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Canto de Huenchuleo por el nuevo cacicazgo de Epumer

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 20 de Febrero de 2019. Respuestas: 1 | Visitas: 536

  1. Cris Cam

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    Canto de Huenchuleo por el nuevo cacicazgo de Epumer


    Y estamos aquí en esta mañana de invierno cuando del cuerpo de nuestro magnánimo Panquitruz, jefe de estas tribus ranquelinas, aún suben los vapores que perfuman las manos de Ngüenechén, que de él nacieron sus huesos y a él vuelven sus crines, para dejar ya los debidos llantos y comenzar los cantos, que fueron los mismos dientes de comadrona que cortaron el cordón que los unía a su madre.


    Levántate sol resplandeciente, sol incandescente, eterno padre amigo, para calentar la tierra, enervar la simiente de los campos, el vuelo de las aves, la sangre de las yeguas que dan transporte y sustento, que de tu calor nazcan nuevos brotes, águilas y potrillos, niños que porten la lanza, niñas que dobleguen al viento, instrumento de los dioses que creas especies y multiplicas estirpes

    Ilumina con faz bienhechora los pastos del campo, las aguas de los mares, las nieves de las montañas y para beneplácito de nuestros ojos, llenas de luz, flores y perfume las negras trenzas de las niñas que acaban de ofrecer sus orejas.

    Eleva de orgullo nuestras entrañas que de tan felices e inquietas dejan correr las lágrimas que no son de tristeza sino de verlas a un paso del himeneo, que como el diente agudo que se hinca en la dura carne de yegua portarán el estandarte de esta estirpe, donde trotarán como pumas rebeldes cada fruto de su vientre sobre esta grama feraz.


    Y a vos, Epumer, cacique feroz que cuando la defensa lo requiere portás firme la lanza que roe los pechos del enemigo, palmeas la espalda de nuestros niños, besás la frente de las niñas que logran abatir tu arrogancia con la majestuosidad de la fuerza de los unos y la belleza de las otras. Que tu reino tenga más días de sol que de furor.

    Elevá tu cerviz ante el frio viento que hoy nos regalan los dioses para que tus crines en amparo de este ya lacerado pueblo flameen durante del recio galope que conduce a la no buscada batalla, dejando a un lado, mujer, dicha y placer, que es dicha la sangre perdida cuando permite que los felices vientres compitan en contorno con la luna

    Incliná tu cabeza, dejá correr esas lágrimas que en tus duros pómulos son el fruto de tu furia ente el fusil de la partida y tu magnanimidad ente el enemigo a quien siempre le tendés la mano en el momento de la victoria, que tu brazo conoce de furia, pero nunca del veneno de la venganza. Que esta lengua que hoy canta luchará para la dicha del triunfo como soportará en la amargura de la derrota.

    Sí, que haya temor en tu alma, que el puño haga temblar la caña, que haga ondear tu roja insignia, ya que sólo quien teme cuida bien su vida, sus ojos, su espalda, para que tu pecho crecido de valor y justicia, derrote al negro de tu propia sombra que se agiganta cuando el sol se va comiendo horizontes hacia los Andes, porque si el hombre se puede quebrar como espiga de trigo por el dolor de la ignominia que no sea tu crueldad más que la justicia reclama que si se desborda como la sal entre los dedos esa viene de Gualicho y sólo será veneno. Pues entonces que sea el tiempo de tu potestad cacicazgo de paz, crecimiento y soberanía.

    Es este, tu espíritu, indómito como yegua que vence horizontes mientras su vaporosa figura difumina los colores de la mañana, duro como las rocas de los Andes que testigos de los tiempos hablan de la heredad ranquel que por derecho natural le pertenece, pero es tu mano suave como piel de conejo donde duermen los nuevos vástagos de la larga estirpe, hábil como la araña que teje su tela en la certeza de lograr su alimento. Y aquí lo vemos altivo como el vuelo del cóndor, que con corona el cielo toca y las barbas de Ngüenechen peina de viento y pluma. Que ya con las tempestades del cielo y el fuego del fusil asesino se ha batido, para traer la esperanza de nuevas mañanas como las que hoy son.

    Cuidá tu sabia lengua de la serpiente que empapada del alcohol que en justa medida el carácter alegra, pero en exceso envenena, trae amargas palabras que como flechas los corazones hiere. Porque sólo el fragor de la justa batalla contra el artero invasor que teniendo pastos frescos quiere la sangre de nuestras caballadas, el agua de nuestros zapallos, el zumo de nuestras manzanas, el cabello de nuestros hijos y el vientre de nuestras mujeres. Sólo allí, sea que tu garganta grite la trompeta de la batalla, para librarnos del infame que con el relámpago velos de su maldita pólvora, desde la cobarde distancia que no reconoce el sudor de la lucha cuerpo a cuerpo, abate al nutrido en la lucha feroz y al imberbe que aún no ha conocido mujer. Que ni el valiente tigre puede conservar su piel, ni se le rinde oración por ceder su carne y abrigo.

    Mejor que tus dientes la muerdan cuando de tu bravo ardor que te arroja a los vientos de esta heredad, al suave abrazo de tu única mujer, a la pétrea enseñanza de las artes de la pelea, surjan articulados sonidos de hiriente cariz para con tu compañero de monta, la bella mujer que limpia tu toldo, el manso refugiado que te lee e incluso tu montaraz yegua que lleva a la visita del enfermo, al jolgorio de la fiesta, o a la ardiente batalla. Que todo sonido que hiere los oídos del hermano de Gualicho es y hacia él vuelve, pero con un pedazo ensangrentado de la piel de tu compañero, mujer, refugiado y yegua. Que el látigo lacera, pero el dolor se cura, pero el oído que conserva la memoria trae rencor, resentimiento y odio. Que no sea este el que te acompañe en la gramilla, te lea en los fogones y duerma a tu lado. Que las dulces palabras se derraman como leche de mujer, licor de caña, canto de niña, que acarician los ojos y descansan el cuerpo, pero las duras como arcilla cocida antes de romperse puede hervir al corazón como a víscera de alimaña la traicionera quemazón.

    No sea que nuestro amado cacique de hombre con brazos de acero, tendones de alerce, piel de duro zorro, boca de exquisito paladar y vientre devorador de dulces manjares, sea corroído por el vil gusano de la miseria que trae la mala lengua, el infame pensamiento. Pero peor, mi hermano mayor, que el gusano come a la muerte y no pocas veces salva al moribundo, y el mal verbo sólo le agrega, hediondez, putrefacción y muerte. No sean nuestras acciones como la picadura del insignificante mosquito que trae fiebre, la carne mal cocida que trae triquinosis, el agua insana que transporta la cruel viruela. No seamos esclavos de la envidia, la vanidad y la mentira. Más bien como la chispa que conduce al rayo, puro sonido, luz y potencia, que nuestras buenas acciones sean un incendio de los secos pajonales que traen la virtud de la ceniza que nutre los campos, florece a los girasoles y multiplica los conejos.

    Nacidos, hemos, en una era de llanto, hambre, miseria y exterminio. Pero, con todo, seamos como la flor de la alta montaña que nacida entre el viento y la nieve, regala sus colores al cóndor que sabio no la desgaja. Seamos pues la rebeldía de la hora aciaga que da su mano firme al huinca que no porta sable que nos traer la ciencia de la tierra, el nombre de las constelaciones, las razones de la fiebre, los cantos de los antiguos, la sabiduría de los libros. Pero lanza al que fusil al hombro tiene nuestras crines en la ávida mira. No callar de ningún modo, no callar en el canto de las niñas, en el cuento del fogón. No cerrar nuestros labios, ni el fragor de nuestras gargantas cuando el agravio gratuito, innoble y mortal, sólo quiere cegar nuestras vidas para quedarse con nuestra pampa, alimento de nuestros huesos.

    A vos, mi bue cacique, te convoco que Pampa, nieve, montaña y piedra sos, que sea tu puño terrible con la alimaña que roba el harina, y suaves las palmadas que al ritmo de tus palabras doman los potrillos, yeguas y baguales. Que sea tu ley dura con el asesino en la hora de su búsqueda, pero blanda con el ladrón que busca tu perdón, que la sangre es de cada uno pero la tierra de todos. Que la firmeza de tu brazo dé alimento al hambriento, agua al sedientos, paz al guerrero, aliento al afligido, para bien del necesitado, alegría de su familia, prosperidad de la tribu y esperanza de tu pueblo. Que no sea tu mano, avara como la del huinca que niega lo que le sobra y roba lo que ya tiene, trayendo extenuación a su tropa, hambre al hambriento, sed al sediento y más guerra al guerrero que harto de sangre maldice la tierra que lo sostiene, como la oveja que sangrando en la garra del puma maldice el sabor de la nutricia gramilla que Ngüenechen le entrega.

    Así que, Epumer, cacique inefable, magnánimo y fuerte que puede tu mano, pétrea y acérrima, llevar muerte al inicuo invasor como caricias suaves y ardientes en el lecho marital, sepa tu mente blanca y despierta diferenciar al mal del bien como la noche del día, que yo un simple y miserable indio también sé, sino también al tonto que comete torpezas por falta de razón del ladino que las hace con la inteligencia que el universo le dio; para poder calibrar la pena que no abata al débil ni permita tregua al marrullero. Que no nace el hombre perverso, sino que adversidad lo hace, como el indio que de disfrutar los bienes de la madre tierra en paz y bonhomía tuvo que acerar su puño y endurecer su espíritu para preservar la inocencia de sus weñis y el canto de sus hualas.

    Yo, dueño del atributo de la lengua que la tribu me otorga, te auguro vastedades de bienes, que tus súbditos prueben multitud de manjares que fortalecen el cuerpo y confortan el alma, ropas que lo abriguen y protejan, máquinas que alivien el trabajo de las manos, libros que aclaren la mente, música que reconforte los oídos. Que tengas aquí, los bienes de la industria de tus propias manos, las enseñanzas de claros maestros, el canto de los coros de aquí y de más allá, y el teatro que sabrás apreciar como este simple tejedor da palabras lo ha hecho, en las ciudades del huinca, en los pueblos del quechua y en la soledad de una pradera, para que estos cuatro horizontes se llenen colore, abrigo y sustento, poniendo fin a la tristeza, las lágrimas y el tormento que trae el soberbio fusil del voraz huinca.

    Que no sean tus delirios producto del pérfido alcohol, que te trae vómito, jaqueca y vergüenza que no debe un conductor de pueblo dormir sobre el agua infecta que lo tira donde lo sorprenda el desmayo, sino por la blanca felicidad que trae el sentir a tu pueblo, ahíto, abrigado y contento que con la rapidez de la llama voraz de la quemazón lleguen los merecidos bienes que trae la paz, el trabajo y la alegría que llena los pechos de orgullo, el estómago de alimento y la espalda de cobijo.


    Porque, ¿cuántos llantos, cuántas lágrimas, quebrantos y tristezas ha traído la iniquidad de más allá de las grandes aguas? ¿Es que no somos todos, hijos de la tierra, el mar y los vientos? ¿qué acaso no alimenta a sus cachorros el puma, la gaviota y la vicuña, como el vapor a las nubes, el magma al volcán, los ríos a los mares? ¿No han visto los ancestros de nuestros ancestros ver brillar a la luna, a las estrellas del cielo, aquí la cruz del sur, allá la sosa mayor que brillan sobre los Alpes, la Mancha y la tundra? ¿Qué los hace soberanos de la noche, dueños de la muerte, brazo de la amargura? ¿Acaso sus dioses de rubios cabellos y cinturones de oro, son mejores que los alados halcones, las altivas águilas, los alegres cóndores que patrullan estas montañas?

    Yo digo que no, que el pampa, quechua o guaraní, de altanera figura y soberbia sonrisa, que cree, como un niño, en el agua, en el habla de los cocodrilos y la sabiduría de las tortugas, tiene por derecho a poseer al borbollón de la tierra. Alimentar a su estómago con su quinua, calentar sus pies con el férreo quebracho, pescar el rojo Bermejo, que traen felicidad, sosiego y contento.

    Más bien, vos, Epumer, amante del orden, la limpia trenza de tu india, el humor de las fogatas, que traes en tus puños las semillas del girasol, vaticinio de una prospera paz futura, que la paz trae alimento y el alimento aumenta los sueños. Que dará pasó a tu inclemencia en el fragor de la batalla, lanza en mano, a la flecha que se clava certera en el verbo del diccionario, la suma del ábaco, la clave de sol. Que debieran resonar más fuerte que el fusil, el alarido de ataque y al graznido de los buitres.

    Yo, Huenchuleo, dueño de la verborrea que por mandato de los ancianos expongo estas palabras a la que trenza canas, alza su yapaí, vigila el horizonte y se pega a la teta, y digo que es el fin de los tormentos, que no caigan sobre el fuego vil los papeles firmados, los intercambios de ponchos, el palmeo de ancas de bueyes, yeguas y toros. Para que el ranquel pueda dejar la lanza y empuñar el arado. Dejar de tragar el acero de los sables forjados en Inglaterra para que fundidos sólo hieran a la tierra, para enojo de la hormiga y protesta del gusano de tierra que la hacen, lo dice el ojo del desdentado anciano y el huinca de los libros, más negra, más profunda, más feraz. Que donde cayó sangre de guerrero, se desgarro la ropa de la núbil y aplasto el cráneo de un niño, crezcan el vigilante girasol, la nutricia papa, el sabroso maíz, la tierna lechuga y el delicioso tomate, que acompañan a la carne de yegua que hace horas ya yace sobre las brasas luego de haber entregado su aliento vital que bañó, cérvix, lomo y tobillos de nuestro cacique de la sangre que nos comunica con los montes, las fieras y el mismo pasto. Que ya está muerta la letra de la traición y los rojos pañuelos de estas lanzas volverán a vestir los cuellos de estos indios que entregarán al sol y no a la muerte que trae el Winchester, el sudor de su espalda, la sangre de sus venas, el ímpetu de su simiente.

    Y clavo mi cayado que no tiene la fuerza creadora de Ngüenechen ni la magia del engaño de Gualicho, sólo el desgaste que me ha acompañado en tantos caminos, que vio que no todo es engaño de los ojos, cuando se ve crecer la vid a los pies del Tupungato, surgir la trucha de los lagos a los pies del Tronador, la tierna alpaca, cazada con el cuero de las vacas, pero carneada sin las debidas oraciones a la madre tierra que sólo traen tristeza para que los vientos que castigan con dureza sin usar látigo, horaden la tierra con su furia y la dulce hierba se haga paramo, la uva hiel, el limón hongo verde. Que sé, como lo sabían los viejos incas, los ancestrales egipcios los sabios griegos y el audaz Aníbal que quien niega los auspicios de las constelaciones se le negará el beneficio del agua, la rotura del terrón, la belleza del rojo eclipse de luna. Que no hay bicho que no muera como que no hay estrella que no se apague.

    Pero vos, amado cacique, velarás por el tierno conejo, la pequeña perdiz, que sus ínfimos cuerpos traen la historia de los hielos, la furia de los volcanes, cuando comen la hierba que fue nutrida por el agua de las montañas y cubiertas por las cenizas de las erupciones, de modo que no honrar su muerte que nutres nuestra sangre es negar la blancura de las altas nieves, la potencia del rayo y el la plenitud de las mareas, por eso el mar mata al médico de la goleta que trae la cura de la peste, y le terremoto aplasta la fábrica del obrero, cuando al zorro se lo mata sin aprovechar su piel, sólo para probar la vanidad que da el pulsar del fácil gatillo, a no ser que el ojo amoroso de los dioses lo entreguen a la piedad en el vientre de los caranchos.

    Que este cayado y estos huesos que han caminado por los serpenteantes senderos de los montes colorados, cruzando esplendidas ciudades, alegres villorrios y miserables aldeas, para que estos ojos que han leído a Cervantes, Shakespeare, Homero y al joven patrón huinca, que se llenaron de locos y molinos, bellas palabras en balcones, las rosadas muñecas de Afrodita heridas por la furia de Aquiles y al sabio gaucho devenido por quien sabe que veneno en nuestro adversario, sólo para darse cuenta que la viruela mata como el puma al encumbrado Moctezuma, al desclasado sargento o nuestro amado Mariano para que llore el azteca, hiera con el rayo a Fierro y llene de cenizas a nuestro cacique. Que aquel perseguido por la partida, abatido por la injusticia y acorralado por el alambrado, con sabios pensamientos dijo que la palabra y el saber, la historia y el dolor, el amanecer y la alegría no son mal para ninguno. Que si el huinca también es acosado por el hambre y de cruel muerte muere, sin el auxilio de la blanca partida como aquel sable guaraní baleado cobardemente en un pantano.

    Pero que hasta aquí luego de tantas leguas alejados de la tierra que nos alumbró, no lleguen. Para que nuestras niñas canten, nuestros niños bailen y nosotros fecundemos a nuestras mujeres, para que como la semilla que vuela al viento esta estirpe se afirme y como el ave Fénix vuelva a renacer para dicha del ranquel y bien de todos.

    Para volver a los tiempos livianos en que la ninfa su trenza de azares, jazmín y limón llenaba, la ronda de muchachos niños era sorprendida ofreciendo a la naturaleza lo que ella les pide. Que unas de perfume y yute se visten para que los otros las rodeen, y seduzcan para bien de la madre tierra. Que la sonrisa es interrumpida por el beso, la carcajada es honrada por el aroma a grama, mezcla de savia, humus y semen que con que la huala vuelve que repercute en titilar de las estrellas que estas muchachas cuando deshojan margaritas siempre terminan en te amo y como Julieta del balcón recitan cantos a la vida. Que los dioses aman la torpeza que viene de la inocencia y odian la presteza que viene del odio y la maldad que en lugar de niños alzados al cielo trae tumbas esparcidas por toda la Pampa.

    Y estos corazones, negras hormigas del vital humus, que ayer apenas de pie y sus tiernos dientes filosos, ayer trotaban sobre al pálido pasto tratando de alcanzar al veloz avestruz, la liebre o el astuto zorro; hoy, vincha al frente y lanza en mano están obligados a empuñar el atroz hierro y tensar el arco que guía la mordaz saeta, no para el vital sustento que a menor tierra donde pastar más exiguo se torna, sino para atravesar al ávido enemigo aguda, endureciendo el pómulo de viento, polvo, sudor y lágrimas, que hasta el más duro músculo y el más bravo guerrero se cansa de matar.

    Que, si lejos parece la aurora, volverán las tardes de consejos para el weñi, de trenzas para la huala, cuando ofrecida a los dioses una núbil yegua entregue su sangre que mojará sus manos para el trabajo, sus molleras para el pensamiento y sus ombligos para la necesaria descendencia. En un espacio de rojas nubes, ocre gramilla y fría brisa, que traerán tantas caras de luna como hormigas que marchan sin descanso, para alegría, placer y alimento de este noble pueblo.

    He, bravo, Epumer ¿Qué imagen te devuelve el fresco jagüel, la lánguida sombra, el transitado camino? ¿El de aquel travieso weñi que tiraba de las trenzas a hualas y cautiva, que lograba la primicia de tu fiel compañera, que domaba al chúcaro potro?, ¿o más bien las tranquilas aguas que ahora se tiñen de rojo para lavar tus duras manos que interrumpen la pacífica tanquedad, impidiendo ver tus exorbitados ojos, hartos de violencia y batalla y saber que ya no harán sombra cubiertos por tierra y hojarasca aquellos que cazaban, corrían y reían a tu lado en los felices tiempos de la niñez?

    Cierto es que acogidos en el cálido seno de la madre tierra, replican el titilar de las estrellas, pero, hermano, ¿cuántas bromas que ya no harán, hualas que no poseerán, borracheras que no cursarán, antes del tiempo en que la desdentada quijada y la arrugada frente llamen al calmo sosiego, y que la batalla sea ganada por la agusanada muerte tierra antes que la virilidad sea aplacada por las incontables caras de la luna?

    Qué alegría, honor, canto, gloria, virtud, broma, saber y aventura sean las palabras que bajo este cielo azul, esta verde pampa, copiosos ríos y magnánimos mares nos sean propicios para que las figuras de nuestros nietos acaricien nuestros ojos, el canto de nuestras niñas arrullen nuestros oídos y sus tiernos dedos se enreden en nuestro añosas cabelleras.

    Que sean nuestros orgullosos y henchidos pechos los que hagan temblar los bosques del genuino llanto que sólo trae la felicidad, que hace saltar las lágrimas de tanta alegría, que arruga nuestra frente de tanta risa, que hasta a la luna quite de su quicio y el sol padre de todos los beneficios nos salude con una sonrisa.

    Pues, digo, Epumer, digno cacique, que tu orgullo no es vanidad, cuando infundes miedo al agresor, sonrisas a las hualitas y placer a tu compañera, que tu mano ponga fin al temprano gusano, al aciago dolor, para entregar a esta tierra soberana la paz que da la abundancia para que estas manos se encallezcan no ya de la lanza que deberá enmohecerse en algún rincón, sino del arado, el telar y la rienda que traen alimento, abrigo y sustento.

    Venga entonces tu alma indómita, tus nobles sentimientos, para que aplacado el merecido llanto por tu hermano, no sea ya la adversidad sino la cordura, la paz y la ventura quienes nos llenen de hijos como peces tiene el mar y que la muerte nos llegue cuando nuestros ojos sean cerrados por los párpados añosos y el futuro de inexorable justicia.
     
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  2. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

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    Marianne este es el segundo. Gracias.
     
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