1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

    !!!Te va a encantar, no te la pierdas!!!

    Cerrar notificación

Carta al señor don Pedro Antonio de Alarcón acerca de la poesía

Tema en 'Poetas famosos, recomendaciones de poemarios' comenzado por Gustav Molinæri, 13 de Julio de 2017. Respuestas: 0 | Visitas: 829

  1. Gustav Molinæri

    Gustav Molinæri Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    26 de Junio de 2017
    Mensajes:
    49
    Me gusta recibidos:
    41
    Género:
    Hombre
    Vicente Wenceslao Querol (1836–1889)

    Amigo, cedo al fin. Los que dispersos
    entregué al aire vano
    en mi edad juvenil fútiles versos,
    hoy con piadosa mano
    recojo y cierro en el modesto libro
    que al triste olvido de la edad entrego
    o al duro fallo de los tiempos libro.
    Lo engendré en la nocturna
    fiebre de mis pasiones primerizas,
    y hoy guardo en él, como en sagrada urna,
    del corazón las cálidas cenizas.

    En él están mis infantiles sueños,
    el laurel disputado en arduas lizas,
    de la osada ambición locos empeños,
    de fe jurada, la esperanza muerta,
    la aspiración incierta,
    los horizontes del amor risueños:
    cuanto amé y esperé.
    Huecas y frías
    en el oído extraño,
    ajeno a mi placer, sordo a mi daño,
    sonarán siempre las canciones mías;
    pero, al volver sus páginas, yo encuentro
    mi gozo entre ellas o mi antigua angustia,
    cual suele hallarse dentro
    de un olvidado libro una flor mustia.

    Yo, cobarde, no oculto
    mi fe en ti, desdeñada Poesía,
    ni el ciego amor y el fervoroso culto
    con que en tus aras me postré algún día:
    no reniego de ti cuando la mofa,
    cuando el villano insulto
    responden solo a tu vibrante estrofa:
    no aparto de mi labio
    de tu cáliz de hiel las negras heces,
    ni te abandono al miserable agravio,
    o a las burlas soeces
    del vulgo, indigno de tu noble estro;
    y, cuando ante el siniestro
    tribunal vas de tus inicuos jueces
    yo, discípulo tuyo, por tres veces
    no negaré al Maestro.

    ¡Santa palabra de Jehová! Con ella
    Moisés cantó el enojo
    con que borró de Faraón la huella
    en sus líquidos antros el Mar rojo:
    con ella sobre Nínive, sujeta
    al yugo del pecado, y sobre Tiro,
    y en la ancha plaza de Sidón inquieta,
    quejumbroso suspiro
    o eterna maldición lanzó el Profeta;
    con ella junto al cauce
    del extranjero río, su salterio
    colgando al tronco del umbroso sauce,
    lloró Judá su amargo cautiverio;
    con ella dijo su doliente cuita
    Job a la inmunda fiera del desierto;
    y, con ella, la hermosa Sulamita
    cantó al amor en su cercado huerto.

    ¡Numen severo de la historia! ¡Vive
    todo lo que el poeta
    con sabio ritmo sonoroso escribe,
    muere lo que desdeña! Allá, en la vaga
    muda extensión del páramo infinito,
    la soberbia pirámide naufraga,
    la esfinge de granito
    se hunde en la arena movediza; el verde
    musgo los templos de Ática sepulta;
    la corva reja del arado muerde
    las feraces colinas
    donde su oprobio Babilonia oculta;
    el rebaño del árabe se pierde
    entre las vastas ruinas
    que cubren tus llanuras ¡oh Cartago!,
    mientras que en las vecinas
    costas de Italia, con el propio estrago,
    tu egregia vencedora,
    la reina de las águilas latinas,
    sola entre tumbas profanadas llora.

    Envuelta en el sudario
    de un vergonzoso olvido
    fuera la Tierra el miserable osario
    de las humanas razas, si el gemido
    o el cántico de gloria
    de los antiguos vates,
    eco veraz de la solemne historia,
    no nos trajera en clamoroso ruido
    sus fragorosas ruinas y combates,
    ayes de muerte y gritos de victoria.
    De un siglo al otro siglo, el viento lleva
    en las vibrantes cuerdas de la lira,
    la predicción de la esperanza nueva
    o el triste llanto de la edad que expira,
    y, como en la callada
    soledad de las noches de astro en astro
    vuela el pálido rastro
    de la luz increada,
    así el vate, en la oscura
    noche del tiempo que el pasado esconde,
    habla a los bardos de la edad futura
    y Ossïán los cantos de Ilión murmura
    y Dante al salmo de David responde.

    ¡Hija de la Belleza! A la alborada
    de blanca luz ceñida,
    a la aurora de púrpura bañada,
    y en la tarde apagada
    de húmeda niebla y de vapor vestida,
    son sus joyas las perlas del rocío,
    las flores son sus galas,
    su claro espejo el trasparente río,
    los céfiros sus alas.
    Las rojas nubes sus movibles tiendas,
    su blanda cuna las inciertas olas,
    y el ancho espacio las etéreas sendas
    por donde marcha a solas.
    Gime en la selva que estremece el viento,
    triste en la fuente solitaria llora,
    canta del ave en el alegre acento,
    ríe en la luz de la naciente aurora;
    y, cuando cruza con callado vuelo
    la tierra, el mar o el cielo,
    todo un ritmo sonoro
    vibra al compás del cadencioso metro,
    y en luminoso coro
    van las estrellas de oro
    rodando en torno a su extendido cetro.

    ¡Hija del sentimiento! En la indecisa
    vaguedad del espíritu, en la calma
    de la conciencia justa:
    del débil niño en la infantil sonrisa;
    en los deliquios lánguidos del alma;
    del corazón en la soberbia augusta:
    en la ira noble, en el amor materno,
    en la ansia no cumplida,
    en los hastíos de la humana vida
    y en el místico amor de un bien eterno;
    en el lóbrego abismo,
    cárcel que la pasión fiera quebranta,
    en el grito febril del heroísmo,
    y en la oculta virtud, callada y santa,
    como en el crimen mismo,
    ella, la Poesía,
    surge y cruza sombría,
    y el puñal blande o la oración murmura:
    ciñe a la virgen los nupciales velos:
    solloza en la olvidada sepultura,
    y, en los humanos duelos,
    con la tendida diestra
    a toda angustia inconsolable muestra
    la eterna luz de los abiertos cielos.

    Tal, en la edad confusa
    en que a la vida el corazón despierta,
    yo, la soñada Musa
    vi en el umbral de la cerrada puerta,
    que mi ambición ilusa
    juzgó a la gloria y la esperanza abierta.
    No entré... pero en mi oído
    sonó el grande ruido
    de los santos acordes celestiales;
    y aun hoy, en este olvido
    y en esta amiga sombra,
    donde es la paz un díctamo a mis males,
    entre el silencio escucho, y aun me asombra,
    el rumor de los himnos inmortales.

    Tú, que has unido a ellos
    ¡oh dulce amigo! tu canción sonora
    y alumbraste con vívidos destellos
    esta noche del alma abrumadora:
    brïoso corazón que en las bastardas
    horas sin fe que nos legó el destino,
    inmaculado aun guardas
    de una alta estirpe el resplandor divino,
    abre el libro y no temas,
    al revolver las hojas
    de mis pobres poemas,
    que ose en ellos cantar glorias supremas
    ni supremas congojas.
    El débil numen que mi verso inspira
    nunca osó ambicionar más noble palma
    que traducir fielmente con la lira
    la efusión de mi alma.
     
    #1

Comparte esta página