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Delicioso

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Damian Gerbos, 16 de Agosto de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 841

  1. Damian Gerbos

    Damian Gerbos Poeta recién llegado

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    8 de Agosto de 2016
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    Hombre
    "¿A que sabes tú?" pensó Guadalupe mientras miraba con ternura a su esposo.
    Ella tenía la capacidad de mirar con ternura a cualquier cosa en la que fijara los ojos. Guadalupe era una mujer de hábitos extraños e ideas inverosímiles, vivía en una realidad muy distinta a la de los demás, desde muy niña se había alienado dentro de una percepción distorsionada del mundo y aún en su vida adulta deambulaba por los extraños y nebulosos páramos de su siempre creciente imaginación.
    Era de esperarse que se quisiera dedicar a una carrera en el arte, cualquier arte, realmente no importaba. Su padre, un hombre católico, conservador, amante del fútbol y de las prostitutas, se había plantado firme como un roble sobre su argumento poco racional de que una hija suya no estudiaría nada que no fuera contabilidad, la única profesión respetable que podía conseguir una mujer, según él.
    Guadalupe había crecido entonces reprimiendo lo mejor que podía sus desvariantes viajes más allá de la frontera de la realidad, observando el mundo siempre detrás de los salvajes bucles de cabello dorado que le caían en guedejas desordenadas sobre la cara. Se había casado sin entender bien cuales eran sus tareas como mujer, tuvo una hija hermosa, de tez blanca y facciones rechonchas como las de ella, pero con los ojos profundos y pragmáticos del padre. Se había casado con un hombre que encajaba en su modelo del hombre ideal, uno exactamente igual al que había tenido su madre: un rígido y conservador católico, adepto al fútbol y a las prostituyentes. Aquella noche, de pie junto al lavaplatos con las manos enjabonadas y los ojos entornados, mientras divagaba por unas planicies cubiertas con hojas de plata y oro, sobre las cuales brillaban cinco soles, se vio interrumpida por su marido que se despedía de ella.
    - Voy con los muchachos a jugar fútbol - sus ojos se movían nerviosos, desde luego que mentía, y aún si no mintiera, pasaba demasiado tiempo jugando fútbol para ser un contador. Le dio un beso frío en la mejilla, que era lo que siempre hacía cuando la dejaba sola para irse a su burdel predilecto. Guadalupe había reaccionado como siempre, con una sonrisa franca y esa mirada tan cargada de ternura que habría engañado a su mismísima madre de haberlo querido. Pero en aquel momento, al dedicarle su mejor mirada enternecedora, miró detenidamente al hombre que tenía enfrente, se había tornado regordete con el pasar de los años, sus mejillas perennemente lampiñas le daban un aspecto rollizo. Fue allí cuando meditó seriamente a que sabría su esposo, ¿sería tan suculento como un cerdito asado? ¿Que sabor tendrían aquellas abundantes carnes marinadas en el sucio sudor del adulterio? De pronto se encontró a sí misma pensando en comerse a su esposo, sintió como si se viera a sí misma usando una máscara hecha de piel humana ensangrentada, aquella visión le produjo un temor horrendo, y pronto abandonó la idea aquella. Se limitó a despedir a su esposo con un beso corto en los labios, fingiendo que no se daba por enterada de a donde iba en realidad.
    - No te tardes, amor - dijo en un tono solapadamente distante, y lo vio partir a su "juego de soccer".
    Se quedó sola, con sus pensamientos, sus platos sucios y su hija de seis meses dormida en su cuna, bañada por la luz del atardecer que se filtraba por las persianas a medio abrir en la cocina. Se preguntó a que se debía la afición de su esposo a las prostitutas, si ella podía darle todo aquello y con creces. Después de todo era una mujer de apetitos fuertes, pero su esposo parecía encontrar más deleite en pagar por sexo que a tenerlo gratis, pensó que quizá ella podría cobrarle, se imaginó a sí misma en aquella conversación, sonrió y sacudió la cabeza, imaginando muy acertadamente que él reaccionaría golpeándola violentamente, como la última vez que ella tocó el tema de sus incursiones al burdel local. "Delicioso..." la palabra de nuevo voló a su mente, al principio sin ninguna imagen en especial, pero al momento evocaba aquel pensamiento caníbal, comenzó a preocuparse en aquel momento, cuando su boca se fundió en una inundación de saliva, se sintió de pronto hambrienta de pensar en comérselo, en morder uno de aquellos regordetes y velludos brazos, hincando sus dientes en aquella carne jugosa, se lo imaginaba horneado, con abundante salsa y especias varias. Se imaginó que sabía a cerdo horneado, que era como comer puerco rostizado.
    Sintió una arcada al reaccionar, recapacitó rápido y sintió náusea al pensar que había estado relamiendose al pensar en comer la carne de su hombre.
    Se sintió mareada, fue al baño a refrescarse, los platos podrían esperar, se echó agua fría en el rostro para tratar de despejarse, cerró la llave del grifo y se miró al espejo, sus ojos color miel, sus mejillas redondas y sonrosadas y su nariz chata y pequeña, ligeramente levantada le daba un parecido, en nada desagradable, a un rosado lechón. "Vamos, Guadalupe..." se dijo tratando de acomodarse de nuevo la máscara de ama de casa abnegada, se recompuso para poder seguir viajando por galaxias de algodón y universos de plástico púrpura.
    Volvió a la cocina y siguió lavando sus platos sucios, la noche había caído y no encendía las luces porque le encantaba la penumbra, otra de sus peculiaridades, que justificaba diciendo que en otra vida había sido un vampiro.
    Terminó de lavar los platos y se secó las manos, sus entrañas gruñeron reclamando comida. Encendió la luz, no porque quisiera iluminación sino porque no podía buscar comida en la oscuridad. Abrió la refrigeradora, en la esquina inferior había una bolsa con un repollo, de inmediato aquella forma abultada envuelta en nylon negro captó su atención, trató de desviar la mirada y enfocarse en los quesos y carnes frías que tenía a su disposición, pero de nuevo aquel bulto le atraía la vista.
    Pronto en su cabeza comenzó a formarse una imagen, una inexorable visión de que dentro de aquel nylon negro había una cabeza, pero no cualquier cabeza, la cabeza de su esposo el regordete. Imaginó sus ojos vidriosos y sin vida, imaginó sus rasgos presionados contra la bolsa, su sangre fría y estancada al fondo de la bolsa, se vio a sí misma tomando aquella bolsa para abrirla con cuidado, echando esa cabeza suculenta en una olla de agua hirviendo, con ajo y tomillo, romero y aceite, sal y pimienta. "Delicioso", pensó mientras veía en su mente aquel banquete impío, saboreandose al morder un globo ocular, degustando sus fluidos lentamente.
    Abrió los ojos a la realidad y se dio cuenta de que estaba de pie en el aire frío que emanaba de la refrigeradora, no podía decir cuanto tiempo estuvo allí parada, pero sentía el vientre helado y los dedos entumecidos.
    Recordó su fantasía extraña y sintió asco de sí misma, tomó un poco de queso, pan y leche. Sentó sobre el desayunador, justo al borde del círculo se luz que formaba la lámpara de la cocina, con los pies colgándo al aire, se había hecho un emparedado de queso y se sirvió un vaso de leche refrescantemente fría, se sentó al borde de la tiniebla que la rodeaba y le dio un mordisco a su refrigerio.
    De inmediato escupió la comida, normalmente le gustaba el queso y el pan, pero aquello tenia un gusto terrible. "Seguramente se arruinó, demasiado tiempo en la refrigeradora" pensó, pero el sabor horrible no se iba, le dio un trago a la leche para quitarse el sabor de la boca, pero nada más el líquido entró en su boca lo escupió, tenía un sabor putrido y asqueroso, sintió más náuseas, ambos sabores eran demasiado para ella, corrió al baño y de rodillas ante el retrete devolvió a la luz lo que su estómago había intentado digerir, sin éxito. El sabor ácido y ocre del vómito le quemó la garganta. ¿Acaso la leche en su caja sellada, en su envase perfectamente cerrado, se había expirado también?
    Desanimada, porque vomitar nunca es divertido para nadie excepto quizás para esas porristas desesperadas por controlar su peso, se dirigió a la cocina y sacó una manzana de la refrigeradora, le dio una mordida solo para salir corriendo de nuevo al baño, a vomitar. Se irguió de nuevo, con las piernas temblandole como gelatina, mareada y aturdida por el episodio, se paró frente al refrigerador, cruzada de brazos, habia pocas cosas que hacían enfadar a Guadalupe, una de esas era la comida podrida y otra era vomitar, la manzana sabía a ceniza mezclada con orina, lo extraño era que la manzana se veía perfectamente sana. Pensó que quizás el refrigerador había sufrido algún desperfecto y había envenenado la comida.
    Aquella noche, mucho más tarde llegó Enrique, su esposa, Guadalupe, estaba dormida, la casa oscura y silenciosa le aguardaba en prefecto orden de revista. Se tambaleaba mecido por oleadas de alcohol, le faltaba algo en el estomago para dejar de sentirse atarantado. Abrió la refrigeradora y se quedó quieto por un instante, bañado en la luz enfermiza de la refrigeradora, contempló la escena y no sabía si darle crédito a lo que veía.
    La refrigeradora estaba totalmente vacía.
    Guadalupe despertó antes que su esposo, tenía la ventaja de haber tenido sus ocho horas de sueño y de no estar severamente deshidratada por el consumo excesivo de alcohol. Empezó a preparar un desayuno con la comida de que había sobrevivido a su purga nocturna, y a alistarse para salir a buscar más comida, la bebé estaba sentada en su sillita de comer y alegremente pataleaba, haciendo feliz sus gorgeantes ruidos de bebé. Enrique se levantó de la cama poco tiempo después, a pesar del desvelo y la resaca. Tenía algo pendiente que discutir con su mujer.
    La encontró haciendo café instantáneo y untando mermelada en una tostada.
    - ¿Que pasó con la comida? - reclamó Enrique, el cabello alborotado y las legañas le hacían lucir como un pollo enfermo.
    - ¡Buenos días, amor! - respondió Guadalupe, cualquiera habría dicho que estaba evadiendo la discusión adrede, en realidad Guadalupe no había prestado atención, imaginando como se vería un duende bañado en pintura rosa.
    Enrique se quedó paralizado un rato, el trato distraído de su esposa podía frenar el ímpetu de un rinoceronte. - Buenos... Días... - le dijo pausado y atónito, sin estar seguro de si ella sabía exactamente de lo que le estaba hablando.
    - ¿Dormiste bien? - preguntó ella, con una enorme sonrisa, dulce y radiante en sus labios, parecía estar imbuida en una especie de mágica aura dorada, se veía dulce y encantadora. La bebé sonrió contenta al ver a Guadalupe, parecía irradiar felicidad.
    - ¿Dormiste bien? - Guadalupe iba de un lado a otro con distraída dulzura, explorando varias bolsas de compras que tenía desparramadas por toda la cocina.
    - Si... Yo... Gracias... - Enrique parecía inseguro de como tocar el tema, su esposa estaba distraída como siempre y encima parecía intentar hacer mil cosas a la vez, tomaba víveres de aquellas bolsas y los inspeccionaba como si fueran posibles bombas que alguien intentaba meter a la Casa Blanca, mientras que al mismo tiempo trataba con poco de éxito de preparar desayuno para la bebé.
    - ¿Qué le pasó a la comida? - preguntó Enrique, con expresión atónita, realmente la estaba pasando mal con la resaca y su desvelado cerebro no podía procesar todo lo que estaba ocurriendo.
    - La boté, estaba mala y tuve que hacerlo - Guadalupe explicaba las cosas a medias, su mente siempre estaba demasiado ansiosa por despegar al país de Nunca Jamás como para ponerse a pensar que la gente a su alrededor no veía las cosas desde sus ojos.
    - ¿Cómo que se puso mala? - bramó Enrique - estaba en la refrigeradora, ¿o no?
    Guadalupe se encogió de hombros.
    - Ayer probé algo de comida y tenía un sabor horrendo - dijo Guadalupe sin volverse a mirar a su marido - probé el resto y todo tenía un sabor horrible. Imaginé que la refrigeradora se había descompuesto y que había envenenado la comida...
    A pesar de ser una loca con la cabeza más ligera que un globo de helio, lo que decía no tenía nada de loco, y más bien tenía sentido.
    - Bien, eso puede pasar, haré que alguien la revise... - dijo Enrique, un tanto más calmado.
    - Por favor hazlo - dijo Guadalupe sin volverse.
    Enrique se marchó, directo a su trabajo, con resaca y desvelo. Guadalupe preparó un poco de papilla de fruta para la bebé y de hizo un par de huevos con jamón para ella, el olor de la comida era exquisito, se sentó y alimentó primero a la bebé, la pequeña Enriqueta era amante de la papilla de frutas y se lo comió todo, Guadalupe sentía hambre, no había desayunando y su cuerpo necesitaba comida. Pero al sentarse frente a su plato no sintió deseos de probar la comida, no olía mal y, al forzarse a sí misma a comer un bocado, a pesar de no sentir en la comida sabor desagradable, no le parecía apetecible.
    Comió otro bocado y se levantó de la mesa, pasó el resto del día sin que pudiera comer bocado alguno, pero el hambre le seguía atormentando. Y aunque trató de llevarse algún alimento a la boca, no le era posible comer más que un poco.
    Su esposo seguía en el trabajo y ella, en su soledad de ama de casa no encontraba la manera de salir de aquella tormentosa situación. Y la noche llegó y para variar su esposo se había atrasado, la bebé se había dormido sin problemas y ella se retorcía en una especie de agonía indolora.
    Enrique llegó pasadas las diez de la noche, se escurrió como un ladrón, se había quitado los zapatos para que su mujer no lo escuchara entrar, se quitó la ropa y se deslizó en la cama, escurriendose entre las sábanas lentamente, evitaba despertar a su mujer para que no supiera exactamente a que hora había llegado, para que no sintiera en él el aroma a licor y adulterio. Ella estaba hecha un ovillo en una esquina del colchón, igual que siempre, dormida sola en los profundos brazos de Morfeo. Se acomodó en la cama y se dispuso a dormir. Pero Guadalupe no dormía, estaba hambrienta, había intentado comer todo el día, pero ningún alimento le parecía digerible, no paraba de sentir hambre pero no lograba meterse en la boca nada comestible, no sin sentir un asco indecible. No vio venir a su esposo, tampoco lo escuchó venir aunque no le habría sido difícil, hacía bastante ruido cuando llegaba ebrio, pero sólo podía pensar en el hambre tan grande que tenía, no recordaba estar tan hambrienta, ni siquiera cuando le hizo huelga de hambre a su padre por tres días seguidos para que le devolviera sus pinturas y lienzos.
    No lo vio ni lo escuchó, pero pudo olerlo, tenía un fuerte aroma, no sabia bien de que era, pero olía muy bien, demasiado bien. La hizo reaccionar más el aroma que el peso del hombre que se metía entre las sábanas, fue el olor que invadía sus fosas nasales, le tomó un par de segundos darse que cuenta que que el aroma venía de su esposo, su boca se inundó de saliva, al punto que gotas de baba caían sobre su busto. Sintió un irrefrenable deseo que no comprendía muy bien.
    Enrique sintió que Guadalupe se movía entre las sábanas, no esperaba que estuviera despierta, pudo sentir que ella se volvía hacia él, y comenzó a besar y a lamer su brazo izquierdo.
    - ¡Vaya! Te pusiste cariñosa... - dijo Enrique, sus palabras se enredaban entre su lengua dormida por el alcohol. Ella no respondió y por un momento lo único que se escuchaba era el movimiento de los labios de Guadalupe contra la piel de Enrique, y su respiración agitada, parecía desesperada y ansiosa, Enrique sonrió con agrado vislumbrando lo que creía que seguía. Su sonrisa pronto se borró cuando Guadalupe le hincó los dientes en la carne, al principio era una mordida suave, pero empezó a apretar cada vez más y más, quiso zafarse del agarre pero no pudo, aterrado se sacudió violentamente.
    - ¡Me lastimas! - dijo Enrique, pero Guadalupe no lo soltaba, al contrario, mordía más y más duro. Enrique agitaba el brazo violentamente pero no se podía zafar del poderoso
    agarre de Guadalupe.
    Entre los dientes, Guadalupe empezó a sentir el tibio y espeso escarlata de la sangre que manaba de la piel rota de Enrique, ella recordaba que aquel líquido rojo tenía un sabor ocre, a hierro y tabú, no debería de ser dulce y sabroso, pero lo era, no comprendía bien porque actuaba de aquella forma, agrediendo a su cónyuge tan salvajemente y sin mayor provocación, eso sí no se consideraba el adulterio como provocación a la violencia. No entendía ni quería entender, el sabor de aquella sangre y el aroma de aquella piel la satisfacían más que la comida que había tratado de llevarse a la boca.
    Enrique gruñia adolorido, Guadalupe no respondía, ni parecía querer soltarlo, la sangre mezclada con saliva escurría sobre su brazo, mientras que la enloquecida mujer gemía, presa de algún trance de extasis. Entró Enrique en pánico al ver aquel comportamiento tan anormal, y reaccionó de la mejor manera que pudo, le descargó un puñetazo en la cara a Guadalupe. Ella no sintió el golpe, o al menos no sintió el dolor, pero no soltaba su presa, la sangre inundaba su boca, el sabor era increíble y se rehusaba a soltarlo, al contrario se aferró a él con manos y piernas, hincó con más fuerza los dientes y tiró hacia atrás con fuerza, la carne se desprendió del hueso y Enrique gimió adolorido, la sangre salió a chorros por el boquete abierto que dejó la mordida de Guadalupe, ella se retrajo como una serpiente después de que ataca, la sangre le manchaba la boca, el cuello y el pecho, sus ojos brillaban como ascuas en la oscuridad, incendiados por un hambre impía y una fuerza anti natural, era como un animal hambriento, dispuesto a matar sin piedad con tal de no morir de hambre.
    Enrique se sujetaba el brazo, horrorizado, no entendía bien la forma de actuar de su mujer, pero era seguro que sus intenciones no eran solo las de arrancarle un pedazo de brazo, en su mirada Enrique pudo ver un ansia predadora.
    Guadalupe masticó el trozo de carne, su consistencia era suave, y al contrario de lo que hubiera podido pensar no sabía a carne cruda, tenía un gusto único, un sabor que no podía comparar con nada más, era algo totalmente intoxicante, tragó lentamente aquel manjar, y luego alzó la vista, allí estaba su esposo, ensangrentado, con los ojos desorbitados de pavor, como el pez que cae fuera de la pecera y descubre, para su desgracia, que en el aire no respira, solo en el agua. Supo en ese preciso instante que no iba a vivir sin aquel manjar entre sus dientes, se inyectó de adrenalina y sonrió ansiosa por comer otro bocado.
    Enrique se sintió en presencia de un animal salvaje, hambriento y enloquecido por el instinto asesino. Sintió un temor antiguo, primitivo y delirante, la adrenalina le surgió de pronto y se activó su respuesta instintiva de huir o pelear, cerró el puño derecho y se lanzó hacia adelante, el brazo izquierdo le colgaba pesadamente mientras iba dejando un rastro de gotas rojas sobre la cama y el suelo, que le diría más tarde a los forenses en que dirección iba mientras sangraba. Se trepó a la cama de un salto y le asestó un golpe seco en la mandíbula a Guadalupe, el impacto la lanzó fuera de la cama, el puño le palpitaba furioso y adolorido a Enrique, hendiduras de los dientes de su mujer aparecieron en su puño, en el impacto se había herido con la dentadura de su enemiga. Guadalupe cayó al suelo algo aturdida, le dolía la boca y sentía el desagradable sabor de su propia sangre, escupió un hilo de saliva enrojecida y sonrió.
    - Solo la tuya es dulce... - dijo clavando de nuevo sus ojos en su presa.
    - ¿Que dices? - reclamó Enrique, el dolor de su brazo carcomido estaba volviendo, la adrenalina iba perdiendo su fuerza. - La mía sabe horrible, como debe de ser... - respondió Guadalupe, relamiendo sus labios reventados, sintiendo de nuevo ese sabor ocre a sangre, - Pero tu sangre, es tan dulce, intoxicante, eres delicioso...
    Guadalupe hizo énfasis en la palabra delicioso, haciéndola sonar mal, distorsionando lo que en realidad significaba. Enrique sintió de nuevo una muy justificada ira contra su cónyuge y se abalanzó sobre ella, Guadalupe trataba de incorporarse, estaba en el suelo, a cuatro patas.
    Enrique aprovechó el momento para darle una patada en el estómago y así dejarla fuera de combate, la idea no era mala y la primera parte de su plan simplón salió bastante bien, la patada se la acomodó justo en la boca del estómago, Guadalupe se arqueó violentamente al recibir el impacto, y dejó escapar una bocanada de aire, como las veces anteriores, una patada bien acomodada servía bastante bien para dejar a Guadalupe en plena quietud. Pero a diferencia de las anteriores golpizas que le había dado, Guadalupe seguía activa, se había aferrado a su pierna con ferocidad, encerrandola entre sus brazos, enredando sus piernas alrededor de la velluda pantorrilla de su esposo. Ladeó la cabeza ligeramente y clavó una mordida profunda en el muslo de Enrique. La sangre salió, salpicando en pequeños chorritos, como cuando se destripa un limón con demasiada fuerza. Guadalupe gimió con placer feroz mientras que Enrique lanzaba un grito torturado y gutural. Los dientes atravesaban su carne sin misericordia, la mandíbula de Guadalupe había adquirido una fuerza impresionante, Enrique trataba de zafarse pero no lograba nada, intentó desplomarse hacia atrás para romper el agarre, pero ella le tenía asido tan firmemente que era imposible, trató tirandole del cabello con fuerza, golpeando la cabeza de Guadalupe con puño fuerte, pero nada parecía detenerla.
    Guadalupe daba mordidas a diestra y siniestra, sentía una sed que solo podía ser calmada con su sangre, un hambre que solo podía saciarse con esa carne, quería comérselo vivo, quería comérselo todo, era delicioso. Después de un tiempo que para ella pareció tan corto y a él le pareció tan largo, sintió Guadalupe que se ahogaba entre aquella carne y soltó a su presa para respirar. Miró a Enrique con ojos lujuriosos, pero no era una lujuria sexual, era algo aún más bajo, más prohibido.
    Enrique sintió un alivio momentáneo cuando ella se detuvo, la vio mirándolo desde abajo, su cabello rizado y rubio estaba pegado en mechones cubiertos de sangre, su cara y manos estaban ensangrentadas y su ropa estaba totalmente teñida de rojo. Aprovechó su oportunidad y le dio un puñetazo seco en el rostro, mientras tiró hacia atrás con todas sus fuerzas, su esfuerzo al fin rindió frutos y pudo soltarse, era su oportunidad para huir, pero no pudo hacerlo, su pierna estaba muy dañada y no respondía a sus ordenes de salir huyendo como alma que lleva el diablo. Perdió el equilibrio y se golpeó de espaldas contra la pared del cuarto, presionando sin querer el interruptor de la luz. La brillante luz LED inundó el cuarto con su blanquecino brillo. La luz solo sirvió para horrorizar más a Enrique, el cuarto era un escenario dantesco con sangre por todas partes, en las paredes, en la cama, en el suelo y en Guadalupe, pero lo más aterrador era su pierna, le hacía falta un pedazo de músculo del tamaño de una manzana dejando ver su hueso, un chorro de sangre salía del agujero a intervalos regulares. Se sentía mareado y muy adolorido.
    Guadalupe lo contempló desde el suelo, con una mueca de satisfacción mientras masticaba la carne que le acababa de arrancar. Enrique se horrorizó de ver lo deshumanizado que estaba el rostro de Guadalupe, lo dispuesta que se veía a matar, ya no lo veía como a un ser humano, parecía más bien un león que contempla una gacela. Enrique supo entonces que no iba a poder combatir con ella, que estaba perdiendo bastante sangre y que necesitaría mas que alcohol y vendas para reparar el daño que le había hecho su mujer. Decidió rápidamente que huiría, tomaría el auto y se iría a un hospital, luego de que lo curaran se encargaría personalmente de que w a esa loca maldita a la cárcel por un tiempo muy, pero muy largo. Se svueltasvueltasvueltasvueltassss usando la pared como respaldo, y salió por la puerta, se enfrentó al corredor, largo y oscuro, reunió la fuerza que le quedaba, "puedo hacerlo" se dijo y dio el primer paso hacia adelante. No sentía tanto dolor, pero había dado un paso con la pierna izquierda, se apoyó en la pared y trató de arrastrar la pierna, iba dejando un rastro de sangre por donde andaba, el dolor era impresionante, se arrastró hacia adelante, trató penosamente de seguir por el corredor, sintiendo que tardaba demasiado en moverse, sintiendo que en cualquier momento llegaría Guadalupe y terminaría con su vida, pero ella no llegaba. Entonces miró hacia atrás brevemente, tratando de ver si ella se le aproximaba por el corredor oscuro. Pero no vio nada más que la puerta abierta del cuarto, con la blanquecina luz escapando en abundancia, y los charcos de sangre que el había dejado en su camino. Trató de seguir, se acercaba a la puerta que conducía a la cocina, de allí podría salir al garaje y de allí al hospital. El mundo parecía ir muy lento, parecía que los sonidos se hacían profundos y líquidos, sus extremidades parecían de hule y se sentía agotado y muy frío. Quizá era la sangre que lo cubría y que se estaba enfriando sobre él. Sus piernas flaquearon, el mundo giró muy de prisa y cayó de bruces. No supo bien cuanto tiempo había estado así, cuando trató de moverse, no pudo, tenía un peso sobre la espalda, era Guadalupe que lo montaba a horcajadas.
    - ¿En serio ibas a tratar de conducir al hospital? - le preguntó Guadalupe con una enorme sonrisa. - Te mordí la arteria femoral, te estás desangrando, vas a morir aquí...
    Dijo con una sonrisa llena de hambre.
    Enrique trató de arrastrarse, pero su fuerza se escapaba por la herida en su pierna, junto con su sangre.
    Guadalupe se puso de pie, pisoteando la espalda de Enrique, caminó sobre él como si fuera una alfombra, se paró junto a él y le observó mientras la vida salía de su cuerpo a borbotones.
    Enrique intentó una última vez, la esquinas del mundo se pusieron negras y el frío lo agarró como una enorme zarpa, estrujandolo más y más. Trató de decir algo, pero no entendía lo que pasaba, no entendía cual era la causa de aquella agresión. Se disponía a expirar, pero Guadalupe se puso en cuclillas, junto a Enrique, le acarició el cabello una última vez.
    - Voy a comerte, mi amor - le dijo a Enrique, con cierta ternura, hablaba como si no fuera a tener mayor opción, como si estuviera siendo forzada a hacerlo. Quizá si estaba siendo forzada, aquel apetito había llegado de forma anormal, de manera súbita, como una especie de mal espíritu. - Voy a comerte y no voy a dejar ni una uña, voy a comerte entero...
    Enrique, en sus último momentos se negó a ser comido y trató de arrastrarse una vez más, se dio cuenta de que el piso crujía, estaba cubierto de nylon blanco, volvió la vista y se dio cuenta de que el corredor entero estaba cubierto en nylon blanco. Su mente ya no alcanzó a comprender, pero ella había preparado el escenario para matarlo. Perdió el conocimiento y la muerte le llegó poco después.

    Arrastrar al cuerpo muerto de su esposo fue una tarea mucho más complicada de lo que pensó, tardó casi media hora para llevar el cuerpo hasta la cocina, se sentó jadeante en el suelo, no había pensado bien en como iba a disponer del cuerpo, no tenía demasiado tiempo antes de que la carne se pusiera mala. Y sería una tragedia completa matar a su marido para no poderselo comer.
    Se levantó y fue al garaje, volvió con una sierra para metales, resultó ser lo suficientemente fuerte para poder destazar a su esposo, empezó por los brazos, los cortó en tres trozos cada uno, luego las piernas, que tuvo que cortar en varios trozos pequeños, los muslos le dieron bastante trabajo, el fémur resultó ser bastante desafiante. Siguió con la cabeza, la envolvió en varias bolsas, se imaginó que podría hornearla o preparar una buena sopa con ella.
    Despuntaba el alba cuando empezó a trabajar en el torso, lo abrió con el cuchillo más grande de la cocina, el hígado lo reservó aparte, los riñones en una bolsa doble para prepararlos al jerez, los intestinos los colocó apresurada en una bolsa más grande, los limpiaría más adelante para hacer embutidos. Con la sierra separó las costillas para asarlas con bastante barbacoa, cuando hubo terminado recogió todos los pedazos y los puso en la nevera, recolectó toda la sangre y la colocó en varias vasijas y recipientes. Almacenó todo, se bebió un vaso de sangre, que seguía teniendo ese intoxicante y maravilloso sabor. Recogió todo el nylon y se volvió a meter a la cama, amanecía y la bebé iba a despertar en breve, quería descansar después de su triunfo oscuro. Se sentía satisfecha, tenía carne para rato, mucho rato, pero a la vez estaba triste, ella no había querido matar a Enrique, pero no pudo evitarlo, ahora ya no había marcha atrás, en la vida no hay Ctrl + z.

    - ¿Cuando fue la última vez que lo vio? - el policía estaba de pie en la cocina, con una libreta, anotaba con parsimonia lo que narraba Guadalupe con angustia.
    El policía parecía no haber prestado atención en nada de lo que ella decía.
    - Anoche, vino más ebrio que de costumbre, me hizo esto - dijo señalando los moretones que le había hecho Enrique - y luego se fue en el auto.
    - Entonces, la última vez que lo vio - dijo el policía dibujando en el aire con el bolígrafo - ¿anoche, o cuando?
    Guadalupe se veía bastante cansada, estaba golpeada y desvelada.
    No estaba de humor para un policía que no le prestaba atención.
    - Anoche, cuando me golpeó... - dijo hastiada.
    - De acuerdo, y ¿va a presentar cargos?
    Guadalupe suspiró cansada de la conversación. El policía no la miraba directamente, parecía estar incómodo con ella. - Desde luego que sí - la indignación de Guadalupe se escuchaba a flor de voz - ¿no ve lo que me hizo?
    El uniformado se encogió de hombros y desvió la mirada.
    - Es su elección - la bebé empezó a llorar, Guadalupe había alzado la voz, y la bebé se había despertado de muy mal humor.
    - Claro que lo es - respondió Guadalupe alzando a la bebé en sus brazos para calmarla - será un bruto pero es el padre de mi princesa, por favor encuentrelo.
    El policía contempló la escena y no pudo sino sentir compasión por ella y por la niña.
    - Haremos todo lo posible - dijo y se dirigió a la puerta, pero se quedó en el umbral, había algo que lo había cautivado, le había llamado la atención desde que entró a la casa. Era el olor, no era desagradable, pero no lograba identificar bien que era. Le había intrigado desde que ella había empezado a hablar y lo había distraído durante su visita. No podía evitarlo, era casi medio día y no había desayunado. No pudo evitarlo. - Perdón que lo comente, pero que bien huele su cocina.
    Guadalupe sonrió, sus ojos cansados que a duras penas parecían tener vida hacía unos instantes ahora tenían un fulgor casi demoníaco.
    - Gracias por notarlo, estoy horneando una pierna de cerdo. - dijo halagada.
    - Huele... Delicioso... - dijo el oficial de policía.
    Se despidió y la dejó a solas con Enriqueta, que se había calmado de su llanto.
    - Si, delicioso... - murmuró Guadalupe con una sonrisa retorcida, se agachó para vigilar el trozo de pantorrilla de Enrique que se rostizaba en el horno entre vino tinto y hierbas aromáticas. Sonrió con franca satisfacción y volvió a levantar a la pequeña, alzandola sobre su cabeza, viendo como pataleaba con sus piernas regordetas.
    - Ahora me pregunto - le dijo a la bebé con una enorme sonrisa - ¿A que sabes tú? Seguro que sabes... Delicioso...
     
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