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Cooperativa familiar

Tema en 'Prosa: Obra maestra' comenzado por BOHEMIOJUBILADO_, 30 de Abril de 2010. Respuestas: 3 | Visitas: 4574

  1. BOHEMIOJUBILADO_

    BOHEMIOJUBILADO_ Poeta recién llegado

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    Cooperativa familiar

    Corría para mí aquel tiempo en que el sábado y el domingo tenían menos horas que los otros días de la semana, y mis metas más inmediatas y anheladas eran: las vacaciones de Semana Santa, mitad de año y diciembre. Tenía siete años y cursaba mi primer año escolar. A pesar de haber sido el décimo fruto del racimo familiar, mitad mujeres, mitad hombres, el último embarazo de la vieja y el último pincelazo firmado por los genes de mi padre, nunca disfruté de prebenda alguna, porque en mi casa se practicaba el cooperativismo hereditario, una especie de socialismo antioqueño, en donde todo se compartía y, para mi infortunio, todo lo del mayor era heredado por el menor.

    En mi casa todo se repartía por partes iguales, equitativas y justas, es decir: El papá, cada vez que su sueldo de maestro se lo permitía, le compraba a Ricardo, el primogénito, ropa nueva de pies a cabeza; y, en consecuencia, los otros cuatro hermanos varones también estrenábamos, de pies a cabeza. Oscar estrenaba la ropa que antes había pertenecido a Ricardo, Jorge la de Oscar, Luís la de Jorge y yo la de Luís. Se podrán imaginar la ropa que me tocaba estrenar, después de haber pasado por cuatro estrenos anteriores. Con las mujeres pasaba igual, Cruz, por el derecho que le confería ser la mayor de las féminas, era la primera en estrenar, después en orden descendente: María Eugenia, Amparo, Clara y por último la pobre Gladis, quien padecía el mismo infortunio mío. Aclaro: en mi casa (no recuerdo si en las demás sucedía lo mismo), la ropa y los zapatos tenían que acomodarse al cuerpo de quien los heredaba, condición que por fortuna no representaba mayor obstáculo, puesto que entre unos y otros nos llevamos, a lo sumo, un año de diferencia.

    En aquellos días no existían, o al menos yo no conocí, los afamados restaurantes de pollos asados que ahora se ven diseminados por toda la ciudad, pero, como sustituto de éstos, El papá, de vez en cuando, aparecía en la casa con una gallina criolla, atada de patas a una cabuya y colgando de su mano, cual cazador europeo. La cabeza del animal, de un color azulado, debido a la ley de la gravedad, bamboleaba, con su pico casi tocando el suelo; la cabeza de El papá igual bamboleaba, pero por los efectos del alcohol. La negra Juana salía, le recibía ese trofeo forrado en plumas y comenzaba un ritual, del cual se ocupaban únicamente ella y La mamá.

    Con la gallina en su poder, ambas se dirigían al patio trasero de la casa. En comunión de razas y de pieles, la negra de Juana y la blanca de La mamá, se unían para volver comestible el cuerpo del animal, que a pesar de tener alas nunca supo que sus antepasados pudieron volar.

    La mamá hacía las veces de fiscal y la negra Juana de verdugo, tal vez por ser la “sirvienta” o por lo oscuro de su piel. Empuñaba la cabeza de la gallina con su mano derecha, con su izquierda le abrazaba el cuello y acto seguido la recostaba contra su macizo y cenizo muslo. Entonces La mamá daba la orden, y Juana comenzaba a retorcer en direcciones opuestas cuello y cabeza del desafortunado animal, que no decía ni pío. Cuando se escuchaba un sonido seco que la mamá definía como: “el crujido de la barra de chocolate”, daba la orden de finalizar la ejecución. La gallina, agonizante, amarrada por las patas, era colgada a un pasamanos, que conducía al segundo piso, para que las ultimas gotas de sangre escurrieran hacia la cabeza y la carne no se tiñera de un color azulado no deseado por la vieja. Era traumático ver aquel animal, colgado de sus patas, convulsionando agonizante y girando en círculo, como un péndulo.

    Proveniente de la cocina aparecía una enorme olla con agua hirviente, en donde era introducida, en cuerpo y alma, la totalidad de la que en vida fue la mamá de los pollitos. Un olor a rincón viejo se apoderaba del ambiente y las plumas comenzaban a flotar por el contorno de la olla, como queriendo volar. Las manos expertas de la negra y de La mamá, en un santiamén, arrancaban sin misericordia la plumífera vestimenta de la difunta, hasta dejarla como la mandó Dios al mundo, totalmente desnuda, sin siquiera una pluma, lisa como un huevo.

    Luego hacía su arribo la caneca de la basura, de latón y previamente lavada (en aquella época no habían inventado aún las bolsas negras para echar la basura, ni las canecas de plástico). La colocaban en mitad del patio, la llenaban con hojas de periódicos y le prendían fuego. Cual funeral vikingo, introducían en aquella pira el cadáver en pelotas, para quemar los restos de alguna incipiente pluma o pelo que pudiera haber quedado y darle un sabor ahumado a la carne.

    Para ser honesto, ese era el acto más cruel y salvaje que mis infantiles y aún ingenuos ojos habían presenciado. Me dolía en el alma observar aquel “gallinicidio”, pero, mucho más me dolía saber que las premeditadas asesinas eran las dos personas que más me cuidaban y querían. Pero, ¡a Dios gracias!, los niños, igual que los perros, tienen una cualidad innata: olvidan las circunstancias adversas de sus vidas, por muy traumáticas que éstas hallan sido, a cambio de una simple caricia o un carnudo hueso, sobre todo si éste es de gallina.

    Cuando, por fin, las presas del descuartizado animal estaban convertidas en sancocho, bistec o bronceadas cual pornográficas esculturas, comenzaba la anhelada repartición. Al papá, por ser el proveedor de tan exquisito manjar, le servían de primero su merecido y muy preciado laurel: la cabeza. Totalmente calva, pero anatómicamente intacta, previamente embalsamada cual faraón egipcio, desde la corona hasta donde terminaba su otrora elegante gargüero, con arroz, las vísceras y los huevos que aún conservaba en la huevera la fértil bípeda, todo sazonado con la sangre de la difunta. Una rudimentaria cremallera, hecha con aguja e hilo común, remataba el corte de franela de la despescuezada. Luego, como si esto fuera poco, El papá agarraba para sí la rabadilla.

    Acto seguido los demás comensales, por jerarquía de edad, tomaban su botín; a mí, como era lógico, siempre me dejaban el costillar, o como la llamaba la mamá: “la presa del bobo”, porque no tenía ni un ápice de carne, pero quien osaba espulgar en la enmarañada armadura se entretenía mucho rebuscándosela. Esa presa no era de mi total desagrado debido a que los pulmones, celosamente escondidos en su interior, eran algo así como el caviar de los pobres. Recuerdo que en una ocasión, asombrado le pregunté a La mamá: ¿amá, por qué mi costillar no trajo pulmones? Su sabia respuesta fue tranquilizadora y contundente: ¡mijo, la mano de Dios sabe porqué haces sus cosas, a esta gallina la mandó a la tierra sin pulmones! Pasados los años me di cuenta que la rapaz mano de Clara, mi hermana, había obrado en aquella ocasión como mano omnipotente.

    El papá, a veces tenía conmigo ciertas consideraciones que no otorgaba a nadie más: cuando me observaba roer con desencanto el desnutrido esqueleto, sonreía y, como premio a mi humildad franciscana, dejaba caer en mi plato el cráneo del animal, ya sin rastros de piel, pero aún con los ojos y sesos, que yo devoraba con avidez.

    De esos tiempos recuerdo a La mamá amasando, sobre el pollo de la cocina, sus recetas ancestrales y secretas, de colores provocativos, olores pegajosos y sabores acaramelados. Más de la mitad de nosotros hacíamos redondel en torno a su figura. Ella con paciencia y medida, cernía harinas, azúcares y polvos, para luego mezclarlos con mantequilla, huevos, especias y pasas. Terminado aquel misceláneo truco de alquimia, sacaba su mano, embadurnada con la magistral pócima, como ubre repleta de leche, y nos daba a mamar de sus dedos, cual vaca a sus hambrientos terneros. Un par de horas más tarde se partía la vaporosa torta.

    Así mismo, como si lo anterior fuera poco, singulares eran los traídos del Niño Dios, (hoy remplazado por el colorido Papá Noel y la solemnidad de los Reyes Magos) que encontrábamos al lado de las camas, al amanecer de los 25 de diciembre. Como la economía familiar era tan precaria por aquellos años en que El papá llamaba cooperativismo a la pobreza, el Niño Dios tampoco escapaba a esa humilde realidad. No era extraño ver que el mensajero de los aguinaldos navideños nos llegara con regalos compartidos, para dos o más hermanos, como: parques, ajedrez, escalera, monopolio, lotería y otra gran diversidad de juegos colectivos.

    Pero el regalo que más me impactó, y que conservo intacto en la memoria, fue cuando aparecieron unos patines, de correas de cuero rojo y hebillas plateadas, que les daban un aspecto de sandalias Capuchinas. Cada uno tenía dos estribos en hierro, que encajaban perfectamente uno en el otro, cual rieles, para poderle dar a cada uno diversas medidas; debajo un tornillo de fijación y cuatro ruedas metálicas, achatadas, remataban la figura de aquellos esquís artesanales. Cuando comenzaron a rodar, chillando por el largo corredor de la casa con un traqueteo que se confundía entre cascabeles y gatos, Danger, el perro, ladraba detrás de ellos.

    El Niño Dios, tuvo aquel año, la celestial idea de traer un par de patines para Gladis y Clara, léase bien: un par de patines. El patín izquierdo era para Clara, el derecho para Gladis. Era un espectáculo circense verlas cojeando por el corredor, impulsándose pegadas a las paredes, tratando de equilibrar el cuerpo, para rodar siquiera un escaso metro, montadas en aquellas cuatro ruedas, que comenzaron a apachurrarse y a vomitar balines por donde rodaban. En aquella ocasión primó el individualismo sobre la consanguinidad y, muy a pesar de las buenas intenciones del viejo, ninguna de las dos prestó su artefacto a la otra, y así tampoco, ninguna aprendió a montar en patines.

    Años después, cuando entendí el verdadero significado del valor del dinero, comprendí que La mamá, aparte de ser ama de casa, era una empírica ministra de economía y alimentos; y el viejo, fuera de consagrado maestro, era un asombroso mago.

    BOHEMIOJUBILADO_
     
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  2. Elba Nery García

    Elba Nery García Poeta veterano en el portal

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    Bien , eso es la familia. Buena narracion .Un placer dejarte mi huella y cinco estrellas

     
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  3. BOHEMIOJUBILADO_

    BOHEMIOJUBILADO_ Poeta recién llegado

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    gracias señora, para usted, 10 estrellas...
     
    #3
  4. ROSA

    ROSA Invitado

    Vuelvo a visitarte amigo, un abrazo
     
    #4

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