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Dos mil años sin Piedad

Tema en 'Prosa: Ocultos, Góticos o misteriosos' comenzado por Orfelunio, 5 de Abril de 2012. Respuestas: 0 | Visitas: 1015

  1. Orfelunio

    Orfelunio Poeta veterano en el portal

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    Dos mil años sin Piedad





    La extraña forma se convierte en diversas figurillas, derviches que aprietan muslos y succionan pechos con sus manos callosas de azadas y huertos; larga lengua para alcanzar un kristo donde el demonio muere por el grito del hechizo. Se obnubila al margen la emergencia sublime, imponente y patriarcal, mando que perfora el mito himen con el falo inquisidor de un coloso estado bendecido por el santo oficio del oficio más antiguo. No caben las ignorancias del ser supino, y sólo entrará en el templo supremo quien busque el magnífico oro, dorada proyección del ánima hacia los cielos y zonas del numen. Se completa el círculo, dividido en zigzag, al contemplar la realidad que subyace en la geometría, cuya gnosis, serpenteando en la desnudez corporal del coito humano, y por el antro del respeto hacia el deseo divino, se refugia y es unción, y a la vez es fe en la presunción y celo del ateo.

    Como casi todas las mañanas, repeinados y acicalados subían al autobús que les llevaría a la escuela. Acompañados de sus madres, de las niñeras o de algún pariente, todos procuraban ser puntuales a la salida rutinaria del viejo vehículo, cuyo conductor de gruesos bigotes, abultada panza y fumador de puros, siempre esperaba a pie de rueda. Ese día, el niño Amaro tuvo que ir sin acompañante porque sus padres habían tenido una noche de discusión, que terminó, como tantas otras veces, con el consumo de gran cantidad de alcohol y alguna que otra peladilla. Desayunó Amaro esa mañana lo que encontró en la desordenada y sucia cocina donde sus padres la noche anterior habían hecho de las suyas. No se percató Amaro del vaso que había cogido para servirse la leche con cereales; tenía una especie de color blanquecino en su fondo producto de las medidas que hacían sus progenitores cada vez que les visitaba alguno de sus amigos, cuyas visitas no solían durar, por muy frecuentes, más de diez o quince minutos. Se tomó la leche, cogió el material escolar, y se dispuso a salir a la calle como sale el aventurero a recorrer el mundo…

    Amaro, pese a las discusiones, nunca antes había tenido que dirigirse solo hasta la salida del autobús, y durante el trayecto, y a lo largo del camino, se percató no sólo del olvido y psicodelia de quien acecha, sino de cosas de espía no hechas anteriormente, y que en su caso era simple curiosidad de los alrededores; personas, establecimientos y negocios que encontraba a su paso: extraños restaurantes, casas de masaje, garitos y garitas de copas, una iglesia puntiaguda, un señor orinando en plena calle; unos perros de color azul y militares que no tienen quien les escriba o se van a dedo un largo fin de semana; señoritas de mucho ver y poco vestir, sacerdotes con alzacuello, señoras avestruces que miraban para otro lado, entierros y funerales de las mamas de pechos grandes y por los huevos pasados por agua; semáforos rojos como la sangre, y seres verdes que asesinan a los niños drogadictos. Una procesión de hombres, escapularios y capuchas, masoquistas de la carne; y monjas, monjas padeciendo por ser jóvenes, y otras más mayores disfrutando por lo mismo, un profesor hurgándose la nariz y haciendo pelotillas, tres muchachos masturbándose con yemas preciosas y gemas esculpiéndose en la vida; un sacristán con flores a María, fotonovelas porno y revistas de señoras a la vista, gemelas torres, terroristas del alá y asesinos del olé; baboserías y teleles, guardia civiles ibéricos, policía, policía, mucha policía; Hiroshimas y Nagasakis, góticos palos y barrocas vieiras; mamameus sin dientes de mongólicos sueños, cámaras de gas en Mauthausen; Amsterdams y Harlems, Compostelas del Bronx, siux y tomajauks, quinquis y agotes; vaqueiros, pasiegos, aztecas y apaches, doctores y enfermeras, enfermos clientes, rameras, culos de rana, lenguas de sapo y sanos cualquiera; ambulancias, bomberos, y la crónica de una muerte anunciada: Amaro en tierra, sus padres borrachos; cojos en bicicleta, manos que eran ladrones de guante falso, un autobús que no espera, y una pelota que cruza el asfalto… Pasó un vehículo sobre el perro muerto esparciendo su sangre y sus vísceras… Eran los padres de Amaro con prisa, intentando alcanzar al autobús para entregar al niño la olvidada merienda.
    “Dos mil años de impiedad, y lo cotidiano y más normal es que el pío sea el demonio, y el impío la verdad.” ©
     
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    Última modificación: 5 de Abril de 2012

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