Casa fungi

Casa fungi.

Las tejas cubiertas de un moho fluorescente lucían venenosas en medio de una ciudad de hongos, que con sus colores advertían a los exploradores curiosos sobre los grados de su toxicidad.

Alrededor de la casa no solo habitaban estos solitarios seres de cabezas grandes; un primitivo artista, dotado de un talento inconmensurable y de una paleta de colores supra humanos, había llenado el campo de árboles resinosos con olores agradables, de pequeñas vallas que desteñían sobre las aguas sus colores, y de un lago en donde amanecían los días llevaderos entre las montañas.

Aquel artista, no solo había puesto la vida en sus lugares de un modo aleatorio. Un árbol de copas frondosas, expelía suspiros de los estomas de sus hojas. Estos se convertían en una mezcla, en un líquido pausadamente medido que me refrescaba las fauces, y que, en una especie de hechicería cambiaba de estado; se evaporaba, se condensaba en las nubes que contaban los recuerdos, rompía el cielo, refrescaba los valles y los cuerpos, y llenaba el pequeño lago, donde patos nadaban ejerciendo sobre mí un efecto relajante.

Entendí que no era un evento aleatorio definitivamente. El hecho de estar allí tenía un propósito más allá de palear el hambre de mis pequeñas crías. Tendría que tumbar con mis fuerzas, a golpes de almadana, aquella irrupción de cemento. Deseaba con mi alma, no tener que profanar aquel paraíso con otra construcción más suntuosa, ordenada por mi excéntrico jefe: un palacio en forma de hongo.