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Efímera eternidad

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por ivoralgor, 15 de Diciembre de 2014. Respuestas: 2 | Visitas: 565

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    Cuando quiero llorar, no lloro…
    y a veces lloro sin querer.


    Rubén Darío.

    Desperté sobradamente melancólico ese día. No pude dormir la noche anterior, el recuerdo de Julieta me abrumó. Nos prometimos amarnos eternamente. Sé que parte de la culpa fue de la distancia y mucho del destino. Te voy a esperar hasta que vuelvas, Jorge, dijo la noche en que nos despedimos en el cuarto del motel. Por esos días, me sentía con ganas de comerme al mundo, de ir por el sueño americano. El gobierno de Canadá daba todas las facilidades para poder vivir ahí; necesitaba mano de obra porque sus residentes estaban emigrando a los EE. UU. En México las oportunidades de trabajo eran pocas y pagaban una miseria; cosa que no ha cambiado mucho. Te prometo que todos los días te escribiré, le mentí a Julieta. Desde el primer día que estuve en Vancouver me deslumbré: mujeres de ojos claros, rubias, con un francés erótico para mis oídos; edificios que sólo en películas había visto; un mundo nuevo frente a mis ojos y mucho por descubrir. Julieta fue, por un tiempo, el último pensamiento que tenía antes de dormir.

    Mis papás no estaban convencidos con la idea de que me fuera a vivir a Canadá y más sin saber el idioma. Cuídate mucho, hijo, dijo mi mamá cuando me daba la bendición antes de abordar el taxi que me llevaría al aeropuerto. Los trámites de la visa y el pasaporte fueron un peregrinar de varios meses, pero al fin los obtuve. Me iría a trabajar como ayudante de cocina y luego ya vería. Por algo se empieza un sueño, pensé. Después de un mes le escribí el primer correo electrónico a Julieta. Le describí cómo era Vancouver y su gente; hasta le envié una foto. En otro correo le conté de Zoraida: una Chilena que me estaba enseñando inglés y francés. Zoraida trabajaba igual como ayudante de cocina en el mismo restaurante. Si quieres yo te puedo enseñar el idioma de aquí, me insinuó coquetamente. A los pocos meses ya vivíamos juntos.

    Zoraida tenía problemas con su matriz y no podía tener hijos, cosa que acepté sin mayor problema. Con ella viví muchas aventuras y viajamos mucho. Julieta aparecía esporádicamente en mis sueños. Sabía, dentro de mí, que algún día tenía que aclarar las cosas con ella. Sonará cursi, pero nos debíamos una plática por el amor que nos juramos alguna vez. Ese pensamiento se hizo más latente cuando Zoraida, desgraciadamente, murió al caer de un barranco cuando regresaba a la casa. Su muerte me dejó destrozado, sin ganas de vivir. La amé demasiado y no quería buscar a otra mujer. Seguí el consejo de su mamá: Debes seguir tu vida, ella así lo habría querido. Me dediqué a trabajar, día y noche, y a ahorrar para regresar a Mérida y poner un pequeño negocio.

    Regresé a Mérida, hace un par de años, convencido de arreglar las cosas con Julieta y dejarme llevar por el sentimiento o eso pensaba inconscientemente. Seis meses después supe donde vivía. Tenía miedo de irrumpir en su vida abruptamente, así que investigué su vida antes de ir a verla. Vivía en una casa cerca de la Central de Abastos. Esa mañana compré un ramo de flores y juguetes para sus dos hijos: Yolanda y Pedro. Toqué la puerta con temor. Se abrió la puerta. Fue la primera vez que la vi con tristeza y lástima. El tiempo había hecho meya en Julieta. En sus ojos ya no había ese amor que desea ver. El tono impersonal con el que me saludó me encogió el alma.

    - Hola - dije.
    - Hola - contestó fríamente.
    - ¿Cómo has estado? - pregunté nervioso.
    - Bien - contestó secamente.

    La vi, sentada de espaldas, en el rincón oscuro del recuerdo. No podía ver a la mujer que había dejado diez años atrás. Contuve las lágrimas y apreté el alma. Supe que se casó a los tres años de mi partida. No aguantó más tu ausencia, me dijo mi mamá. Una tarde vino y me dijo que ya la pretendía otro hombre y que ella le quería corresponder. Simplemente le di la bendición, finalizó mi mamá con lágrimas en los ojos. Yolanda y Pedro dormían en la primera pieza de la casa. No tuve el valor de entrar, me quedé en la puerta; tampoco ella me invitó a pasar. Pedro, su marido, murió en un accidente de trabajo: se cayó de un tercer piso; era Ing. Civil y estaba supervisando una obra. Las vecinas de Julieta me dijeron que eso le afectó bastante, que ya no era la misma. Quise decirle que aún la amaba, que lo podíamos intentar de nuevo, pero al ver su mirada melancólica supe que la había dejado de amar desde que me fui a Vancouver y el amor que sentía por Zoraida aún latía fuerte.

    Sus respuestas monosilábicas, y frías, me coartaron la libertad de preguntarle muchas cosas. Me tengo que ir, dije. Le dejé las flores y los juguetes. Gracias, dijo antes de cerrar la puerta. Subí al auto y me alejé de la casa lamentando su tristeza. Las heridas sanan con el tiempo, pensé. Quería llorar, pero fue inútil a pesar de lo encogido que tenía el alma. A la mañana siguiente, con la sobrada melancolía, y sin querer, lloré mi soledad.

     
    #1
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  2. MARIANNE

    MARIANNE MARIAN GONZALES - CORAZÓN DE LOBA

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    a veces nos toca eso al final, llorar en soledad, un sentido fragmento nos dejas, abrazos
     
    #2
  3. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    Un gustazo que dejes tus huellas por mis lares!!

    Así es, la soledad es nuestra eterna compañera en algunos pasajes de nuestra vida.

    Saludos!! :)
     
    #3

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