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de las cosas que he visto nacer y...

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Melquiades San Juan, 17 de Junio de 2010. Respuestas: 0 | Visitas: 548

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  1. Melquiades San Juan

    Melquiades San Juan Poeta veterano en MP

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    Llegaba a casa con una sed de los demonios, entraba corriendo y me dirigía a la mesa de la cocina. Ahí, en el centro, estaba la jarra de vidrio con su decoración de motivos floreados, llena agua de mango, naranja o de cualquier fruto de la estación, sudando copiosamente, con los cubos de hielo dentro. Luego apareció la jarra de plástico. No me gustaba. El agua sabía diferente. Tampoco a mi abuela le gustaba. Con el uso tomaba un color opaco y siempre exhibía motas blancas que a veces se desprendían del cuerpo y se iban junto con el agua al estómago.

    Cuando nací ya muchas cosas existían. Existía Dios, por ejemplo, del cual tuve mis primeras referencias en las tormentosas tarde de doctrina cuando me preparaba para la primera comunión. Existía la radio, la comercial, que siempre andaba gobernando el centro de la sala y otros dos que se alternaban el buró de la recámara paterna y la biblioteca. Todos ellos eran Punto Azul, la marca preferida de mi padre. El de la sala era el preferido de mi hermana, tenía una poderosa bocina de casi 100 watts y sus golpes de viento se dejaban escuchar al medio día hasta a dos cuadras de mi casa. Existía el rock y existía Elvis; y existía el baile, pasión de mi hermana que se desbarataba entre los muebles haciendo toda clase de malabares corporales con el Rock de la Cárcel. Ya existían los animales pero a mi Terry lo vi nacer una tarde brotando del vientre de su madre, La Shelby, la hermosa pastor alemán de un vecino.

    Por las noches era inevitable mirar un cielo colmado de luces en una comunidad con escaso alumbrado público. Según mi padre, la luna y las estrellas siempre han estado ahí. A veces se presentaban esos extraños viajeros llamados cometa; mi maestro de primaria nos explicó que aparecen periódicamente y que era una suerte verlos al menos una vez durante nuestra vida.

    Quizá no venga al caso mencionarlo, pero el primer eclipse de luna que recuerdo me causó mucha incertidumbre. Los vecinos, la mayoría de ellos supersticiosos, temían que el evento le fuera a causar labio leporino a los niños en gestación, para evitar el daño colocaban una cinta roja alrededor del vientre de las embarazadas a manera de conjuro. Otros golpeaban botes con unos palos para ayudar a la luna a vencer las asechanzas “del que se la quería comer”.

    Por esos tiempos llegó a nuestro mundo algo nuevo: la televisión en blanco y negro. A pesar de que en la ciudad de México ésta ya existía desde hacia un buen tiempo, a nuestro pueblo llegó tardíamente. Recuerdo que se llenaba la sala de la casa con todos los vecinos para ver la imagen de unos sujetos en la panza del aparato. Años más tarde, ahí mismo veríamos cómo el hombre ponía el pie en la luna. Recuerdo que esa noche salía y entraba de la casa para observar desde el patio a la luna y corroborar si era cierto que había hombres ahí.

    También existía el amor. En aquellos años era un fenómeno incomprensible para mí. Veía a las parejitas buscar las sombras para darse arrumacos y besos. A mí me parecía algo tonto, y ciertamente, innecesario. Zenaida y yo una vez imitamos darnos un beso como lo hacían los enamorados y la experiencia no nos agradó. Sin embargo para Zenaida fue un compromiso tan serio que se ponía complicada cada vez que yo platicaba o me acompañaba de alguna niña. La cosa cambió cuando años más tarde conocí a una niña que se me metió en la necedad de tal forma, que me era más indispensable verla que respirar.

    Mi mundo existía, era la casa de la abuela y el centro de la ciudad. Era el cine del abuelo, los dos ríos que quedaban cerca de casa a donde me escapaba con el Terry para ir a nadar. Un buen día me di cuenta que más allá de las montañas azules que se veían desde mi casa existían otras, otras ciudades y mucha, mucha gente. Yo sabía de esos sitios por las pláticas de mis vecinos y por las cartas de las tías que vivían en la ciudad de México y que llegaban cada fin de mes. Un día me aventuré a viajar en aventura y conocí muchas ciudades en mi recorrido. En la ciudad de México conocí el tranvía que ya era habitante viejo de la misma. Luego llegó el Metro, un tren dentro de la ciudad, que recorría debajo de suelo su parte mas poblada. El día de la inauguración aproveché que el pasaje era gratuito y me la pasé toda la tarde haciendo el recorrido.

    La leche ya existía, la había disfrutado en mi tierra natal y sabía tan diferente a la de la ciudad que llegué a pensar que era a causa del encierro que sufrían las vacas en el establo donde las tenían encerradas. Las vacas de mi pueblo pastaban en el campo todo el día y eran ordeñadas al amanecer, antes de dejarlas sueltas por el campo todo el día.

    Yo sabía que la gente se moría pero nunca supe lo doloroso que era hasta el fallecimiento de la abuela. Ese día me morí con ella. Me costó mucho tiempo superar el dolor de su ausencia. También sabía que la gente nace pero no experimenté tal alegría hasta que nació el primero de mis sobrinos, esa alegría ha perdurado para siempre.

    Mi presencia ha atestiguado tantos advenimientos y tantas partidas que he sido todo lo consciente posible para anotarlas en la agenda de mi vida como parte de mi propio derrotero: la televisión a color, los satélites artificiales, la computadora, la internet, la miniaturización de todas las cosas para hacerlas prácticas y funcionales. También aquellas cosas que se han ido irremediablemente como la sencillez de la vida, la independencia de las satisfacciones con respecto al tener o no tener algo que nos hace feliz por solo poseerlo, Poseemos, creo, muchas cosas que no nos son indispensables, pero que constituyen una necesidad creada por los convencionalismos de la moda o del “status”.

    Hoy que veo las tantas cosas que el hombre posee y que le son necesarias para ser feliz miro hacia atrás y no lo veo más feliz que aquél hombre de mis primero años de vida. Bueno, quizá en esos tiempos no tenía tal capacidad de analizar a fondo esa forma de vida. Muchas cosas buenas ha traído el tiempo y el intelecto del hombre desde que estoy aquí: los trasplantes de órganos, los By Pass, el Viagra, la Red , los teléfonos portátiles, etc etc etc.

    Las comunicaciones han evolucionado tanto que al instante sabemos lo que sucede en cualquier parte del mundo; su mal, creo, es que privilegian lo desastroso atendiendo al morbo que pide sensación tras sensación.

    Sin que nadie lo exhiba, el aliento es que, en todas partes hay muchos seres humanos que hacen todo lo posible por no dejar de admirar la belleza del mundo y disfrutar de la vida, sin que las visiones catastróficas que nutren una parte de nuestra realidad les roben el intento. Eso ya existía desde antes que yo naciera, y creo que seguirá siendo lo más importante que podremos atesorar en nuestras vidas..
     
    #1
    Última modificación: 17 de Junio de 2010
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