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DE CÓMO CONFUNDIMOS AL DR. FRANKENSTEIN CON SU HIJO

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Gustavo Soppelsa, 22 de Abril de 2006. Respuestas: 0 | Visitas: 822

  1. Gustavo Soppelsa

    Gustavo Soppelsa Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    18 de Abril de 2006
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    Rarísimo. Cuando el debate sobre la pena de muerte se tiñe de erudición, abandona el campo de lo puramente lógico y se adentra en los dominios de las opciones éticas. Seguramente por razones análogas a las que sostenían la estrategia de la famosa prueba ontológica de la existencia de Dios de San Anselmo de Canterbury, quien sabe de lo que está hablando al defender el castigo capital, miente o, lo que es lo mismo, trata de engañar, con las consecuencias morales que de ello se derivan.
    Al revés, cuando la controversia se vuelca a la calle y serpentea entre los que transitaron poco las aulas universitarias, el tema, de manera asombrosa, se ve dotado de interesantes connotaciones, mucho más permeables al diálogo, a la intersubjetividad, en suma, a las vicisitudes de la teoría del conocimiento.
    La objeción central que suele oponerse, a los que no compartimos la "solución" de la ejecución del condenado como corolario del proceso penal, es el "abismo práctico", siempre presente, entre el dolor de los deudos de las víctimas y los principios humanistas consagratorios o derivados del "no matarás" bíblico. El doliente, se arguye, tiene derecho a la vindicación, la sangre derramada pide sangre, lo que, dicho sea de paso, también tiene soporte en la Biblia, y "hablando con franqueza" -se nos desafiará en un recodo del laberinto-: ¿Qué haría Ud. si alguien asesinara a su padre, su esposa o su hijo? ¿Seguiría impasible manteniendo la serena tesis que hoy sustenta?
    Estoy impedido, es obvio, de responder por el resto de los que se alinean junto conmigo debido a inspiraciones diversas y heterogéneas; yo, a mi turno, suelo ser sincero al contestar que, en honor a la verdad, no sé cuál sería mi actitud concreta en ese caso.
    Por lo demás, he tomado suficiente distancia de esas ingenuidades ciegas de las que se disfruta y por las que se padece durante las primeras décadas del recreo biológico como para darme por enterado de que impartir alguna lección, escribir un artículo o charlar en un café son a menudo actos triviales y olvidables en el curso de los que pontificamos sobre abstracciones y normas que olvidamos sin ningún trámite frente a los embates emocionales.
    ¿Es contradictoria mi reacción? Sospecho que no, aun más, sospecho que tampoco me deja huérfano ante la necesidad de dar explicaciones y que además las fundamenta y las respalda.

    PRINCIPISTAS, PRAGMÁTICOS Y PATÍBULOS

    Arriesgo que podrían resumirse los cimientos de las tendencias opuestas a la aplicación de la pena de muerte en dos grandes corrientes: 1) una sustancialista, proclamatoria de un a priori que decreta la eminente dignidad de la vida humana y su correspondiente e inatacable intangiblidad; y 2) una lógica, que señala los vicios de razonamiento que guían (o desorientan) las pautas de una organización social que admita la entronización del verdugo como funcionario público.
    Adelantaré, por si acaso, que suscribo la primera por simpatía espontánea hacia la gente -lo que, sin mucha perspicacia, imputaré al hecho de que me he criado entre la gente...- y por otras causas variadas. Sin embargo, encuentro, por lo menos, estos graves impedimentos para asirme a ella en una discusión: las posiciones absolutas son, sin que ello implique mengua de sus quilates, producto de la fe íntima; simultáneamente, siendo yo ajeno en general a lo que vulgarmente se denomina la ética preceptiva o a la identificación de esas áreas de la filosofía con un catálogo de disposiciones o instrucciones para conducirse sobre este mundo, y reconociéndolas sólo como meditación personal y autónoma sobre el destino humano, soportaría el rol de predicador como el ubicado en el sitio más distante de mis naturales vocaciones laborales.
    La segunda, de prosapia no tan rancia, dado que es un lugar común considerar síntoma de sabiduría a la pronunciación del aserto de que lo terrenal está un escalón por debajo del cosmos de las Ideas platónicas o cualquiera de sus equivalentes, resiste -es de prever- con mejor suerte los embates discursivos, y presupone mayor empeño de los adláteres del garrote vil, la horca, la guillotina, la jeringa -tan espantosamente trivial- y otros inventos horrendos que escandalizan la consciencia de cualquiera que no haya sido abandonado por el don de sentir compasión.
    Una digresión que no lo es forzosamente: la cinematografía ha mostrado muchas veces estas posturas fundantes del abolicionismo. Muy en especial la reciente y bastante difundida "Mientras estés conmigo" (cuyo título en inglés, alusivo a las prácticas carcelarias estadounidenses y a su extravagante crueldad ritual transcribe la consigna -"Dead man walking!"- lanzada por un empleado pagado por el honesto contribuyente de la América del Norte cuando el/la infeliz se encamina sin remedio hacia el recinto en que se perpetrará el homicidio legal) se aferra al mandamiento del decálogo mosaico, al punto que el victimario-víctima, en su discurso final y nunca más final, afirma conmovedoramente, luego de haberse reconocido como criminal: "Sólo quiero decir que matar es una mala acción, y lo es tanto si la cometo yo como si la comete el Estado".
    En el otro extremo, y sin involucrar puntualmente a la pena de muerte, aunque versando sobre una cepa masiva y voraz de la misma planta -la guerra-, "Apocalypse now" arrasa críticamente en su guión, sin hacer mayores distinciones, con la manía bélica y los crímenes solitarios perpetrados al amparo de exigencias comunitarias o nacionales. La película se encolumna con decisión en el ala de los que descalificamos al castigo capital por estar entrampado en un marasmo absurdo, en el que una distorsionada instrumentación de los mecanismos protectorios del imperativo de la preservación de nuestra especie destruye su propio fin en el instante en que el legislador o el "estadista" dibujan una única e idéntica circunferencia demoníaca sobre la que el verdugo y el asesino -hipotéticamente distintos y antagónicos- giran hasta que sus rostros se confunden. (Brevemente, cabe recordar que Marlon Brando interpreta en el film a un oficial de las fuerzas armadas enajenado que ha establecido en la selva un reino macabro, arbitrario y vesánico, alguien que ha sido empujado a la demencia por la presión irresistible desatada en el centro de su cerebro por la imposición de códigos de conducta militar, apoyados por una resonante palabrería seudomoral, que coexisten con deberes "operativos" entre los que se cuenta el masacrar niños; en resumen, alguien tan simple y naturalmente cuerdo que no tolera la satanización de la omisión de una venia al superior y la beatificación de la evisceración de un ser humano por vía de la utilización de iguales parámetros axiológicos y dentro de un mismo ordenamiento, digamos, jurídico. Nobleza obliga, Francis Ford Coppola, ese largometraje germinó, después de transcurridos más de diez años, en estas reflexiones ahora escritas y entonces sencillamente meditadas in péctore).
    Que yo recuerde y haya visto, entre ellas, estilísticamente hablando, y con un sustrato difícil de poner en palabras -y por eso tal vez el más rico, el más profundo e irrefutable- puede ubicarse una joya ("El secreto") que circula por los buenos canales de cable y que debería servir para abolir, sobre todo en la mente de los abogados, cualquier propensión a ejercer la defensa de la pena de muerte.
    Lo que antecede ha adelantado y sintetizado lo elemental de mi pensamiento: no hay confirmación de la validez del uso de la silla eléctrica a través del atajo, no en pocas ocasiones demagógico, de la identificación de pretendidos fines sociales con los sentimientos de los dolientes de la víctima, y esto por un motivo primario y otro secundario.

    LA CUCHARA VENGATIVA

    En esencia, el Estado -por virtud y por defecto- carece en sentido estricto de las características de la persona. Un vetusto sistema ideológico, que apadrinó e incubó los totalitarismos y es mencionado en ciencia política como "organicismo", quiso dotar al monstruo de Hobbes de odios, apetitos, claustrofobias, sed de venganza, penas, ¿lujuria?, y quién sabe cuántos otras vicisitudes biográficas. El resultado de la ciclotimia de ese Estado animado que sentaría de maravillas al gusto de quien selecciona los elencos del Fox Kids ya lo conocemos, y estamos enterados también de que, indefectiblemente, ella era el reflejo automático de la del rey, el primer ministro, el jefe del Politburó, el presidente, el Kaiser, la mayoría del Congreso o Madame Pompadour, e ainda mais.
    Se concibe, en general, como un avance notable el que hayamos percibido, tras soportar el tránsito por esas mitomanías interesadas, que la organización política debe ser, para desempeñarse aceptable y humanitariamente, un espectro medianamente indolente, un fantasma afectado de cierta catatonia que deglute para bien -y en algunas épocas, Dios sabrá cómo quitar a las creaciones del homo sápiens su ambivalencia, para mal- la pasión individual cuando es indespensable, y la reduce a efusiones innocuas o la magnifica bajo algunas de las formas de la potencia colectiva.
    En esas circunstancias, el Estado no se materializa ni siquiera como un Otro; es más bien, aclarado sea para contrarrestar cualquier ambigüedad, Otra Cosa. Siempre es diferente a todos y cada uno de nosotros para no ser igual a nadie, para no servir a ninguno con exclusividad (como prevendría la máxima ciceroniana, el que dicta la ley que aherroja a los romanos a su esclavitud para que no sean esclavos de otros romanos).
    En verdad, si no fuera una tontería verbal, ante una requisitoria al respecto, estaría dispuesto a comparar al viejo y venerable Estado, esquemáticamente, con una cuchara. Nada menos ni nada.. más. Hace milenios que nos acostumbramos a vivir con ambos, no nos imaginamos sin ellos a diario y es poco probable que prescindamos de alguno de los integrantes de ese simpático dúo en el futuro. Pero, al igual que sucede con las cucharas y otros objetos endiabladamente sofisticados como el cromatógrafo de fase gaseosa, a aquél nadie lo vio jamás emocionarse o encolerizarse en serio (salvo la siempre previsible aparición de algunos testigos ingenuos y despistados predispuestos a zambullirse en la insensatez de creer, entre otros disparates, que Inglaterra sufre de vértigo cuando la reina Isabel I I se sube a la Torre de Londres o que los utensilios parlantes de los cortos publicitarios que promocionan artículos de limpieza son del mismo tipo que el de los cubiertos guardados en los cajones de sus muebles de cocina).
    Lo estatal participa de la naturaleza de las cosas en cuanto a su modo de existir, y así permanecerá, sin terrores nocturnos, sin libido, sin inspiraciones primaverales frenéticas o melancolías otoñales ni cefaleas o incontinencias urinarias, hasta tanto no resucitemos el ideal de Cayo Julio César Germánico (alias Calígula), aunque a ese precio habremos abandonado la libertad política al compás de algún fast track.
    En cuanto a su modo de parecer, lo propio del Estado sí ostenta una cualidad distintiva en relación a las cucharas, los ascensores y las pelucas: está revestido de señales o símbolos de máxima importancia vital -convengamos que la ausencia de dentición, la fatiga que importa el remontar varios pisos o la calvicie son fenómenos bastante soslayables para la metafísica...-, está destinado a ser mirado, y en el sentido que Fernando Savater ilustra en sus trabajos -a pesar de que al español no le gustaría que yo usase aquí y justamente aquí su arsenal conceptual- tiene reservada la tarea del héroe (perdón, amigo, por incurrir en la contradicción superficial de afirmar lo que recientemente he negado humanizando lo inhumano). Ya sé que abuso de esas aproximaciones, porque el autor de "Etica para Amador" escribió un libro titulado "Contra las patrias", que no he leído, pero que a juzgar por el resto de sus aseveraciones dispersas en otros volúmenes podría verosímilmente tornarse, mutatis mutandis, en un "Contra los Estados".
    Lo hago de buena fe y a resguardo de la venia benévola que me otorgan las metáforas y la posibilidad de que, sin rencores, el catedrático ibérico cargue a la cuenta de mis limitaciones y mi admiración las distorsiones en que incurra en esa referencia.
    Para evitar la exageración, sostendré mínimamente en este punto que el Estado es un compendio de propósitos y valores que se imponen y se muestran en ese orden e inversamente de manera alternativa. Cuáles han de ser esos objetivos y cualidades valiosas es materia de discusión; de todas formas, la base desde la que es inexcusable partir, se sabe desde hace mucho, no puede ser menos que el intento de preservar la vida de los individuos. Y esto aun sin entrar en detalle acerca de lo que Savater llama la "vida buena", que por cierto no hemos de esperar, coincido con él, en que nos la proporcionen ni la seguridad social, la Corte Suprema, la policía o los partidos políticos.
    La reducción que menciono queda así confinada a un ideario y a una compulsión normativa primarios, anteriores causalmente a cualesquier otros: la preservación contra la aniquilación física involuntaria.
    Vuelta al comienzo, entonces: ¿puede dirimirse en el plano de mis apetencias o las de mi vecino la controversia sobre la justificación de la pena de muerte en el Derecho positivo vigente? Definitivamente, no.
    El cumplimiento de la sentencia capital no involucra una muerte a secas, un homicidio puro y simple, sino un asesinato calificado por varios adjetivos precisos y necesarios: pactado, votado, legal, regulado o regularizado, normado, plebiscitado, consentido, en suma, estatizado. La interpelación sobre su conveniencia no se desprende de esa calidad, por lo que en última instancia, si bien éticamente corresponde -y no puede impedirse- que cada uno estime si quiere ver ahorcado a los criminales, no es admisible otorgar a cada cual el poder de decidir si la pena máxima es incluida o no en el Código Penal, en la misma y exacta medida que la habilitación ineludible y fatal de la opción ética de representarse o no como deseable la reducción a cenizas del prójimo tampoco conlleva la facultad de matar. O volviendo al maestro Savater, bajo otra formulación: todos los seres humanos son respetables, aunque no todas las opiniones lo son en sí -y eso a pesar de que no pueda evitarse que sean asumidas y emitidas, con escarnio, frecuentemente, de la moral prescriptiva o a costa de nuestra repugnancia.

    CODIGOS DE SHOPPING CENTER

    La legalización de la pena de muerte, o sea la eliminación de un reo a expensas de un procedimiento público consentido por el Poder, no puede depender, en orden a su validación, del gusto del consumidor: en el hipermercado del Estado está autorizada, si de dejar volar la fantasía se trata, la oferta de cualquier mercadería, pero hay una mercancía -la falta de respeto por la preservación de la existencia física de los individuos- cuya venta (o donación promocional...) está absolutamente prohibida porque, en el fondo, esa transacción configura la irreverencia deletérea propicia a la abominación beligerante del arquitecto que gestó el proyecto de las instalaciones donde se trafica, al trastocamiento del plano que él plasmó para el dichoso comercio, al derrumbe del edificio del establecimiento y a la desaparición... del cliente. Y, ténganlo Uds. por inexorable, no hay franquicias lógicas para esta veda mercantil, ni siquiera para la entidad estatal que intente arrogárselas por prepotencia, de facto, escudándose en su carácter de fuente primigenia de todo Derecho.
    Las interrogaciones -y las respuestas a ellas asignadas- sobre hipotéticas conductas personales (las mías, las tuyas, las de los lastimados por los crímenes terribles, lector) de cara al asesino aberrante son irrelevantes a la hora de justificar la pena de muerte. Podrías declararme que lo estrangularías con saña, podría yo reconocer que le quitaría la vida atroz y lentamente, y más tarde, voz a voz, sería plausilble entretejer, con esfuerzo sobrehumano, una sucesión, cercana a los límites de la infinitud, con las solicitudes particulares más salvajes peticionando el ajusticiamiento de los delincuentes hasta alcanzar una cantidad de demandas equivalente al total del padrón electoral; ninguna de esas contestaciones por sí aisladamente, ni todas ellas sumadas agregarían un ápice a la legitimación de la condena capital: el verdugo -al que se ve exteriormente como un sujeto y es, en realidad, un cuerpo poseído por el Estado- no está presente en las penitenciarías llenando su lúgubre tarea, como dije más arriba, ni siquiera como el Otro, sino como Otra Cosa al momento de detener los latidos del corazón en nombre de la ley.
    La pregunta está, pues, mal formulada; o mejor: mal dirigida. La pregunta no encierra una cavilación acerca del Dr. Frankenstein y la incertidumbre que nos acomete cuando inquirimos si éste debe, puede o quiere matar (y no menos erróneo es sugerir que él es el indicado para elucidarla soberanamente con el propósito de traernos la calma). El cuestionario, muy por el contrario, se da de bruces -inútilmente- con ese cráneo, repleto de cicatrices y tornillos pintados por el comic e inserto al tope del desdichado rompecabezas anatómico que aquel aventurero de la ciencia armó. Las licencias literarias nos conceden margen para suponer, en ese contexto, que el científico patrocinado por la gótica Mary Shelley podía discurrir en nombre propio -como cualquier hijo de vecino- sin ataduras sobre el asunto, pero cabrían reparos atendibles respecto de liberalidades del mismo tenor otorgadas a la criatura de sus ingenios; ella no era ciertamente un miembro original y sui juris del género humano y, las peripecias de la imaginería popular lo acreditan, no estamos convencidos definitivamente de que hubiera que otorgarle carta de ciudadanía en el planeta -pende sobre mí, lo estoy divisando, una invectiva por discriminación de monstruos o una querella de la American Freaks Association-. Y yendo con este juego más allá todavía: ¿podía el doctor, autoinvistiéndose de su curatela, responder por la Cosa, y volverse contra las reglas de su arte desdeñando, no tal vez una determinada preceptiva ética, pero sí un cierto método en el que había sido educado y las finalidades para las que había sido pergeñado ese método? Claro que podía, porque en el terreno de las decisiones nada está concluído. Ahora, de allí a admitir, por ejemplo, que le estuviera permitido proporcionarle, si lo hubiera deseado, un hacha al muchacho acunado a golpes de electricidad en su laboratorio y a continuación impulsarlo a que entrara a saco en la aldea más cercana para exterminar a su prójimo (al del doctor), hay un trecho considerablemente largo.

    POSDATA


    Me he mirado azorado a mí mismo al contemplar ese inmenso y probablemente bastante exitoso ensayo de democracia que son los Estados Unidos. Me he mirado extrañado -y he visto a los que me rodean también- con los ojos desmesuradamente abiertos ante un espectáculo grotesco y nauseabundo actuado en el país que presume de ser el más adelantado de la comunidad internacional y llevar la antorcha de la civilización. Más aún: las muestras televisivas más horripilantes de una organización social vejando sus propios principios y enloqueciendo a sus ciudadanos con mensajes furibundos de amor, que se niegan a través del teatro de los medios encargados de reproducir hasta el hartazgo la labor de los ejecutores de la pena de muerte, no me llegaron -lo relato con consternación- desde la precaria tranquilidad de la ficción, sino del cine documental. He mirado -al modo de una parodia aborrecible de las peripecias del Borges de "El Aleph"-, con la sensación espeluznante del que observa casi la traición de los constructores de la Historia, cómo un grupo de personas festejaba en EEUU, en las afueras de una prisión, el exterminio autorizado de otra persona y me he asido a un consuelo infantil; he pensado que, quizá, me haya equivocado, que todos nos hayamos equivocado, y que esa muerte no haya sido infligida por el Estado, porque no puede ser tal esa estructura ciclópea, con bellos frisos de mármol en el frente de sus tribunales, con sus jueces togados, y su maquinaria pulida, aséptica, poderosa y admirablemente productiva pero bifronte, mentirosa, maligna y gobernada por hombres y mujeres que supuestamente castigan el homicidio con sus leyes mientras alimentan, con la indiferencia de quien nutre a cachorros de una misma mascota inofensiva y estúpida, al pueblo todo con el gusto por la muerte del semejante o a sus adolescentes con cereales.
    He pensado que sobrevendrá tarde o temprano un Estado auténtico, y que me gustaría haberme encontrado con Karla Faye Tucker durante algunos minutos para confesarle que no hubiera sabido decirle si debía o no morir, o si yo no la hubiera matado si hubiera herido a quienes quiero, pero que, a la vez, experimentaba una certeza inconmovible: pudo o debió, no lo sé, perecer por obra de cualquier individuo de cualquier condición, sexo, edad, raza, religión o profesión; es intolerable y ultraja el sentido común que haya tenido que dejar este mundo con la cooperación de un agente administrativo equiparable a un inspector de escuelas o un recaudador de impuestos -como aquél de la "Receptoría de Rentas" que resurge en algunas conversaciones queribles y arcaizantes de mi madre- .
     
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