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Bodas de plata

Tema en 'Prosa: Obra maestra' comenzado por Rolando de los Rios, 18 de Mayo de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 2133

  1. Rolando de los Rios

    Rolando de los Rios Poeta recién llegado

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    A mi familia, a Diana Oviedo y ese cielo límpido del norte del Perú.


    Siempre me ha impresionado el carácter impredecible del mar. Por momentos, puede ser sólo esa pacífica masa de agua que todos apreciamos en mañanas de verano, el fruto de paisajes inolvidables y de desfogue contenido por años en el cuerpo y la mente; y en otros también puede ser la explosión de toda la furia y la ira de la tierra, que toma forma en esas olas destructoras que arrasan ciudades enteras y tragan eternamente a los desdichados que no pudieron escapar de su poder. Siempre he pensado que el mar es como un ser encadenado, que espera impasible, no destruir, sino liberarse, desplegarse por esas playas y sedimentos que lo bloquean. Y considero que al querer liberarse, también libera al que entra en él y lucha contra sus manotazos de agua salada y reveses.
    Ahora que prendo el segundo cigarrillo, después del refrescante chapuzón de casi una hora, no puedo dejar de reflexionar acerca de éste y otros detalles que se crucen o se hayan cruzado en mi camino a lo largo de todo este tiempo de viaje. He tenido que esperar hasta el último día para percatarme dónde estoy parado…
    – Aquí le dejo estos pisco sours, señor Villalobos –dice el mesero, después de aparecer fortuitamente, enfundado en ese traje azul que lo hace ver tan ridículo–. Estos son a cuenta del hotel, en agradecimiento por la visita de usted y de su esposa. Espero sean de su agrado.
    Ha colocado dos copas sobre la mesa, rebosantes y espumosas, pero Simoné no bajará en todo el día de la habitación y por eso ahora parezco un tonto sentado solo en este lugar. Por suerte, de entre todas las mesas apostadas aquí sobre la arena, sólo se encuentran un par de viejitas muy insoladas que están concentradas en unas paltas a la reina que marinan con sorbitos de vino blanco. Apuro una de las copas. He bebido ya tres vueltas de whisky y ésta sólo ayuda a endurecerme el estómago. Estoy seguro de que Simoné se molestaría si supiera que estoy bebiendo tanto. Y mucho más si es en este día, que era el que más esperaba: el de las bodas de plata.
    Sólo le queda echarle la culpa a su migraña, esa maldición que la ha acompañado desde niña y que yo he aprendido a socorrer a golpe de tanta costumbre. Hasta que llegamos a Punta Sal, no se habían presentado síntomas y tal vez esa fue la principal razón de que nos fuera tan bien en Trujillo y Piura. Pero sin duda también tiene mucho que ver lo sucedido anoche en la discoteca, después de que se bebió todos esos mojitos. Es una de sus características: nunca le hace caso a un no.
    – Mocho, hoy yo controlo mi cuerpo a la perfección –dijo, antes de sacarme a bailar–. Gracias por preocuparte, pero voy a estar bien…
    La pista de baile estaba sofocada de estruendosos muchachos que sólo podían desfogar su entusiasmo en saltos y gritos desaforados que, junto con la música, parecían en cualquier momento querer traerse abajo las columnas de la discoteca. Y yo no podía evitar dejar de sentirme muy ridículo en un lugar así, el cual propuso Simoné para darse “un baño de juventud y dejarse de esas ridiculeces de sentirse viejos”. Bailando de forma desinhibida junto a esos muchachos, ella parecía uno más. A pesar de los delgados pliegues que dibujan ciertas áreas de su rostro o de las pequeñas raíces blancas que inevitablemente brotan en su esbelto cabello rubio, Simoné parecía contagiarse de esa alegría juvenil e incluso robarla. En sus ojos ardía con más fuerza esa llamita traviesa que le vi desde el día en que la conocí; aquella que la dotaba de esa textura suave y muy dulce que tanto la caracterizan.
    Bailando de esa forma alocada, parecía más distante. Yo trataba de contenerla para que no fuera a resbalar en cualquier momento, pero era casi una misión imposible: estaba muy ebria. Fue en uno de esos momentos en que intentaba sacarla de la pista de baile, cuando, pegando sus labios delicadamente a mi oído, lo dijo:
    – Mi madre me lo hizo saber antes de morir, Mocho… Me lo hizo saber en sí desde que empezó su enfermedad, pero yo no hice caso. Siempre trataba de desentenderme o apartar la atención, pensar en la primera cosa que se me viniera a la mente o en cualquier cosa. Así estuve durante todos esos años, Mocho… Hasta hoy, un día antes de cumplir tantos años de casados.
    Se pegó más a mí y entonces sentí el roce de las lágrimas que comenzaban a deslizarse de sus ojos.
    – …Tuvo que morir para que yo la comprendiera, ¿entiendes? Pero ahora las cosas son distintas: en todos esos años ha su lado ella me trató de decir que la verdadera familia es aquella que tú misma haces, la que tú decidiste hacer… Y esa familia eres tú, Mocho… Nunca más volveré a dejarte, ¿entiendes?
    Para entonces ya había dejado de bailar y sólo se dedicaba a abrazarme fuertemente. Después de seguir hablando a mis oídos por unos cuantos minutos más, cayó dormida en mis hombros y tuve que cargarla para llevarla a la habitación. Cuando finalicé de vestirla y acostarla sobre la cama, me tiré sobre el sillón que estaba a un costado. El sonido de las olas del mar reventaba en mis oídos con mucha fuerza y llenaban cada espacio de la habitación. Era un espectáculo auditivo de calidad enorme: no era necesario hacer sonido alguno, pues el mar era el perfecto director de orquesta. Veinticinco años de casados, me dije entonces a mí mismo; pero ni yo mismo caí en la cuenta de lo que estaba pensando.
    El día que su madre contrajo el cáncer, hace diez años, Simoné dejó que las cosas cambiaran por sí solas. Se mudó de improviso a su casa y se dijo a sí misma que no la abandonaría un solo día.
    – Puedes estar de acuerdo o no –me dijo–. Se que es algo difícil para ti, pero yo soy la única persona a quien tiene ahora. Ahora eres libre de decidir.
    Pero yo supe desde el principio que lo de su madre sólo fue un modo de hacerme saber lo que yo ya entendía desde hace tiempo: que nunca había sentido algo por mí y que me quería lejos de su vida. Todos eso años de echarle la culpa a mi infertilidad, a los cigarrillos o al whisky se fueron al tacho y tuvo que ser la enfermedad de su madre la que me hizo comprender que lo nuestro era una mentira más.
    Sentado frente a este hermoso mar de Punta Sal, aún recuerdo que aquella fue la última vez que la vi en muchos años. El dinero de las tierras que me habían dejado mis padres sirvió para pasarle una pensión decorosa y desaparecer. Me refugié en el trabajo, en la rutina, tratando de olvidar todo ese costal de sentimientos que aún guardaba por Simoné, por su hermoso cabello y sonrisa, por sus ojos violetas y sobre todo por su cuello de cisne, que nunca hubiera querido de dejar acariciar y besar. No era nada más que su prisionero, viviendo de su yugo y su desprecio. En esos diez años no me llamó una sola vez o se atrevió a aparecer en la casa. Aprendí a vivir solo, a preparar mi propia comida. Me rehusé a conocer a otras mujeres y los únicos entretenimientos fueron la lectura y la televisión. Cada vez que se me cruzaba por la mente que en cualquier momento podrían llegar los documentos de divorcio, me exasperaba y sufría crisis de evasión, de tortura. Gracias a Simoné, conocí realmente lo que la sociedad tanto desprecia: el fracaso.
    ¡Pero este viaje la ha ayudado tanto, sí! Fue ella quien dio la primera llamada, una semana después de morir finalmente su mamá. Nunca olvidaré ese regocijo al escuchar su voz detrás del auricular: refrescante, vivaz. ¿Qué aventuras habría tenido en ese tiempo? No me importaban. Ahora estaba junto a mí nuevamente.
    Emprendimos el viaje de Trujillo hasta Piura. En todo el viaje, no hallé fatiga en su rostro cuando, por ejemplo, nos deteníamos en cada restaurante a probar todos los tipos de pescado de la zona o cuando paseábamos a caballo por los cañaverales y tragábamos el polvo en esos templos mochicas o chimus, que no nos cansábamos de apreciar y retratar en fotografías sonrientes y divertidas. Hacíamos el amor cada noche y nunca escuché un quejido de su parte. Esto me basto para comprender que me encontraba nuevamente en sus manos.
    El último lugar de llegada es éste: donde íbamos a celebrar las bodas de plata. Y aquí estoy ahora, sentado frente ante este inmenso mar cristalino. He preferido dejar que descanse de su migraña. En la mañana, coloqué unas rosas a su costado que de seguro aún no ha olido. A pesar de todo, estoy seguro que todo ha salido perfecto; justo como ella lo quería.
    Esta a punto de atardecer. Me he quedado todo el día en la playa. Apuro la copa de pisco sour que le pertenecía a Simoné y emprendo la caminata. Entonces vienen a mí súbitamente las últimas palabras que pronunció anoche antes de caer dormida:
    – Este viaje me hace sentir libre junto a ti, Mocho. Ahora ya no tengo más tormentas en mi mente. Estamos juntos y ahora sé que nunca te dejaré. ¿Tú no sientes lo mismo?
    Abro silenciosamente la puerta de la habitación y me percato de que la oscuridad ha dibujado sus sombras sobre la cama y las paredes. Simoné sigue recostada; su cuerpo ha girado para el lado de la ventana, donde ya sólo se ve una pequeña porción del mar. Su cabello esta suavemente alisado, inmóvil entre las sabanas; su cuello se agita lentamente, de forma apacible, y yo procuro no despertarla.
    Sólo se escuchan los golpes secos de las olas al retumbar sobre la orilla. De este modo, al presionar la almohada fuertemente contra su rostro, sólo se escuchan los efectos que produce el agua y no el pequeño grito desesperado que emite Simoné antes de exhalar. Y es que el mar está muy exaltado hoy, incluso más que en todo el corto tiempo que llevamos de viaje en este lugar.
     
    #1
    Última modificación: 18 de Mayo de 2011

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