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Cabos

Tema en 'Prosa: Ocultos, Góticos o misteriosos' comenzado por ivoralgor, 22 de Abril de 2016. Respuestas: 2 | Visitas: 946

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    17 de Junio de 2008
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    Leer me aliviaba el alma. Esas veces que me sentía solo, o con un gran pesar, agarraba una novela de ciencia ficción o de esas que llaman contemporáneas. Pero asimilaba mejor los cuentos, se leían en un dos por tres y te transportaban hasta donde el autor quería que fueses. Un día, por de más caluroso, mi amante me comunicó que estaba embarazada. La noticia me provocó una especie de ansiedad existencial. Llevaba más de veinte años de matrimonio. Mis hijos, Adolfo y Valentino, cursaban la secundaria y la preparatoria, respectivamente. Tener que lidiar con otro hijo ya no estaba entre mis planes de jubilación y menos deshacerme de la vida que gozaba para ese entonces. Me agobiaba mucho pensar que si mi esposa se enteraba de la existencia del bebé perdería hasta la camisa y mi vida se iría a la mierda. La relación con mi amante era de escasos dos años y le hice jurar que nunca se embarazaría y que jamás dejaría a mi esposa y mis hijos. Aceptó los términos y con algo de arrogancia me dijo: Si llego a tener un hijo tuyo, lo criaré sola. Me encogí de hombros y acepté lo dicho.

    La noche en que me enteró del embarazo no pude pegar el ojo en toda la noche. A los cincuenta y cinco años no puedes tener noticias de ese tipo sin pagar el precio: la presión arterial se elevó un tanto. El medicamento ya no estaba haciendo los efectos necesarios para controlarla. Acudí, entonces, a la lectura. No fui a la oficina esa mañana, le pedí permiso a mi jefe para faltar por salud. Tómate el día, dijo sin chistar, te quiero fresco para unos asuntos fiscales que no me dejan dormir.

    Después de desayunar me fui a la biblioteca pública, que estaba a treinta minutos de mi casa. Anoté mi nombre en el libro de visitas y entré. Deambulé por un rato entre los estantes. No encontraba algo para leer, para evitar esos pensamientos agobiantes. Una muchachita, de unos veinte años, se me acercó. ¿Se siente bien, señor?, preguntó con rostro preocupado. Si, alcancé a decir, estoy bien. El sudor bañaba mi rostro, tenía la garganta reseca. Insisto, replicó la muchachita, ¿se siente bien? Agua, articulé. Haciendo un gran esfuerzo, y ayudado por la muchachita, logré sentarme en una de las sillas que estaban disponibles. Dos minutos después, apareció la muchachita con agua en un cono de papel. Vertí más de la mitad del agua en la camisa por el temblor de mis manos. Resoplaba una y otra vez para recobrar las fuerzas. Ya estoy mejor, le dije a la muchachita y se marchó, poco satisfecha.

    Después de treinta minutos, retomé la búsqueda entre los estantes. Me topé con un ejemplar de Cuentos Disidentes, escrito por Carl M. Castrate, un escritor norteamericano de raíces afrocubanas. En la biblioteca había un pequeño jardín interior climatizado, me dirigí ahí con el libro en la mano. Leí el índice con los títulos de los cuentos. Me llamó la atención el intitulado Vientos Salinos. Hojeé el libro hasta llegar a la página donde iniciaba el cuento. Era la primera vez que leía a Carl M. Castrate y no sabía que esperar, pero me urgía adentrarme a otra realidad. El cuento trataba sobre la lucha interior de hombre que se estaba volviendo loco. Intentaba urdir su propia muerte, más bien, suicidio. Cada mañana se levantaba con alguna idea para ello. Minuciosamente anotaba todo lo necesario para llevar a cabo su plan. Antes de dormir, analizaba como interactuaría su familia ante el hecho funesto. Los primero indicios de esa locura se dieron cuando vio, tumbado en la cama, el cuerpo inerte de su abuelo, un alcohólico que apenas conoció. Con sus pequeñas manos de niño acarició el rostro frío de su abuelo. Luego empezaron sus pesadillas nocturnas y que aún seguían en su adultez. Por accidente logró su propósito: le dio un calambre cuando nadaba en el mar, midiendo la profundidad para suicidarse ahogado con los pies atados a una roca. Lo que llamó la atención a la policía fue que llevaba atado a la cintura un cabo para anclas. Las pesquisas iniciaron para descartar un homicidio. La policía descubrió en su apartamento los papeles y cerró el caso: muerte accidental por ahogamiento.

    No terminé de leer el libro. Salí más perturbado de lo que estaba. Sin pensar, al llegar a mi casa, tomé una hoja y un bolígrafo y empecé a escribir una especie de testamento. ¿Qué escribes?, me preguntó curiosa mi esposa. Le dije que nada en especial, que unas cosas de la oficina que tenía pendiente. Por la noche tuve pesadillas: soñé que el bebé de mi amante moría ahogado en el mar. Desperté sobresaltado. Algo me apretaba la cadera y sentía molestia: era un cabo para anclas.
     
    #1
    Última modificación: 23 de Abril de 2016
  2. que magnífico relato querido con misterio al final y encantadora narración
     
    #2
    A ivoralgor le gusta esto.
  3. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    17 de Junio de 2008
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    Un placer que pases y dejes tus huellas en mis letras.

    Saludos.
     
    #3

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