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Bill Gates leyendo el Manifiesto Comunista

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por SanBlasfemo, 30 de Agosto de 2006. Respuestas: 2 | Visitas: 1580

  1. SanBlasfemo

    SanBlasfemo Poeta asiduo al portal

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    Bill Gates leyendo el Manifiesto Comunista

    Hoy hace un año abandoné la ciudad, Madrid; me derrotó y en esa derrota estaba escrita la cláusula del retorno al pueblo con el rabo entre las piernas. Qué, muchacho, ¿a que allí no atan los perros con longaniza?, me escupió mi padre cuando le dije que volvía a la casa y, vanidoso, constaba su certeza: ¡Fracasado!, ¡soplapollas! La semana pasada te dimos tierra en el cementerio y recluidas en el ataúd a cadena perpetua quedaron tus certezas, padre. No hay sitio para mí en parte alguna. La náusea me atenaza la garganta. Ésa es la clave, ahí está el detalle. La náusea de juzgarse alienígena, de sentir que en torno deambulan enemigos sólo, de vivir sin vínculos ni agarraderos, de maldecir exigiendo amor, cuartos, admiración, a costa de lo que sea, de quien sea. Salgo del bar con una mano apretándome el cuello como queriendo estrujar la náusea, troncharle los huesos, darle muerte. Pero la vida apesta a sueldo de camarero, a lejía para inodoros, a higaditos de pollo rancios muy tostados que se sirven un día tras otro. Voy hacia la casa, despacio, nadie me espera. Estoy harto; harto, cínico y dolorido camino con las manos en los bolsillos del pantalón de camarero acariciándome el glande con la yema del dedo índice por un agujerito. Harto de lo que no he tenido, harto de lo que no tengo ni tendré. Los pantalones están ya gastados y me quedan muy ceñidos, la tela me oprime la entrepierna y, maldita sea, me arde, me quema; me estoy quemando. Dos fuerzas luchan en mis adentros. Por un lado, la angustia; una angustia que gime como una hiena tuerta en ojo de huracán tropical, una angustia ronca, misántropa, inacabable, que me comprime las sienes con candados de silencio, que entra a bocajarro por los oídos y, la muy puta, se me instala en el centro del cráneo, ordenando a mi paladar que segregue aguafuerte seco de cianuro. Por otro, la dentera; un deseo que me desborda, que fluye viscosamente de dentro a fuera, como aura de demonio decrépito y tullido con la punta de la cola alojada en la región rectal. Sucia señal de vida, esquirla eléctrica en la dentadura. Estas dos fuerzas, la angustia, la dentera, se manifiestan con violencia en dos epicentros: la boca y los genitales. La angustia me deja en el velo del paladar un sabor ocre a hierro oxidado y, qué sé yo por qué, propicia la transpiración en las ingles enrojeciéndolas con el roce constante del pantalón, escociéndolas, haciéndolas supurar. La dentera inflama los colmillos, las muelas como imanes, pone los extremos de las palas al rojo vivo y manda maremotos de sangre a la verga. Ambas me consumen y, al alimón, arrojan al torrente sanguíneo todo un ejército de soldados con mucha mala hostia que se hacen fuertes en el corazón y desde allí dirigen el asedio a la garganta. La ecuación es fácil: dentera más angustia igual a náusea. Si P y Q entonces Z. Qué va ser de mí, exclamó mamá cuando me trajeron etílico con trece años mis amigos y me dejaron en la puerta para llamar fuerte y huir. Eso no lo escuche, yo. Me lo contó mi padre al día siguiente. Esa frase de mi madre iba engarzada en un discurso crudo, bárbaro, que se parecía mucho a la carroña que los buitres desgarran de las presas en proceso de putrefacción; no, más bien se parecía a la carne aún latente de foca vieja que descuartiza un oso polar, sí, a despojos de carne que aún palpitan en las fauces del depredador. Esa monserga descalabraba, se ensañaba sin piedad. Mi padre me la hizo tragar acorralado contra el bidé, dolieron más esas palabras que la somanta de palos a modo de postre, café, copa y puro. Fue tragar una ensalada de pasta de hormigón aderezada con cristales rotos. Aquel día mi padre murió también. Mi padre no era ya mi padre, la poca estima que podía tenerle se fue por las tuberías del bidé, por el sumidero de la bañera, quedó flotando sobre el agua del váter y tiré de la cadena. Es madrugada, a estas horas la calle ofrece una tristeza que se parece mucho a la de la expresión burocrática de las fotos de carné o a una lagartija sola ante el televisor viendo un docudrama que acaba mal. El cielo muy ennegrecido es una plancha de alquitrán. Es la escabrosa visión de la noche y los tejados. El frío de la calle se apretuja contra las aceras resbaladizas y la calzada pringosa, empuja los muros de las casas, penetra el espacio, irrumpe en las alcobas, mata el calorcillo de los calefactores y se incrusta en las mantas de la gente de bien, gente que se pasa la vida ganándose un entierro decoroso con el sudor de su frente, que duerme parapetada bajo ellas, las mantas, eludiendo la fábrica de flujos que yace a unos centímetros, denominada administrativamente cónyuge, un cuerpo común sin novedades que envejece, mientras tienen en la cabeza el coche nuevo a pagar en cómodos plazos, las malas notas del niño, la visita semanal a la suegra en el geriátrico, el culo firme del repartidor de butano, la paga extra de navidad, el abrigo de piel de conejo que tiene la pordiosera de la vecina, las tetas de la presentadora de televisión en el centro de una postal turística paradisíaca, la multa por sobrepasar el límite de velocidad y más cosas. Camino bajo cero, la náusea flameando con lanzallamas los tabiques de la garganta, y, justo, ocurre un hecho maravilloso, el rumor agradable de unas risillas limpias me bautiza, miro hacia arriba, la bendición sigue descendiendo oportuna desde el segundo piso del bloque que tengo a mi derecha. Esa melodía está compuesta por dos autores jóvenes, la pieza continúa, ensayando suspiros e interjecciones, afectivas notas de sorpresa, júbilo, satisfacción; menudos, ligeros cielos para el oído. Como colofón, uno de ellos, improvisando, ha lanzado el preservativo por la ventana, que se despeña breve y cae a mi lado. El látex humeante color rojo seduce mis ojos; un acto de rebeldía ante la infamia. Me alejo dichoso pensando en ellos, imagino dos cuerpos floridos, en la estación de amar. Los veo ebrios el uno del otro recreándose sin morbo ni mezquindades, con honesta naturalidad. Morder, acariciar, respirar, hender, palpar, gemir, besar, devorar, penetrar, mirar, oler, gozar. Y gritos que se alumbran, que, elásticos, rebotan contra los muebles. Dos cuerpos acoplados, repitiendo con apetito el gesto verdugo, hasta llegar al clímax: ¡esa ofrenda mutua! Los imagino sudorosos, muy cercanos, mirándose a los enamorados ojos con emoción. Un milagro entre tanta sordidez. Estoy ya cerca de la casa, me siento bien: leve y relajado, como la semana pasada, en el entierro. El revuelo que se armó, ¡ay mi madre!, porque no quise pasar a la iglesia durante la misa por su alma. El alma de mi padre, un alma loca, salvaje, borracha. Mi padre, ¡mi padre!, que mató a mamá a ostias, sinsabores, indiferencias, salivazos, rencores, sodomizaciones y más cosas. Mientras la caja descendía me sentí bien, como digo: Barrabás sabiéndose libre, sí, como una nube holgazana de la tarde campando muy a sus anchas por un cielo azul. No había odio en mí, una paz serena me acurrucaba, la actitud sombría de los pueblerinos no me hería. Me disparaban dardos poco certeros. Mi padre debía estar retorciéndose, sus muertas pupilas dilatadas de crispación, porque mi bienestar traspasaba lo físico y llegaba hasta el fondo del ataúd. Es más, no debía haber un solo muerto descansando en las criptas, molestos de que alguien pudiese sentirse de esa forma en tan sacro lugar severo. Pero al cruzar la calle, un obsceno coche oscuro pega un frenazo, casi se me echa encima, parece que gruñe, rabioso; me pita e insulta, me retiro, asustado, y acelera sin consternación. Y el mundo ha vuelto a derrumbarse, todas las tragedias del planeta se han vuelto a cernir sobre mí. Vuelven a arder mis genitales pustulosos, noto los nervios dando alarmas en dientes calados de hiel; la náusea, la náusea. Doblo una esquina y enfilo la calle de la casa. En esta calle, muy amplia, hay aparcado un autobús frente a la cooperativa de vino y, delante, la estación. Huele a orujo y barro. No me encuentro bien, debo haber cogido frío, me duele la cabeza. Algo de fiebre, quizá. Una regurgitación del bocadillo de sardinas en aceite que cené se me viene a la boca y topo contra la imagen del autobús. Ese amasijo geométrico de metales lacados era en otro tiempo un animal mitológico que me llevó, dichoso, a la capital, a Madrid. Dejando atrás el maldito pueblo de los cojones, un pueblo innombrable, profundo, oscuro de tradiciones e ignorancias. Yo, joven, lleno de ambiciones, con las manos abiertas para recoger feliz las cosas buenas de la vida: amigos, amor, placer, respeto, dinero. Ese animal huraño que después me trajo de vuelta, obligado, a este mismo sitio donde habré de pudrirme; donde lucho cada jornada contra una indeleble sensación de derrota en un escenario muy triste en el que se vive sin respuesta, y la alegría se niega a respirar aquí como los pulmones de un hombre asmático solo en un laberinto de hombres asmáticos solos que sollozan con el corazón roto en la caja torácica buscándose para asesinarse o que los asesinen. La ciudad, ah la ciudad, ámbito intratable, invivible. Estuve algún tiempo allí, yo, frustrado sin agallas, no recuerdo cuánto. Las muchedumbres me vapuleaban impersonalmente, me sentía achicado ante los altos edificios bañados de luz, las oficinas rechazaban mi currículo vacío, me llevaron los zapatos a las industrias. Los zapatos de la gente contagiaron a los míos una urgente necesidad de merodear buscando una empresa que me amamantara con billetes manoseados para tener qué llevarme a la boca en las noches de luna guadaña. Eran las normas, el ajetreo de la vida, las normas, sí. Una, maternalmente, me acogió. Después me trató mal, con despotismo. Había otros muchos como yo, pero no éramos hermanos. Echábamos más horas que un reloj. La inseguridad y el miedo nos vinculaban, pero nadie sentía afecto por sus semejantes y, sin embargo, sí que mostraban apego por los de mayor ralea: encargados, ingenieros, patronos. Sí, eso buscaban, miserables, un patrón a quien lamer sus mullidas posaderas. Y yo vomitaba, ¡sí!, de placer, venerando a mi patrón, copiando el miedo de mis compañeros a perder el curro. Ellos, cobardes, se apretujaban a la entrada, perdían el culo por fichar. El acecho del desempleo, el vencimiento del contrato, las largas horas de espera, la cola de la oficina del paro, el subsidio que no llega, las páginas de periódico que hubo de leer y más cosas; todos esos recuerdos alcanzan para asfixiarlos. Fabricaban vigas de cemento. Estaban en plena ampliación, era verano. Me pusieron de peón de albañilería, casi no distinguía entre la noche y el día: limpiaba zanjas, pico y pala, hacía masas de cemento que luego transportaba en capachos sobre una carretilla, me tostaba de lo lindo a la intemperie, extendía mezcla por el solado, sudaba litros, cavaba, picaba, acarreaba y me escaqueaba siempre que podía. No era fácil, la mirada sabuesa del encargado, arribista chivato, estaba ojo avizor. Llegó el invierno y consideraron oportuno ponerme a cargo de una máquina de dos toneladas que hormigonaba las pistas de vigas. Una torva que corría sobre un puente grúa la alimentaba, acababa tan pringado de cemento que parecía una estatua; no me sentaba bien. Me mordía, el cemento. Enrojecía mi piel, me hacía toser, me abría las palmas de las manos. Lo dejé. Anduve de trabajo en trabajo, no tenía un pavo, ni para cuchillas de afeitar, vestía como un pordiosero, compartía un piso con otros cuatro pelagatos. Acabé de camarero en un restaurante. Tuve que aferrarme a ese puesto. Allí estuve un tiempo largo, hasta la derrota. Quería volver a estudiar, ése era el objeto; no pude. Doce horas diarias de curro. Un día libre a la semana, un martes, quizá un jueves. Me dedicaba, cuando podía, a perseguir a las muchachas por los parques, en el metro, hasta sus pisos. Descubrí que mi afición era compartida por muchos otros y, de vez en cuando, tras una muchacha hermosa apretaba el paso un cualquiera, haciéndose el sueco, imaginando seguramente el incipiente vello inguinal que la muchacha piensa rasurar y que éste imagina oprimido por las braguitas deliciosas y minúsculas. También observaba, mucho. La belleza femenina me golpeaba tenazmente. Había muchísima mujer bonita en todas partes. Además: periódicos, revistas, carteles: publicidad. Modelos posando sugerente, complaciente, amablemente para seducirme. Ellas, en ocasiones, por la Gran Vía, Callao, Sol, pasaban a mi lado del brazo de cualquier estúpido ataviado con ropa que aparece en las páginas de las revistas dominicales, que se gasta cinco mil duros en unos zapatos de piel, desayuna tranquilamente en el restauran de hoteles ventilados y lleva en el bolsillo de la chaqueta una pluma en metales nobles. Ésos, trabajan en el Ministerio de Sanidad y Consumo, o decorando interiores, o en el despacho de papá y a ellas les ofrecen seguridad económica de por vida porque aquí se prostituye todo quisqui. Y ahora es como si me viese allí, de nuevo. Me echo a la calle, no sé hacia dónde dirigirme, es igual, camino. En los bares las voces denotan entusiasmo, un entusiasmo fingido y autoimpuesto, copiosamente se beben licores, se charla de fútbol y parece ser muy importante que venza el equipo local, oh, ¡Ala Madrid! ¡Ala Madrid!, qué orgullosos se pavonean entonces, no hay otro dato de interés sobre la Tierra. Y los adoran, a los jugadores. Manejan bien una esfera inflada, qué cosa más notable. Viven en lujosas mansiones o se hospedan en las más caras suites de hoteles cinco estrellas. Su imagen aparece por televisión en horas punta. Venerados, queridos, envidiados. Amando a prostitutas de gran clase o a jovencitas noveles en el negocio con el sexo limpio, perfumado, elástico. Me muevo en metro, la ciudad se cuida muy bien de ocultar las muchedumbres de pies sudados en sus largas cloacas veloces. Qué amplio catálogo, me gusta, el metro. Trajes arrugados, cuellos de camisa blancos, medias, minifaldas, piel de todos los colores, secretas, proyectos de abortos, mecanógrafas, vestidos empapados de lluvia, contables, corrientes de viento, embarazos, comerciales, mala uva, libros, periódicos, zapatitos de tacón, abogados, sostenes como trincheras, tangas con cerradura. A veces algún niño lee versos con expresión tranquila, o dos amantes se miran inquisidores aquilatando la belleza de sus cuerpos, o algún hombre trajeado lleva en el rostro un trazo de alegría. Pero son joyas raras. Y el niño lee a Pemán, estudia en el Tajamar y lo hace obligado, los dos amantes han establecido un contrato de amor mercenario y el trazo de alegría del hombre trajeado se debe al aumento de su cuenta corriente, un soborno, una comisión, un ascenso injustificado y está alegre porque se ríe del mundo, inhumanamente, y se dice que su forma de obrar es muy correcta, siendo tirano para con los de abajo y rastrero y servil hacia arriba. Me asaltan constantemente imágenes absurdas de destrucción: un neumático en llamas rodando por una ladera verde inclinada, una explosión controlada en una mina a cielo abierto, un bebé que llora en un cementerio de automóviles, almacenes de maniquíes desnudos y desmembrados separados en cajas de piernas, brazos, cabezas, torsos o montañas de solicitudes bancarias, préstamos, arriendos, pagarés, embargos y demás palabras horribles. Y tal vez es viernes y las braguetas incendiadas fantasean con braguitas por las rodillas y los chavales, sedientos, cargan cocacolas y güisqui dic del malo. Y yo sé que alguno de estos chavales, ese mismo, ése de ahí, guapetón, mucha labia, esta misma noche, vencerá trincheras y romperá cerraduras en algún rincón de un garito con colinas de copas vacías, maromos fumando metralla o potando petróleo y lolitas ronchando pastillas de éxtasis. Sé también que muchos otros se lo montarán solitos en, pongamos, los lavabos de mierda hasta arriba de la estación de Méndez Álvaro, donde las puertas están pintarrajeadas con inscripciones pertinentes del tipo: Caga feliz, caga contento, pero caga dentro; o invitan a mantener relaciones homosexuales: la descripción del tamaño de la herramienta y un número de móvil, y llevarán después los dedos con trocitos de papel higiénico y semen y así, ordeñados, volverán a sus pisos solos acordándose de la madre de alguna muchacha a la que amaban y marchó con otro más listo, apuesto, delgado, fibroso, adinerado y, consecuentemente, respetado. La televisión dice que quinder sorpresa te da grandes momentos de felicidad y yo estoy detrás de la barra del bar de aquel restaurante secando vasos con un trapo desgajado de un mantel viejo y tengo que aguantar el tipo y mostrarme servicial con un tío que pide una marca de ron extrañísima mientras habla con sus compañeros de trabajo o sus empleados diciendo que este año el balance es muy bueno con ademanes que pretenden mostrar que él es un triunfador, que se siente seguro de sí mismo, que es uno de esos tipos al que no puedes joder porque te come vivo. Los que están a su alrededor le sonríen, comenta que el pecho de su secretaria es mas duro y agradable al tacto los días que tiene el periodo y que el piercing que lleva en los labios mayores de la bulba es de zirconio fluorescente y brilla en la oscuridad cuando juegan al escondite con las persianas de la oficina bajadas. Y, como digo, tengo que tragarme toda esa basura y sonreírle yo también mientras le explico que no tenemos ese ron, que tenemos otros muy buenos e igual de caros, y él dice que le sirva ése, el más más más caro. Busco con el mando en la televisión escenas hermosas que aplaquen mi ira, pero aparece el Rey de España sonriente, muy simpático él, por el embarazo de una hija suya. Platós en los que señoras bien ataviadas hablan de que tal personaje sabe muy bien vivir en sociedad y su elegancia en el vestir es innegable y después pasan a hablar de cualquier hijoputa que ha ligado con una folclórica y ponen muchas imágenes suyas para que quede grabado su nombre y talle en el subconsciente de la audiencia y puedan despellejarlo a gusto, hablar de él bien o mal, y hacer que su vida insignificante interese a los consumidores de hamburguesas macdonald y hablen de ellos intercalando en su discurso muchas exclamaciones del tipo: ¡Qué fuerte, tía! También aparece el Papa en su papamóvil y me hace gracia el término, ja, papamóvil. Sigo haciendo zapping: analistas financieros, piernas largas, policías... Me pregunto acerca de los analistas financieros, trato de comprender en qué consiste su labor, qué aportan a mi vida y trato de creer en ellos, en los analistas financieros, hago un gran esfuerzo para entender, pero concluyo que no tienen nada que ver conmigo y de sólo oír la expresión se me revuelven las tripas; analistas financieros, puaj. En los informativos los políticos enseñan su sonrisa millonaria, sus dientes lustrosos que son la réplica de una factura con IVA y membrete de clínica privada, e intentan parecer amables y dar a entender que las cosas funcionan a la perfección, que en el partido la cosa va viento en popa y que el partido de la oposición quiere hundirnos a todos. Y muchos anuncios: perfumes de dos mil duros, productos de limpieza definitivos, cremas reductoras lipograsil, coches con faros de xenón autodirigibles, si no tomas danao, ¿qué as desayunao? Una de esas señoras que despellejan hijoputas trata de convencerme para que compre una freidora, otra señora, la que tan bonitamente sabe vivir en sociedad, me regala la vista con su figura cincuentona esbelta y apetecible y unos bombones ferrero rocher la expresión del buen gusto. Y me digo que todo está mal planteado y que el mundo es abominablemente feo, que vivir en sociedad significa hablar de vestidos de novia y pasar de vez en cuando por la clínica para que les recauchuten los labios y pienso que tienen el alma alicatada con silicona también. De repente, a traición, aparece mi padre en el televisor apuntándome con el dedo: ¡Soplapollas! Pero ahora estoy aquí, en este pueblo oscuro, delante de la casa, de la puerta vieja, astillada, roída la pintura. Recordando la sensación estupenda de saltar la barra y pegarle un bofetón al triunfador y estamparle la carísima botella de ron en los morros. La sensación estupenda de salir corriendo de allí sin intención de volver a por la nómina o formalizar el despido. Recordándome libre, ¡libre!, corriendo por las calles de Madrid atestadas de gente que ni te mira porque vas vestido de camarero. Y se me viene a la cabeza el recuerdo de mamá, revolviéndome el pelo con sus manos desgastadas, y el sabroso olor de las axilas de María, una antigua novia que, no consigo explicármelo, me amó con locura durante año y medio, sus labios golosos mimando mi cuerpo. O la vez que me partí una pierna al saltar una tapia para ver desnuda a la madre de mi amigo José, buenísima oiga, y ella, mamá, llamó al vecino para que me llevase al hospital en su tartana o aquella otra cuando me pillo besando y queriendo violar a su muñeca chochona y no se lo dijo a nadie. Mientras abro la puerta una ventisca tibia de recuerdos felices me cruza el cráneo, hermosos recuerdos; hermosos como el rojo de los ojos de las fotos. Ah, la memoria de todos mis placeres. Y me digo: Yo, pecador, no me arrepiento, nadie podrá arrebatarme el lugar de lo amado; si me pongo una sonrisa, el mundo es bello. E imagino a Bill Gates leyendo el Manifiesto Comunista, a los sacerdotes abriendo las iglesias organizando anárquicas orgías bisexuales y todo ello sin ánimo de lucro mientras los monaguillos, ebrios de vino consagrado, hacen tañer las campañas o una lluvia de preservativos rojos sobre el continente africano. Y ni rastro de la náusea. Me meto en la ducha y el agua caliente se lleva de mi piel el hedor, sudor, pus. Mañana es mi día libre, pasearé por el campo a orillas del viñedo, leeré algo, tengo un libro de Manuel Vicent a medias, comeré bien y mucho, beberé mejor y más, y me preguntaré, sólo al fin de la jornada, ahíto y después de masturbarme, a coño de qué se vive.
     
    #1
  2. eclipse

    eclipse Poeta recién llegado

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    23 de Octubre de 2006
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    Este texto es impresionante, no merece caer en el olvido.
    A revivirlo!
     
    #2
  3. SanBlasfemo

    SanBlasfemo Poeta asiduo al portal

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    28 de Agosto de 2006
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    Gracias. Eso es lo que me gustaría, que no hubiese texto escrito que no despertara al lector. Este relato es el mejor que he escrito. Después de él me pasé a la poesía. No volveré a escribir nada así, no me veo capaz de llegar a más, de ser más hondo, lacerante, honestamente brutal.
     
    #3

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