Donde no transita el olvido.

Por aquellos años, yo era un hombre de rutinas sencillas, que encontraba alegría en los pequeños placeres de la vida. Hacía más de una década que había vencido la ansiedad y no conocía la frustración; mi mundo era un remanso de paz donde cada día transcurriría pausadamente. Sin embargo, todo cambió un día cualquiera, cuando, al salir de mi apartamento, mis ojos tropezaron en el rellano de la escalera con una mujer desconocida. Era mi nueva vecina, una chica de sonrisa radiante y ojos que parecían contener una enciclopedia de historias. En ese instante, el tiempo se detuvo. Mi corazón, que hasta entonces había latido sereno, comenzó a bailar arrítmico, como la tapa que resiste las embestidas de las palomitas de maíz en el microondas. Las chispas de algo conocido, que creí esterilizado, crepitaban en mi estómago, y sentí que la vida me ofrecía más que la simple felicidad de mi rutina.

Los días se convirtieron en semanas, y cada encuentro se tornaba un juego de miradas y sonrisas furtivas. A veces conversábamos en el zaguán, otras en el ascensor, pero la conversación no iba más allá de un hola, buenos días, hace buen tiempo o no lo hace . En fin, solo me faltó, para llegar a la cúspide donjuanera , hacer la pregunta clave tan deseada por las mujeres: ¿Estudias o trabajas? Una pregunta de diez en una evaluación prosástica. Eso sí, en un alarde de esa convicción prosástica que me caracteriza, me presenté muy elocuentemente para que ella no sospechara que estaba interesado en conocer su nombre. Seguro que ella no lo sospechaba .
—María —me dijo ella, sonriendo.
Era un nombre muy común, pero que a mí me parecía divino .

A veces, mientras manteníamos esas largas conversaciones, tenía la impresión de que ella me daba pie para subir de nivel. Sin embargo, la duda se instalaba en mi pecho como un visitante no deseado. ¿Y si ella no sentía lo mismo? ¿Y si mis impresiones eran solo un espejismo creado por la soledad? Mientras batallaba conmigo mismo, cada vez que me cruzaba con ella, me dejaba arrastrar hacia la profundidad de sus ojos, como si en ellos pudiera leer un universo entero.

Por fin decidí que debía actuar, que no podía dejar que el tiempo se deslizara entre mis dedos sin intentar acercarme a ella. Así que una noche, que coincidimos en un pub cercano a donde vivíamos, movido por el galopante interés que ella despertaba en mí, reuní el valor que había estado gestando y me propuse hablarle. La idea de acercarme me llenaba de nervios, pero también de una chispa de esperanza. Tal vez, solo tal vez, el destino había tejido un hilo entre nuestras almas, y era hora de descubrirlo. Pero, en el último instante, algo me detuvo. La incertidumbre se apoderó de mí, y mis palabras permanecieron nonatas, mientras la luz que la rodeaba parecía volverse más intensa, como advirtiéndome que ese momento era crucial...

...quedé petrificado, como esos artistas callejeros que levitan, observando cómo ella conversaba animadamente con quienes la rodeaban, deleitándome con su risa contagiosa y su alegría palpable.

Hoy mis pensamientos se agolpan, llenos de preguntas sin respuesta. ¿Qué habría pasado si hubiera tenido el valor de hablarle? ¿Habría descubierto que, quizás, ella también sentía esa conexión?

En aquellos días, yo anhelaba que nuestra relación escalara, en el modus operandi habitual de dos personas que se atraen, trascendiendo en el tiempo. Anhelaba tener una conversación sincera con ella, confesándole lo que había despertado en mí, sin que ella pensara que mi única intención era infiltrarme en la intimidad de sus deseos. Así habría evitado que su esencia quedara tatuada en esa dimensión abstracta, donde no transita el olvido