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DESTELLOS DE POTOSÍ (Estampa Colonial)

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Alejandra Correas Vázquez, 26 de Mayo de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 611

  1. Alejandra Correas Vázquez

    Alejandra Correas Vázquez Poeta recién llegado

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    DESTELLOS DE POTOSÍ

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    (acuarela colonial, en una Merced del antiguo Tucumán)


    Escondidos en la techumbre de la vista de todos, atisbábamos los niños el horizonte perlado aguardando el regreso de nuestro padre anunciado para aquel día. La nubosidad había dejado casi incoloro el escenario abierto de nuestra hacienda (llamada Merced), pero aún dentro de ella fue fácil adivinar en la lejanía la polvareda que lo traía de retorno. Los cascos de los caballos levantaban esa tierra reseca de finales de invierno, cuando aún las lluvias primaverales no se hallan próximas.

    Descendiendo por las ramas del inmenso algarrobo por el cual habíamos trepado, para alcanzar las tejas, fuimos bajando lentamente hasta el suelo. Habiendo previamente observado los movimientos de Tobías (nuestro mayordomo) quien ignoraba nuestra subida a los techos. Y saltamos para finalmente junto al aljibe, frente a la mirada señuda de mi niñera Micaela, quien a pesar de su gesto adusto de reproche no habría de denunciarnos, a ese estricto mulato que era siempre nuestro cancerbero.

    Desde allí corrimos en bandada de chicuelos hacia la verja que separaba la casa grande del campo circundante, trepándola entre rasguñones que herían nuestras piernas. Mientras el viejo mulato Tobías --obeso y remolón— abría el portal de hierro enfurecido con nosotros, quien exclamó protestando:

    —Niños indolentes… ¡Para qué se hicieron los portones!

    Pero nosotros, haciendo caso omiso a sus quejas, hallábamosnos ya en ruta hacia la tranquera de arribo, por donde debía pasar el carruaje de nuestro padre.

    Ante el alboroto, reapareció el mulatillo Ambrosio (nieto suyo), para unirse a nosotros. Y aunque su abuelo Tobías lo sermoneara olvidó en medio del patio el balde de agua que transportaba, dejándolo caído con torpeza provocando furias. Era mayor la insistencia del obscuro mayordomo en controlar a los cinco chiquillos, que en salir al recibo de los viajeros provenientes del Alto Perú.

    ¡Pero esta vez las ciudades del Altiplano aportarían a la gran casa de campo, una sorpresa que nadie imaginaba!

    Fuimos los primeros en llegar a la tranquera y antes de que el capataz se apostara junto a ella acompañado de sus boyeritos (quienes harían de pajes solícitos para aquellos viajeros agotados de caminos) ...los cinco rapaces ya habíamos llegado junto a la tranquera. Y entre todos —a pesar de su ostentoso peso— logramos movilizarla lo suficiente como para que el carruaje de nuestro padre pasara por ella. Así libre de impedimentos enfiló en dirección a la casona en cuyo portal de hierro estaba el mulato rezongón de Tobías, dispuesto a presentar un libro de quejas en contra nuestra.

    Los caballos que azuzaba el cochero pasaron a nuestro lado boqueando de cansancio, y su paso lento permitió que corriéramos a la par de ellos. Entrando de tal modo todos al unísono en el patio empedrado, el cual cubrióse de aromas múltiples recogidas por caminos exóticos. Las carretas de la comitiva cargadas de productos altoperuanos, detenidas más allá de la tranquera junto a la extensa pirca, formaban alineadas la imagen de un batallón en reposo. Mientras el gauchaje que las conducía, comenzaba el descenso.

    Una vez detenido dentro del patio el carruaje de mi padre, la portezuela abrióse para hacer descender a los viajeros. Y vimos con sorpresa al mulatón Tobías colocándose junto a ella, para hacer una reverencia espectacular, asombrosa, ofreciendo la casa a un extraño viajero que nadie conocía.

    ¡Y Potosí descendió aquella tarde en nuestro patio de piedra!

    Nuestra indumentaria con ropa ajada por correr en los montes y subir a los tejados, fue de inmediato atendida por Tobías. Apenas mi padre puso sus pies en el adoquín, hizo una señal señalándonos. Y el obeso mayordomo obedeció, tomándonos con fuerza de los brazos para escondernos detrás suyo, de la vista de tan elegante invitado.

    Espiando nosotros desde los costados de su humanidad esférica, ocultos allí por las rígidas manazas del negro Tobías que casi se incrustaban en nuestros brazos, percibimos una figura elegante de sombrero emplumado, botas altísimas, bucles, mosquete y bigote en arco. Nos fascinamos con él. El Marqués, nuestro huésped, dejaría un recuerdo indeleble de su visita en nuestra casa, tan alejada del mundanal ruido, frente al mundo cosmopolita que había ingresado con él.

    Cuando fuimos ornamentados con todos los ropajes guardados celosamente por Tobías y la niñera Micaela, para estas ocasiones especiales... Cuando nuestra belleza infantil afloró finalmente (detrás del indecoro salvaje con el cual jugábamos a diario en la serranía) pudimos por fin ser expuestos a la vista de aquel invitado. Y nuestro padre quedó orgulloso de nosotros, tanto como sorprendido al “redescubrirnos” también él, como si no nos conociera.

    Mis lacios cabellos rubios se transformaron en trencitas arqueadas y sujetas por una cinta de seda color marfil, perdiendo su indolencia habitual. El ondeado cabello rojizo de mis hermanos siempre encrenchado —que era mi fascinación y con el cual yo no me cansaba de jugar acariciándolo como si fuese el pelámen crespo de un corderito— fue peinado en imitación al visitante. Se les hicieron bucles pequeños que caían ahora mansos sobre los bonitos rostros. Habían perdido con ello toda la rusticidad habitual y fueron para todos, casi una revelación.

    Mi piel rosada pero paspada por el juego a la intemperie, fue humectada con aceite aromático. La piel de los varoncitos en extremo blancos (que ni aún al sol se coloreaba, debiendo siempre protegerse para las excursiones serranas con sombreros aludos) se destacaba ahora mediante un buen lavado, impecable y brillante. Colocáronles un traje de pana obscuro y todos los vieron en aquel momento, semejante a una reproducción en miniatura de nuestro padre.

    Los resultados con mi cabellera no fueron los mismos. Los moños de seda prendidos en mis dorados cabellos de mechones desprolijos, no lograban ocultar la indocilidad de éstos. Y sus puntas lacias emergentes como paja de los caminos, iban lentamente escapándose de su prisión, hasta terminar sueltas. Mi traje bordado al ñandutí en lino paraguayo, era más florido que la primavera próxima de aquel año, en exceso nublado.

    El Marqués no había venido solo desde el Alto Perú, pues cuatro jinetes escoltas llegaron rodeando el carruaje de mi padre, totalmente armados, que serían alojados por Tobías en otras dependencias para huéspedes. Ellos montarían vigilancia sobre nuestra casa, incluso en horario nocturno. El empedrado del patio resonó bajo sus botas en las noches sin luna durante aquellas semanas, y yo levantándome de puntillas espiaba al vigía de turno, muy fascinada, obligando a mi niñera Micaela, a mi propia vigilancia, para llevarme de nuevo a la cama.

    No descansó en paz mi pobre niñera, mientras aquellos visitantes estuvieron con nosotros. Celosa siempre de mi sueño infantil (que era su descanso) ahora alterado, pues el exotismo de aquellos guardianes armados que hacían rondas repiqueteantes sobre el adoquín, no me permitían conciliar el sueño. La casa de noche permanecía con llave, pero los vigías se quejaban de ser sometidos a esa hora, a hondazos de frutos amarillos de algarrobo, provenientes desde las ventanas de mis hermanos. Mientras yo los contemplaba extasiada bajo la tenue penumbra de lunas incipientes y sus caminatas arrobantes, me hicieron forjar fantasías inéditas.

    Todo en la visita del Marqués era deslumbrante… pero concluyó un buen día, muy de madrugada, al canto del gallo, dejando esa nostalgia que los niños sienten cuando concluye el relato de un cuento de hadas… Cuando los personajes fantásticos se van, pero la mente infantil se ha quedado junto a ellos para nunca olvidarlos.


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    Alejandra Correas Vázquez
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