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Camisas Rayadas

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por marquelo, 30 de Enero de 2015. Respuestas: 2 | Visitas: 865

  1. marquelo

    marquelo Negrito villero

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    Camisas Rayadas



    -¡Está clarísimo doctor! Las irreconciliables maneras de pensar de las personas, hacen, de las diferencias, un derrotero existencial interminable, en el cual nosotros, tristes mortales, vivimos agigantando infinitamente el ejemplo más contundente; y que, lamentablemente, aprendemos desde niños: las guerras. También hay otras diferencias – y muchísimas- que de modo individual, insospechado y anecdótico generan en algunos hombres, un caos individual devastador.
    Yo fui víctima de ese caos.
    Siempre estuve enamorado de ella. A veces, cuando la primavera escudriña sutil por los ventanales como exacerbado enamorado y filtra sus colores en un golpe ensoñador de luz, yo logro ensimismarme con ojos de detalles: la retrato en el aire, interactúo con sus delicados movimientos y aromo el olor de sus cabellos. Pero luego de ese golpe de luz en estas blancas paredes esa dicha se agota rápidamente como mi memoria y su piel blanca, sus ojos de miel, parten, hacia un punto negro como fosa sin fondo. Cuando eso sucede grito desesperado: ¡Lucrecia! ¡Lucrecia!...
    No pocas personas se han adherido (por experiencia propia) a uno de los pocos preceptos que han regido mi vida durante los últimos setenta años: “Es más fácil decir, ¡al diablo con Dios!, que mirar a una jovencita a los ojos y decirle ¡Te amo!”. Aunque de Jesús no se sabe nada al respecto, yo sospecho que lo pensó alguna vez.
    Eso intentaba decirle a Lucrecia un sábado por la noche, en la fiesta de un amigo del cual no recuerdo ni su nombre, ni el lugar donde quedaba la residencia. Lo único que sé, es que fue en la época en que vivía en La Felicidad, y que apenas era un chiquillo.
    Es lo único que puedo asegurar.
    Hubo un prolongado silencio.
    - ¿De qué hablaba?- dijo el paciente desconcertado.
    - Amaba a una chica en La Felicidad- decía usted. Trate de recordar, haga un esfuerzo. Es muy importante- dijo el médico-
    - ¿La Felicidad?... ¡Ah…, ya recuerdo. La Felicidad!. Vivía con mi madre y mis cuatro hermanos, hace años allá. Le ofrecieron a mi padre una agregaduría en la embajada; pero tuvo que abandonar el puesto poco tiempo después; no por incompetente ni corrupto, sino, porque lo mataron una noche de regreso a casa. Las circunstancias de su muerte nunca me quedaron claras. Recuerdo que en el velorio, mi madre no lloró y se sentía como aliviada. Mi madre era muy dura con todos nosotros.-sentenció el hombre.
    - ¿Y Lucrecia?- preguntó el galeno, tratando de enrumbarlo nuevamente.
    - Estrella Del Río Buendía, se llamaba mi madre. ¿De qué Lucrecia me habla usted?- repreguntó malhumorado el paciente.
    El médico aunque experto en la materia frunció el ceño y cerró con cierta dureza su puño izquierdo. Lo siguió con la mirada y comenzó a contar hasta diez mentalmente; luego comenzó a preguntarle generalidades: el mar, la depredación que hace el hombre en la naturaleza y de política. De tal modo, que, poco a poco encajara en su recuerdo más desdichado.
    - ¿Qué opina del amor?- Terminó diciéndole.
    - ¡Yo tengo mucho amor!- dijo, añadiendo- ¿Le dije a usted que tuve en La Felicidad un amor de esos que duran para toda la vida? Nunca le pude expresar mis sentimientos. Por eso me eche a dar discursos luego y sumirme en miles y miles de papeles, fingiendo que le hablaba, que le convencía, que le daba esperanzas…, una familia tal vez. Sí; una familia que lamentablemente no tengo. Y todo, aunque le parezca inverosímil, señor de blanco, se echó a perder por una camisa. ¡Que pequeñez tan banal! ¡Una camisa!. Los dramas humanos, señor mío, no necesariamente nacen de situaciones existenciales, que, paulatinamente crecen con nuestras miserias. Algunos casos son excluyentes a esta regla. Objetos inanimados por ejemplo que toman vida y se desarrollan como monstruos dentro de uno, ahogándonos para siempre. Se lo digo con toda sinceridad: ¡Toda mi vida amorosa la echó a perder una camisa! Tenía dos graves preocupaciones: el conquistar a Lucrecia, y la otra, mi próximo retorno a mi patria para ver a mi abuelo que sufría una extraña y penosa enfermedad que lo aquejaba, y que hoy creo que también soy víctima. Aunque en este sentido no pierdo la esperanza de morir por otras causas – un suicidio, tal vez- y no darle gusto a las probabilidades médicas, acepto los cuidados. Y pensar que uno debe ser cómplice de su propio destino; pero ante la muerte (un mazo de naipes echados al azar) , a veces, uno debe escoger la que más le convenga. ¿No lo cree usted?..., ¿y que anota en esa tablilla metálica?
    - Siga por favor- le habló sumisamente el médico.
    - De que hablábamos…-dijo el paciente.
    - De una rara enfermedad- decía usted- y de Lucrecia que vivía en La Felicidad.
    - ¡Lucrecia era fea!- exclamó- desafiante e impaciente. Me enamoré de ella sin embargo. A mí eso no me importaba…Me enamoré de su cadencia, de su elegancia, de sus ojos de miel. También de sus sentimientos: era buena la niña. No hable con ella más de cuatro veces- creo- y eso fue todo para enamorarme de ella, de su feminidad. El cómo conquistar a una chica que viste como Reina y que, además, es la damita más dulce de todo un país- Y preguntábase muchas cosas que a su vez respondía. Vea usted, pasar por días sin luz y sin respuestas es una cosa de locos. Y una pregunta baladí genera en el hombre una gigantesca contradicción insalvable. Aquella minúscula pregunta, ¿cómo conquistarla?, me venía de horror: macilento y alelado el martes; apocado el miércoles; maníaco depresivo el jueves; pero en las crepusculares horas del viernes, delirante, obnubilado por un ubérrima lluvia de palabras muertas, pudo mi mente desenmarañar con excitado orgullo un, ¡algo!, y retenerlo, cristalinamente, haciendo del asunto capital del problema, una idea genial.
    Llegué temprano a esa casa blanca de grandes ventanales que parecía hacerla más grande de lo que era: un jardincito coqueto, salpicado con flores lilas y verdes, que eran exaltados como en un fino bouquet. Me sentí cómodo. Toda aquella armonía contrastaba perfectamente con el único complemento que me haría ver como un príncipe frente a Lucrecia: Mi fina camisa rallada de tres botones, (el último regalo tierno de mí adorado padre). Conducíanme los femeninos efluvios por toda aquella sala de piso de parquet; fina y espaciosa soportaba brillante las decenas de zapatos diferenciados unos de otros como carta de presentación, y al mismo tiempo, pensaba yo en los míos: “Que bien encajan mis zapatos de charol con este piso”. Recuerdo a los muchachos lustrosos en brillantina; algunos escondidos fumando como locos; otros más licenciosos deambulaban con paso cansado, escudriñando a las damitas, clasificándolas. Las muchachas con sus faldas eran bonitas y elegantes. Creo que las que estaban entre la puerta principal y la primera entrada a la sala llevaban faldas mosaico, recta y sin pretina en crepé stretch; y las que estaban más al fondo casi terminando la sala y orillando el jardín, llevaban faldas elásticas de popelina. De entre ese mar congestionado y movido, en un rincón, ataviada con un vestido de gamuza española, y una cinta rosa que le encajaba perfecta en su cabello corto, Lucrecia, ¡silente como tesoro a ser rescatado!- y terminó hablando al techo y lenta inhalación.
    Entra una enfermera con un platito: un vaso con agua y dos pastillas.
    - ¡¿No vi a ninguna chica con falda blanca?!- dijo el paciente.
    - ¡Señorita, por favor! Toque antes de entrar- refunfuño el médico.
    - Es hora de sus pastillas- sentenció la enfermera apenada, y se fue.
    Hubo un prolongado silencio. El hombre seguía confundido.
    - Qué bonita estaba Lucrecia en la fiesta, ¿verdad?
    - ¿Qué fiesta?
    - Tome estas dos pastillas, por favor.
    - ¿Y para qué son?
    - Bueno…, para recordar nuestras fiestas, a las muchachas con falda, vestidas de gamuza española, entre otras cosas…
    -¡Ah! Sí; estuve en la fiesta, y que bonita se le veía a Lucrecia con su vestido de gamuza española o, ¿era su vestido de paño de rayón?- quedó cavilando, pero continuó con cierta naturalidad-.
    Ambos nos agrupamos indiferentes. La noche corría, y mi afiebrado sentimiento acorralado por algunos cuantos muchachos, tendría, indefectiblemente que trascender al grupo, la sala, el piso de parquet y dirigirme sin tapujos hacia ella, y declararle mi amor. Sentiría que la estrategia funcionaría, que ella me observaría y que, finalmente, con una sonrisa sentenciaría a mi favor ante su pequeña corte diciendo: “Linda camisa”. ¿Lo haría? ¿ A eso había ido, no? Comencé a caminar en línea recta, sin cadencia, dejando a los muchachos, pensando en lo único honesto y tierno que había sentido en toda mi vida; pero lamentablemente, el sentido de las diferencias termina cuando empieza el colapso individual.
    No sé de donde, de que parte oscura del universo – del baño seguramente- salió esa otra chica: gorda, terriblemente fea y que, grotescamente invadía mi línea recta, mi paso firme, mi excitada esperanza, y que, al mismo tiempo la hacía idéntica a mi. Mi descomposición fue absoluta.
    - ¿Qué pasó?- dijo excitado el médico.
    La chica en cuestión (llamémosla estúpida), llevaba la misma camisa a rayas de tres botones, con que yo, pobre infeliz, pretendía consagrar una ilusión que yacía a pocos metros, (ella vestía camisa a rayas, pantalón de corduroy, y unas botas de vaquero) ¿Acaso era hombre para vestir así…? ¡Qué terrible! ¡Qué terrible conjunción de amor y odio, de agonía y cristalina inocencia!. No tardaron en aparecer las primeras manifestaciones de ironía y burla. Alguien, (una voz piadosa de algún lugar de ese universo), al verme perdido, vilipendiado, ciertamente elegido por una circunstancia que se homogenizaba, llegó a decir. “Es unisex, es la moda”. ¡Maldita sea!, lo que para algunos resultaba una anécdota inofensiva y trivial, para mí, constituía una humillación oscura y profunda. Rompí mi imaginaria recta, huí zigzagueante entre empujones y patadas; tomé la calle, respiré profundo y lloré.
    - Y, ¿estúpida?- preguntó el médico con macabro entusiasmo.
    - ¿Estúpida? ¿Qué…? ¡Es usted un imbécil!-sentenció el hombre.
    El médico se inclino hacia él y lo escudriño por largo rato. Luego dijo:
    - ¿Qué pasó con las camisas rayadas en La Felicidad?- preguntó seguro.
    - ¡Ah!, una estúpida lo echó a perder todo- sentenció cansado.
    - Creo que es todo por hoy, volveré mañana, descanse- dijo.
    El médico lo cobijó, acunándolo como a un niño, terminó de reseñar sus apuntes y salió.
    Al otro día, entro en la habitación y con penosa perplejidad esparció la mirada en torno del paciente que se plantaba desnudo, con ojos muertos, como si se tratase de una gran estatua, en el centro mismo de la habitación. Luego salió y habló con el edecán de turno:
    - Lo siento, el señor Presidente ya se ha ido.
     
    #1
    A MARIANNE, Mar_ y dragon_ecu les gusta esto.
  2. dragon_ecu

    dragon_ecu Esporádico permanente

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    Enredado, confuso, apasionante, exasperante... humano y loco.
    Me gustó mucho leerlo.
     
    #2
  3. MARIANNE

    MARIANNE MARIAN GONZALES - CORAZÓN DE LOBA

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    interesante cierre, aunque expectante, saludos
     
    #3

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