El amor nace conmigo

El amor nace conmigo, como una espina clavada en el costado, como un río que no sabe hacia dónde va pero insiste, terco, en buscar su océano. Lo llevo desde siempre, aunque a veces lo olvide, aunque lo entierre en las arenas movedizas del miedo o lo cubra con la costra dura de los días que no importan.

Nace conmigo, como la música que suena en una casa ajena, apenas un murmullo que se cuela por las ventanas cerradas. No lo pido, no lo invento, no lo espero: simplemente está ahí, latiendo como un reloj sin agujas, como el temblor en las manos que nunca acaba de desaparecer.

El amor me habita antes que los nombres, antes que los cuerpos. Nace conmigo, no por ti ni por nadie, no por un rostro ni una voz ni la promesa de lo eterno. Es una raíz que no precisa tierra, que crece hacia adentro y florece en la oscuridad, como si supiera que su única misión es ser, incluso cuando todo lo demás se desvanece.

Y ahí estoy, condenándome y salvándome a partes iguales, porque el amor me ha nacido tantas veces que ya no sé si soy yo quien lo carga o si es él quien me lleva a cuestas. Nace conmigo y me desborda; me obliga a buscarte en los pasillos de lo imposible, en los espejos que devuelven rostros que no son tuyos, en los silencios que gritan lo que no puedo decir.

El amor nace conmigo, pero no me pertenece. Es una herencia incómoda, un destino que no elegí y que, sin embargo, acepto. Porque en su luz, en su sombra, en su caos y su fulgor, soy más yo que nunca.

Y aunque el amor nazca conmigo, siempre termina muriendo en alguien más.

 

¿Qué tiene el amor que no me quiere?

Debe ser alérgico, eso tiene que ser. Mi amor usa perfume barato y el amor, el verdadero amor, tiene narices finas y gustos exquisitos. Se le atora mi sencillez como si fuera una espina en la garganta. Yo le llevo flores del mercado, de esas que huelen a regateo y a tres días de vida, y el amor se pasea en jardines botánicos, oliendo orquídeas que cuestan más que mi renta.

¿Qué tiene el amor que no me quiere? Tal vez soy yo, que siempre llego tarde a sus citas. Cuando él está listo, yo ando buscando las llaves, el abrigo, las ganas. Siempre corriendo detrás, como un perro desorientado que se enreda en sus propias patas.

O quizá es que al amor no le gusta mi humor. Le cuento un chiste malo, de esos que se ríen solos, y el amor pone esa cara de superioridad, como si hubiera estudiado filosofía en París y yo fuera un simple vendedor ambulante con diploma de primaria.

El amor no me quiere porque soy torpe. Porque, cuando intento conquistarlo, me tropiezo con mis propias palabras, le confieso mis miedos en lugar de mis fortalezas y termino diciendo que me gusta su sonrisa justo cuando se acaba de enojar conmigo.

¿Qué tiene el amor que no me quiere? Pues lo mismo que el café caliente: me quema y me despierta. Lo mismo que los gatos callejeros: se acerca, se frota en mis piernas y luego se va sin despedirse. Lo mismo que las canciones tristes: me llena de nostalgia por algo que ni siquiera viví.

Pero está bien, ¿sabes? Porque aunque el amor no me quiera, yo lo quiero por los dos. Lo quiero con la intensidad absurda de quien sigue apostando en una mesa de cartas marcada. Lo quiero aunque me cierre la puerta en la cara, porque siempre hay otra ventana por donde colarse.

Y quién sabe, tal vez un día el amor me mire, me entienda, y diga: "Bueno, ya qué, ven acá". Y yo, como siempre, llegaré tarde, pero llegaré riendo.