tres hombres más alta y como los huincas no ahorran a la hora de la guerra, pero sí en sus comodidades, el mangrullo tenía unas tablas donde subirse pero no un techo que los cobije del vendaval.

    La lluvia aunque intensa no duró más que hasta el amanecer y el agua de lento correr llegó casi hasta la base del mangrullo. Observó el indio que serían tres días sin comer y bebiendo agua algo insana. Pero se equivocó, porque de pronto se sintió el desesperado corcoveo de tres enormes bagres que lejos de su río o laguna, arrastrados por la suave corriente peleaban contra el fango. Fue rápido el mozo que zambulléndose en el barro los atrapó con sus propias manos y descabezándolos contra un tronco que flotaba los puso bajo su axila y arrastrándose volvió al mangrullo que si estaba a pocas varas, para él fueron leguas. Y como la niña lo miraba sin atreverse a decirle nada, él dijo, este para hoy, ese para mañana y el otro para el siguiente. Y como no había madera seca ni piedra que chispar él le tuvo que decir que lo harían como el lobo de la laguna, crudo y rápido pero descamado. Cuando mordió su parte, Ayinhual notó que si bien crudo no era sabroso se lo podía tragar.

    Aunque la comida fue escasa duró hasta que las aguas lentamente se escurrieran y así Llancañir concluyó que debajo de la gramilla, luego de la tierra negra y antes de la arcilla habría una gruesa capa de arena. Así que no era seguro andar por allí por el riesgo de ser tragado por un pozo de arena movediza. Antes de descender el bravo quitó dos de los troncos que sostenían al mangrullo que tenían un remate con forma de horqueta y luego de golpearlas entre sí como si fuera, la una hacha de la otra, se hizo su primer par de muletas. Y si su primer paso fue fallido ya que cayó de jeta contra el barro, se levantó y con hidalguía reemprendió la marcha.

    Era la tarde, fresca, luminosa, roja cuando Llancañir con gesto triunfal llegaba nuevamente al jagüel sin la amorosa ayuda de la huala. Allá se veían parejas de gamas, guanacos, huemules, lobos, que lejos de su época de celos, sólo se dedicaban a trotar sobre el barro por allá blanqueado por la ceniza, por acá negro por las carbonizadas ramas y por no muy pocos lugares, volvía a surgir la obstinada gramilla. No faltaban los cuervos, buitres, búhos, caranchos que, aprovechando la mortandad de fuego y agua, llenaban la llanura de gritos mientras se peleaban por la carne podrida que surgía por todos lados.

    Misteriosa naturaleza, pensaba el indio, que tiene métodos terribles para continuar la vida. Y donde otros ven el triunfo de la muerte, él ve como la vida se abre paso, como el cervatillo que apenas escupido por el sangriento vientre de su madre ya retoza en su entorno. Y con voz pausada y firme, le dice a su huala que no sabe si en esas estrellas se alzan seres como ellos pero que aquí la muerte los alcanza más tarde o más temprano, a todos. Que la muerte al poderoso y al pobre, al bueno y al malo, al viejo y al joven, al valiente y al medroso, al cacique y al raso, al rey y al esclavo, macho y hembra, mujer y varón, todos vuelven su cuerpo a la tierra, que la vida sólo es prestada. Que yo puedo decir estar en las dos partes, aquí, mi corazón latiendo, allá mi pierna muerta, de alimento, eso espero, de los ratones o los cuises. Que la muerte me cobró esa parte para que yo siga en libertad. Que este desierto no es páramo, sino gloria para la vida que le da amparo al débil y sombra al fuerte. Por eso el ranquel a su lanza adorna con la pluma del cóndor, la cola del lobo, las tripas del tigre, según su sigilo y sus agallas luego de haberlos cazado. Que este indio, si morir joven debe, lo hará en la maloca que defienda a mapu. Que tuve gloria galopando entero y la tendré sin una parte de mí. Que, con esa pierna adherida en mí, ha temblado el huinca traidor, y con ella he correteado a tantas hualas como totoras crecen a la vera de los arroyos. Que no fue por la vana gloria, efímera como el humo de una fogata, como el aire que escapa del vientre, que sólo para defender vida y tierra el ranquel sale a maloquear. Que no soy tan viejo como para no recordar mi primera batalla que no fue malón, sino defensa ante el artero ataque huinca durante la noche en que todos dormían, que muerto hubiera sido de no ser por los ladridos de los famélicos perros. Doce eran en la partida, sólo nueve los defensores, seis por bando murieron hasta que la trompeta llamó a retirada. No había vello aún en mi sexo cuando vi, ojo a ojo, frente a frente, la cara a la muerte que no viene de la justa naturaleza sino de la iniquidad de la ambición.
     
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