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CUATRO POEMAS DE MUCHA PROFUNDIDAD

Tema en 'Poetas famosos, recomendaciones de poemarios' comenzado por ZAHOIS, 16 de Septiembre de 2005. Respuestas: 0 | Visitas: 2095

  1. ZAHOIS

    ZAHOIS Poeta fiel al portal

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    31 de Mayo de 2005
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    Cuatro poemas

    César Silva Santisteban
    De Indicios de vida.
    La Insignia. Perú, septiembre del 2004.

    Permanencia
    Sobre cenizas duermo. Sobre cenizas. En una pradera
    de saúcos, candelarias y cizañas.
    Desde aquí observo el alto peñón, que es viejo. Sobre él
    una piedra que semeja un morral, una triste aleta,
    una mujer sobre un dorso, quizá abstraída, reposando.

    Entre el aroma de alfalfa recién cortada y pelambre trasudada, duermo.
    Sobre cenizas que se entibian con mi cuerpo, duermo.
    Pero antes o después veo el amanecer, el cenit, las tormentas del ocaso. La noche.
    Veo las alimañas asustadas, reptando hacia su guarida.
    Y contemplo la alta piedra, sus cabellos de musgo,
    su envoltura requebrada.

    Sobre cenizas. Duermo sobre cenizas, en un fuego
    apagado hace días, hace años, hace siglos…




    ¿Y si el cuerpo no fuese alma, qué es el alma?

    Ésta es una habitación donde caben muchos libros. Y también ella.
    Un petate basta para mí; el resto es una fauna de dibujos,
    de fotografías con su cuerpo entero, con su rostro sonriente.
    Hay, por cierto, un violín que a veces pulso para
    resucitar al bueno de Bach. Así él nos hace compañía.
    Y fumo, es verdad. Algo que a ella no le gusta. Sin embargo,
    sé que su vanidad se azucara cuando le digo que aparece
    entre las volutas de humo.
    Entonces escucho su risa que me contagia, igual
    que me ilumina el trino de los pájaros fuera de mi celda.
    Pero no rezo, no, ya no. Para mí es suficiente el milagro
    de sorprenderla dormida, o contemplando una araña que teje
    y desteje, esperando.
    En ese momento ella cree que no me doy cuenta, que no logro comprender
    tanta delicadeza. Piensa que un petate, un violín y unos cuantos libros
    no me ayudan en nada a conocerla. Y quizá sea cierto.
    Pero entiendo a través de mis deseos. Y, por lo mismo, sé
    que nada es bastante real para un fantasma.




    Tu voz como el cristal

    Quizá todas las verdades aguarden en las cosas, amor. No lo sé. Quizá estén ahí, esperando nuestra ciega caricia, cuidando en silencio el engaño para nuestros ojos, el disimulo en un verbo de pura geometría. Nadie puede saberlo.

    En realidad, parecen libres de nuestra palabra, me digo. Tal vez. Perfectas aunque sucias, magníficas cada una, dispuestas allá en el surco, en el sembrío de aquel aire que no se toca, temblando en tu llanto de cerca y en mi risa de lejos. Quién sabe.

    Bastaría entonces (me pregunto) tus alegres pechos, tus pezones de dulce barro, tu vientre sediento de mí para cosechar la certeza. Oírte murmurar una verdad impura además de imposible, amor, ya que nada quiero sino el fingimiento de tus labios, porque lo seguro no basta.

    ¿No lo vemos, acaso? Todo está en movimiento, mi pequeña. La herrumbre del viejo reloj, la sombra de aquella gastada cuchilla y el polvo que se acumula en el cauce de un grabado en piedra. Todo. Pues, de cada cosa, tú y yo somos la única memoria…




    Reunión

    Ésa fue la vieja tumba de mi padre. Luego, llevamos
    su cuerpo de pergamino hasta el cuerpo de mi madre, junto al mar.
    Un largo y polvoriento camino, sin duda. Un camino que empezó
    abriendo la boca del ataúd y observando el rostro de aquel hombre
    veintiún años después.
    ¿Había crecido su barba? me pregunto ahora. Y no lo recuerdo.
    Sí estoy seguro que crecieron sus uñas con una limpieza mineral
    y que me llamó la atención que se hubieran curvado como garras.
    (En él era extraña la limpieza, pues había tendido rieles entre los cañaverales
    y hundía sus manos en la tierra,
    como también lo hacía
    en la frágil cintura de mi madre).
    Nos advirtieron sin delicadeza que podía haberse reducido, que
    bastaba con un cofre de apenas noventa centímetros
    para guarecerlo de la intemperie. Y los diez hermanos discutimos sobre eso.
    Mi padre, en vida, había semejado una encina, y en muerte llegó a ser
    un cadáver espigado. Podría ser vergonzoso tenerlo encogido así, entonces,
    o, tal vez, sintiéndolo darse golpes de ciego en un féretro
    que ya podría ser hoy como su casa.
    Pero no importó este último augurio. Elegimos
    un buen ataúd de roble, de casi dos metros,
    y en el instante en que lo volvimos a ver, él, mi padre, como una piedra liviana y dócil,
    apaisada y sin roeduras, tenía la piel yerma y hacía memoria de un pañuelo gris
    consentido sobre sus amplios huesos.
    Y así pensé: -He ahí lo que seremos, lo que ya vamos siendo
    en el empaque de nuestro pellejo. Nada nuevo, por lo demás.
    (¿Cómo serán después mis caladas vísceras?, murmuré. ¿Cómo se estarán alheñando
    mis arterias, las cisuras de mis huesos?). Que a mi padre lo quisimos tanto
    y su recuerdo se perderá con nosotros; luego, será únicamente
    dos fechas y unos cuantos nombres; luego, ni siquiera eso.
    Al fin, dos de mis hermanos lo alzaron con cuidado, como a una reliquia, y lo cambiaron de féretro. Yo no quise tocarlo, pero le dije a otro, quizá a Miguel, que le limpiara un poquito el moho de los zapatos. Y nadie elevó una oración, ninguno.
    Después, el viaje hacia la costa fue una caída extensa, sobre una carretera escoltada por ruinas de adobes y hojas de hierba buena. Allá arribamos a media mañana, cuando el olor del océano aún no escocía las entrañas y el brillo del sol se reflejaba en el faro como
    en un espejo roto.
    Los diez hermanos caminamos sobre aquel campo del que, cierta vez,
    se dijo que era el cabello suelto y hermoso de las tumbas.
    Y allá nos esperó, durante muchos años, del todo sola, ella. Mi madre.
     
    #1

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