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Culpable. Crónicas de Nueva York.

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por CyranoenVitoria, 17 de Abril de 2022. Respuestas: 2 | Visitas: 451

  1. CyranoenVitoria

    CyranoenVitoria Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Faltaban más de quince minutos para la hora que se nos había asignado pero Javier ya estaba en la puerta.

    Sonriente y vestido con ese aire de obrero siderúrgico que tanto le gustaba me señalaba el cartel en la pared que indicaba que aquella era nuestra Sala.

    Al poco un policía de azul abría la puerta. Le mostramos las citaciones y nos franqueó la entrada a un salón ancho y profundo, revestido de madera clara y en el que reinaba, al fondo y sobre un estrado elevado por escaleras, una mesa alargada en cuyo centro un hombre con toga se dirigía a una mujer de mediana edad situada enfrente y pegada a un micrófono de pie.

    Varias filas de bancos descendían desde la puerta hasta unos metros antes del estrado; en ellas había individuos solos, otros acompañados por personajes trajeados, algún grupo de jóvenes tatuados y varias mujeres con vestidos de colores vistosos. Solo nosotros éramos blancos pero todos esperábamos la llamada del Juez en silencio.

    Tras casi una hora mi apellido sonó, latino, en el altavoz de la sala con la orden de acercarme al micrófono.

    El Juez leyó un documento que entendí bastante bien y me hizo una pregunta que un traductor, innecesariamente, me trasladó:

    - ¿Cómo se declara, inocente o culpable?

    - Me declaro culpable, - contesté - pero no sólo de la falta de que se me acusa, -añadí- soy culpable de haber esperado a Javier, junto con otros españoles, más de una hora en aquella parada del Metro y reírme, como los demás y para su satisfacción, de su aspecto al verle llegar: abrigo vasto y largo, gris como sus excesivas botas de invierno hasta la rodilla y como sus guantes de lana a juego con un gorro orejero con pompones y una bufanda infinita de los Chicago Bears.
    Nadie le reprochó su impuntualidad, tampoco yo que le descubría en aquel momento.

    Soy culpable de haberme dejado cautivar por sus chistes, ansiosos y expuestos con un tartamudeo que le hacía parecer vulnerable y esforzado a la vez, por su aire de seguidor del Boss, por su presencia exótica en definitiva, un sin papeles ilustrado entre nosotros, un ingeniero aventurero entre empleados de Banca y otras Instituciones serias.

    Nunca debí darle mi dirección, ni hablarle de mi reciente llegada a la ciudad, de mi apartamento y mi trabajo. Nunca debí hacerlo.

    Si, Señoría, soy culpable pero de abrir la puerta aquel frío miércoles de Febrero a las diez de la noche e invitarle a pasar con sus dos maletas. Y de creer la historia de su expulsión de la casa de su tía cubana, la mujer de su tío en realidad, porque no quiso participar en los ritos nocturnos de santería que practicaba.

    Si, es cierto, lo ha adivinado desde lo alto de su estrado: se quedó en mi casa, compartí mi sofá cama con él, mi baño y mi escaso armario en un reducido apartamento de cuarenta metros cuadrados.

    Trabajaba en lo que le saliera, su visa había caducado, pero no le juzgue también por esto, Señoría, que es jurisdicción de Inmigración, y decidió quedarse para aprender inglés, algo que me pareció siempre complicado en una mente tan dispersa y acelerada y que, dos años después, seguía sin conseguir, se lo aseguro.

    Va a llenar por completo mi hoja de culpabilidades si sigue tomando nota, pero apunte también que debí echarle, y no lo hice, cuando cortó un bigote a una gatita persa que me habían dejado unos días en ausencia de su dueña. El pobre animal gritaba y en sus saltos de dolor llegaba casi al techo del apartamento.

    Debí valorar de otra forma los éxitos que el tono aceitunado de su piel y su arreglada barba negra le generaban en las fiestas de colonias latinoamericanas a las que iba y que terminaban en noches felices para mí, sin tener que compartir mi sofá con nadie.

    Me dirá que no ve nada irregular en estos mundanos logros y no lo habría sino me hubiera tocado atender las llamadas de su novia oficial y no encontrar ya disculpas para justificar esas repetidas ausencias de los Domingos por la mañana.

    Y, hablando de esta chica, sepa Señoría, que decidió venir a verle a Nueva York y que Javier me pidió que fuera a Kennedy para presentármela pues quería conocerme. (Para entonces ya se había ido a vivir a New Jersey con un asturiano conductor de grúas y un ruso sin oficio definido, ambos grandes bebedores de vodka.)

    Fué mi mayor pecado pedir permiso en la Empresa para ir al aeropuerto, no ver en la zona de llegadas a Javier y, sin embargo, reconocer a Eva en aquella chica que, sola por los pasillos, arrastraba, nerviosa y perdida, su maleta. Ni supe ni quise justificar esa ausencia.

    Pero ya me centro, Señoría: le he dicho que soy culpable del delito que se me imputa pero no lo soy en realidad. De nuevo mi infracción fué intentar tapar los desmanes de Javier y evitarle más daños de los que parece que la vida le ha hecho porque en el fondo siento profunda pena por él y no sé si admiración por su arrojo al mostrarse sin rubor con la ostensible cojera de su grotesco parloteo.

    Aquella tarde de Domingo decidimos pasear por Brooklyn.
    En el Metro compré la ficha de entrada a los andenes y me sorprendió que Javier no lo hiciera, entendí que llevaba alguna consigo. Me dejó entrar al cilindro giratorio, seccionado en huecos individuales, que franquea el paso al interior; sin decir nada me empujó levemente y se hizo sitio junto a mi para que la puerta nos escupiera al otro lado dos segundos después.

    No me dio tiempo a reprenderle ya que los policías aparecieron de la nada. El resto ya lo sabe Señoría: toma de datos personales por separado, la correspondiente denuncia tragándome con una firma la vergüenza, el requerimiento a Juicio en mi buzón para un mes después y ahora su sentencia.

    Dígame, ya lo sabe todo, si realmente soy culpable.

    - ¡Señor, atienda, por favor! Le está hablando un Juez, muestre respeto y ponga atención que está Usted en una Corte de la Ciudad de Nueva York.

    - Disculpe mi distracción, Señoría, estaba recordando los hechos y me he despistado. Le escuchaba, créame.

    - Repito: le informo de que es Usted sancionado con una multa de ciento cincuenta dólares por incumplimiento grave de la Normativa de Transportes Urbanos que deberá hacer efectiva en el plazo máximo de quince días a contar desde hoy.


    Caminamos ahora despacio por la acera cada uno con su sanción en la mano. No hay reproches, el silencio es suficiente.

    Javier se detiene en la parada de su autobús y hace pedazos el escrito que arroja a una papelera.
    - Que conste que me he presentado sólo por ti.
     
    #1
    Última modificación: 17 de Abril de 2022
    A esthergranados le gusta esto.
  2. esthergranados

    esthergranados Poeta adicto al portal

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    Muy buen relato, me ha gustado mucho. Felicidades.
     
    #2
  3. CyranoenVitoria

    CyranoenVitoria Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Muchas gracias por leerlo. Tienes valor.
    Saludos
     
    #3

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