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De la Ida / parte 1/ sin editar.

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por ignorante, 30 de Agosto de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 470

  1. ignorante

    ignorante Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    5 de Agosto de 2011
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    Inicio de Semana

    Camina hasta la puerta de acceso. Toma el sombrero cobrizo que su abuelo le había obsequiado. Ajusta el espejo que cuelga en la puerta, se peina con los dedos, hace un par de muecas, se pregunta si esa mañana llovería. Abrocha su gabán. Sale tatareando una canción que recuerda a humo de cigarro. Como al de las películas francesas. Mientras baja por el ascensor comenta a las vidriosas paredes que con el tiempo uno se va arruinado; que el mucho trabajo, las penas de amor, el whiskey de segunda, las fiestas interminables, que el sol, la luna, la lluvia…que entonces había que arreglarse un poquito mientras valiera la pena. En el quinto piso entra Angi, la vecina soltera que es veterinaria, la saluda con los ojos y con una sonrisa escondida en los labios. Ella pregunta que cómo estaba y que para dónde iba tan temprano. Ella baja en el segundo piso. Él, en el primero. Hiso un amago, advierte que no traía perfume, mira el ascensor, la puerta de salida del edificio, el reloj, al conserje que leía el periódico. Volvió al departamento por las escaleras. En el segundo piso divisó a Angi, al parecer se dirigía al ascensor. Le hace unas señas exageradas arriesgándose al ridículo. Angi lo mira con cara de pregunta. Entra comentando que había olvidado de cerrar las ventanas que daban al norte del condominio, y que al llover se mojaría la sala de cocina y eso, Sofía no se lo perdonaría nunca. Se percata que ella algo cobija entre sus brazos y su hundido busto. “Se llama Argos” confiesa. “El perrito, se llama Argos” insiste, meciendo a la vez su delgado torso completo. Entonces se asomó una carita de ratón y unos ojos saltones por encima de su brazo, luego de inmediato volvió a su improvisada madriguera, dejando parte de su lampiña cabeza afuera. Miró al perro. La miró a ella. Intentó tocarlo, pero el raro animal le mostró sus puntiagudos dientes y con un punzante ladrido le hiso retroceder. Maldijo al perro. Ella rió resueltamente. Quinto piso. El sonido de la campana esta vez se hace evidente. Ella baja y le dice que amarre mejor los cordones de sus zapatos, porque ella no era enfermera y que no lo podría curar si le pasaba algo. Él sonrió mirándose sus zapatos y preguntó en voz alta porque las mujeres se fijan en esas cosas. No atendió a la advertencia. Sexto piso. Sube una vieja que traía consigo unas bolsas de supermercado. Lo miró de pies a cabeza y huyó a un rincón, al costado de los botones del ascensor. Maldijo a las bolsas de supermercado. Octavo piso. Corrió por el pasillo. Entra al departamento. Colgó el sombrero. Se abrió el gabán. Se da cuenta que Javier se ha levantado porque el refrigerador aun permanece abierto. Cruza toda la casa, va directamente a su pieza, prende la luz, busca en el cajón de su velador, bajo la cama, en el armario, en la bolsa de la ropa sucia. Se peina con los dedos el cabello. Espera unos segundos. Mira al techo. Pregunta a Javier si ha visto su perfume. Javier no contesta. Insiste. Javier desde el baño pregunta que porqué era tanto escándalo. Le responde: “¡el maldito perfume que he dejado en la pieza no lo encuentro!”. Javier contesta que se tranquilice, ya que si sigue con el cacareo iría a despertar al bebé, y que el bien sabía que a Sofía eso la pone histérica. Javier bosteza desde el baño preguntando la hora. “¿Has visto el maldito perfume sí o no?” le replica golpeando la puerta del baño. Javier le hace ver su tardanza. Va a la pieza de Javier. Sofía duerme destapada dejando ver algo de sus firmes pechos rosados y de sus pulidas piernas. Revisa el velador. Sofía despierta. Balbucea algo que no entiende en lo absoluto. La mira por última vez y la cubre con la ropa de cama induciendo el roce natural contra sus manos. Javier quien ya estaba en la pieza mirando la escena, se queda estático unos segundos. La premura otorga unos más. Javier le hace un gesto indicando la puerta. Decide buscar en el baño. Encuentra en el mueblecillo el frasco vacío del perfume. Vuelve a la pieza a encarar a Javier quien había ido a la cocina. Sofía sentada en la cama busca sus pantuflas y le pregunta qué quiere. Va a la cocina. Se oyen gritos, insultos y una sarta de exigencias y justicias familiares. Sofía mueve la cabeza negando la situación como moderando con su actitud el altercado de inicio de semana. El bebé estalla en llanto. Sofía se agarra los pelos, da un par de vueltas con las manos en la cintura, le dice a Javier que vaya de inmediato a ver al bebé. Decide entonces huir a la cocina. Haciendo señas que el problema no era con Sofía, ni menos con el bebé. Toma un poco de agua de la llave. Cruza las habitaciones, endereza el espejo que cuelga en la puerta, se peina con los dedos, hace algunas muecas, se pregunta si esa mañana llovería y sale a paso firme mascullando palabras que acentúa en las últimas silabas. Toma el ascensor, mira el reloj, se arregla el pelo, recuerda a Angi, al extraño perro maldito, los cordones de sus zapatos. Los anuda. Suena la campanita. Pide el periódico al conserje. Se acintura el viejo gabán. El viento y la lluvia lo despeinan enseguida. “¡El sombrero del abuelo!” exclama indignado. Mira el cielo, el reloj, el edificio como buscando el departamento a distancia, parece recordar en voz alta el altercado, los pechos de Sofía, al bebé, y de nuevo al sombrero. Sube a un taxi. Le señala al chofer en tono militar la dirección. El coche avanza bajo el castigo de la lluvia. Se abre el abrigo, acerca la nariz a uno y otro costado de su pecho como un perro sabueso. El taxista lo mira de reojo por el retrovisor. Le comenta que hoy el viento no iba a perdonar ningún paraguas, ni sombreros alones, ni menos pichones de palomas y que la naturaleza con sus inclemencias equilibraba la biodiversidad de nuestro planeta. A esto último no puso atención. La Lluvia quiere atravesar las ventanas. Se acomoda el pelo, sacudió algunas gotas de su gabán, le dijo al chofer que tenía razón sobre la fuerza del viento, pero eso de la biodiversidad y de las inclemencias no lo había comprendido muy bien. Pasados unos minutos, preguntó si tenía un poco de perfume en la guantera.


     
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    Última modificación: 30 de Agosto de 2011

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