Cuando no puedo amarte en domingo

Cuando no puedo amarte en domingo, los relojes se deshacen en una melaza espesa, y las campanas de la iglesia suenan como ecos de un sueño que no es mío. El sol, indolente, se filtra por las rendijas de la persiana, desgarrando las sombras en una danza inútil. El domingo, sin ti, es un animal herido que no sabe si morir o arrastrarse hasta el lunes.

Te busco en la caligrafía de las ramas desnudas contra el cielo, en las voces ajenas que se confunden con el ruido de la vida que pasa. Pero no estás. El domingo no sabe de encuentros, sólo de ausencias que se multiplican con el olor del café frío y el zumbido de la electricidad en las paredes.

Si te amara hoy, el tiempo se partiría como un vidrio bajo la presión de tus manos. Sería un día eterno donde las palabras serían innecesarias, porque tu respiración bastaría para escribir la única historia que importa. Pero cuando no puedo amarte en domingo, los colores se desvanecen, y hasta los perros callejeros parecen saber que algo falta.

Es en este día, precisamente, cuando el mundo insiste en recordarme su absurda arquitectura. Las esquinas son más agudas, las calles más largas, y las horas más cortas. El domingo es un acertijo que nadie quiere resolver.

Y entonces pienso: ¿Qué hacemos con los domingos que no se pueden amar? Quizás los doblamos como un papel arrugado y los guardamos en el bolsillo de los días perdidos. O tal vez los dejamos en el aire, flotando como globos abandonados, esperando que algún viento compasivo los arrastre lejos.

Cuando no puedo amarte en domingo, me convierto en náufrago de un tiempo estancado, donde las mareas no suben ni bajan, y el horizonte es una línea difusa que se niega a definirse. Pero aún así, te espero. Porque incluso el domingo más oscuro guarda la promesa de que algún día será lunes, y podré amarte de nuevo.