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El Blomo

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por versos rotos, 16 de Noviembre de 2017. Respuestas: 2 | Visitas: 627

  1. versos rotos

    versos rotos La poesía es el cristal a través del que miro.

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    Zaramiel es un pueblo perdido en la vasta serranía de Martuqueque. De la veintena de casas, solo quedan habitadas la del viejo Brando y la de Tarso, un renegado de la ciudad cosmopolita, que hacía seis años recaló en Zaramiel y nunca más salió de allí.


    Tarso era ahora delgado y fibroso, con tan poca chicha que los huesos se le marcaban por doquier, pero sin embargo tenía nervio y fuerza para bregar cada día en el agreste rincón que él denominaba su mundo. Pero hubo un tiempo en que el sobrepeso casi llega a matarlo.


    Se afanaba en colocar cubos, cubetas y cuantos recipientes encontraba porque la lluvia amenazaba tormenta y las goteras empezaban a amenazar los montones de libretas que por todos lados tenía apiladas. La única vez que Brando entró en casa de Tarso comentó “buen material para prender la chimenea”: Estuvieron un mes sin saludarse.


    Brando y Tarso eran dos seres que se habían hecho huraños a fuerza de andar todo el día metidos en sus cosas, cruzando las palabras de diario imprescindibles para sobrevivir: “Mañana salimos a pescar”, le decía Brando, “salimos”, le contestaba Tarso, y ya no necesitaban mucha más conversación, conocían la hora de salida y lo que cada cual tenía que preparar: Brando los cebos y Tarso las trampas que instalaban en un recodo concreto del río.


    Cada quince o veinte días, Brando bajaba a Popacana, una pequeña localidad que distaba unas cuatro horas de buen caminar, Allí intercambiaba las tallas de madera que iba realizando y que se vendían bien a los turistas que se dejaban engañar, ofreciéndoselas como figuras de antiguas tribus precolombinas, y a cambio se traía algunos víveres que no les suministraba la sierra. En esos viajes, Tarso le daba un billete de 500 pesos o monedas por un valor similar y una pequeña lista con lo que él necesitaba, generalmente libretas, bolígrafos y a veces algún libro. Tarso nunca bajaba al pueblo, Brando al principio le insistía para que le acompañara, pero hacía mucho que había claudicado.


    La vieja casa de Tarso, donde un día naciera su abuelo, estaba tan ruinosa que apenas si podía evitar que la tormenta fuera más dócil dentro de ella que a la intemperie. Pero a él eso nunca le preocupó, y apenas dedicaba tiempo a reparar lo imprescindible.


    Poco a poco el temporal fue arreciando y se le hacía por momentos imposible resguardar todo su preciado material.


    Enfrascado en la tarea, entre el bramido del viento y el estruendo del agua, Tarso oyó un ruido extraño, como si algo hubiese caído en alguno de los recipientes salva-goteras.


    El sonido vino de la habitación del fondo, o eso le pareció; a ella se dirigió mientras iba mirando en cuantos cubos se hallaban en el camino.


    Al acercarse, se escuchaba un chapoteo incesante que venía, sin duda ahora, de uno de los barreños de aquella estancia. Recordó la vez que con la lluvia cayeron renacuajos.


    Al fondo de la habitación, donde el techo estaba más deteriorado, el enorme barreño ya casi rebosaba y vio que algo saltaba dificultosamente en su interior. Cuando estuvo cerca y vio con cierta claridad lo que se movía, quedó petrificado y no se atrevía ni a avanzar ni a darse la vuelta.


    Entonces oyó una voz, pero realmente no oyó sonido alguno, sino que en su cabeza oyó una voz: “¡por favor sácame de aquí!”


    Tarso, lívido, miró aquella figura indescriptible que salpicaba agua y parecía que de un momento a otro se ahogaría.


    Hubiera jurado que aquella cosa informe le gritaba una y otra vez, pidiéndole auxilio, pero las palabras tan solo estaban golpeándole las sienes desde dentro.


    -¡¿Qué coño es esto, qué eres!? –y al mismo tiempo que gritaba se preguntó con quien estaba hablando-


    Sácame de aquí y te lo explico, soy un blomo; por favor no resistiré mucho más dentro del agua –volvió a oír en su cabeza con tanta nitidez como si le hubieran hablado al oído-


    -¿Eres un qué? -chilló

    Pero ya no hubo respuesta alguna, Tarso observaba, pétreo, como aquel bulto que le parecía una raíz de caña o un pedazo de madera con ramas alrededor, se empezaba a hundir en el barreño metálico.

    Miró de reojo alrededor y vio que sin tener apenas que moverse, podía alcanzar una escoba que había apoyada en la pared, alargó el brazo sin quitar la vista del extraño objeto y sin acercarse, lo metió en el barreño en intentó cogerlo por debajo para tirarlo fuera. Cuanto lo estaba levantando vio que de pronto, las extrañas extremidades o raíces se abrazaban con fuerza al palo de la escoba. Tarso dio un respingo hacia atrás soltando la barredora y fue a tropezar con una pila de cajas con libretas, cayendo torpemente sin saber donde agarrarse y sin apartar la vista de aquella cosa.

    -¡Oh!, siento haberte asustado, no era mi intención, muchas gracias por sacarme del agua. –Tarso movía la cabeza como negando las palabras que escuchaba en su interior, eran como pensamientos, pero sentía que no venían de él sino del bulto que seguía asido a la escoba- No puedo emitir sonidos como tú, pero si hacerte que pienses lo que quiero decirte, por favor no temas, no soy peligroso.

    -¿Pero que eres, de donde has salido? –pensó decirle Tarso, que no daba crédito a la estúpida conversación que tenía consigo mismo-

    -¿Ves? simplemente que lo pienses, puedo oírte. Soy un blomo, he llegado aquí por accidente, es una larga historia. ¿Podrías darme algo con lo que secarme y te lo cuento?

    El hombre se incorporó de la difícil postura en que había quedado entre las cajas, se acercó al extremo opuesto donde estaba agarrado el blomo y cogió lentamente la escoba levantándola sin perderlo de vista. Con el brazo extendido al máximo llevó la escoba a la pieza que tenía por salón principal, luego buscó una vieja toalla y la lanzó al blomo, que lo cubrió casi por completo.

    Bajo la tela, el blomo empezó a moverse, agarrando con las extremidades pliegues de toalla y frotándose enérgicamente.

    -¿Eres venenoso o algo así? –dijo Tarso atónito-

    -¡Que va!, de veras que soy totalmente inofensivo, ese es uno de los motivos por los que he llegado hasta aquí, los blomos carecemos de medios para defendernos ante cualquier peligro o ataque.

    -¿Pero has caído del cielo?

    -Mas o menos, verás hay un pequeñísimo planeta ahí afuera, tan pequeño e insignificante que vuestra raza nunca ha dado importancia porque apenas se nos ve en la galaxia.

    -¡Eres un extraterrestre!

    -Bueno sí, desde vuestra perspectiva, ya que no soy de esta tierra, se puede decir que sí. Aunque nosotros preferimos pensar que somos vecinos vuestros, simplemente, hemos vivido aquí al lado siempre, somos, como vosotros, habitantes del universo.

    -¿Habéis venido más como tú?

    -Eso sí que no puedo saberlo, verás debe de hacer como unos doscientos o doscientos cincuenta años vuestros, nuestro pequeño mundo se vio alterado…

    El blomo, que había dejado ya de secarse, se movía ahora con gran facilidad, alcanzó el destartalado sillón de Tarso y trepó hasta él.





    La luz que se colaba por las rendijas de la destartalada ventana venía a apuntar directamente a los ojos de Tarso, que encogido yacía sobre el sofá, ladeó la cabeza huyendo del molesto e inoportuno rayo de sol vespertino y abrió ligeramente, pesadamente los ojos. Estaba entumecido por la incómoda postura en la que había dormido, su cuerpo estaba entumecido como también lo estaba su cabeza. Miró a su alrededor, intentando centrarse, le suponía un enorme esfuerzo recordar por qué había pasado la noche en un sitio tan incómodo, en el sofá apenas cogía, por lo que llevaba horas en una postura fetal, de la que le estaba costando trabajo desprenderse para reajustar sus músculos a la normalidad.

    Recuperada la compostura, cayó en la cuenta de que la tormentosa noche no había sido excepcional por la lluvia sino porque había estado hablando con un extraterrestre hasta altas horas de la madrugada. A sus pies encontró la escoba tirada en el suelo junto a una toalla echa un ovillo, buscó a su alrededor al extraño inquilino con el que estuvo compartiendo sofá, pero no había ninguna señal de aquel ser extraordinario que invadió su casa pero sobre todo su mente durante toda la noche. Se levantó y sintió que tenía agujetas en las neuronas, la cabeza le daba vueltas y notó que le costaba ordenar sus pensamientos de forma coherente.

    Tarso se consideraba un hombre racional, práctico; hacía mucho que había dejado de creer en todo lo que no fuera palpable y entendible, su pequeño rincón de selva era su mundo, su religión, su cielo, su infierno a veces, y todo lo que había fuera de allí carecía de interés. También lo eran sus libretas, repletas de reflexiones, anotaciones, disquisiciones, descripciones y a veces, de introspecciones en su pasado.

    Y ahora la cabeza le daba vueltas, pensando que había pasado la noche dialogando mentalmente con un ser de otro planeta, como si fuera lógico que te viniera a visitar un amigo de Marte o la Luna, estuvieras de cháchara durante una tormenta y luego desapareciera.

    Estaba claro, o así lo pretendió aimilar, que tuvo un extraño sueño, quizá el cansancio del ajetreo por preservar del agua sus cajas; quizá no haber cenado ni comido nada el día anterior, “a ver si el viejo indio va a tener razón y la soledad de la selva empieza desquiciarme” se dijo en voz alta al tiempo que daba vueltas por el salón buscando no sabía qué exactamente.

    Pero si todo era fruto de una extraña alucinación, que hacían la escoba y una toalla casi enrollada a ella, y porqué recordaba con tanta nitidez el nombre que aquella cosa le había ‘dicho’ y todos los detalles de su aventura hasta llegar allí.

    Miró por las rendijas de la ventana y vio que la tormenta había dejado, como solía hacer siempre, una mañana luminosa y extremadamente olorosa, la abrió y dejó que al fin la estancia se llenara de una cálida y reconfortante brisa que le traía multitud de olores y de sonidos venidos del interior de la selva, también los animales debían estar celebrando el final de la tormenta, sobre todo los loros que parloteaban incesantemente llenando los alrededores de infinitas conversaciones ininteligibles para Tarso, y a veces entre sus estridentes peroratas también se dejaban oír algunos monos, los aulladores sobre todo.

    Tenía mucho por hacer a su alrededor, vaciar todos los recipientes de agua y revisar que algunas cajas no hubieran sufrido humedad y tuviera que sacarlas al sol. Sin embargo no se encontraba con fuerzas de emprender semejante tarea con el estómago vacío, así que dio buena cuenta de un par de bananas y un trozo de pan de bono que hacía con sus propias manos Brando, utilizando harina de maíz, queso, yuca y alguna cosa más que a él se le escapaba porque nunca le preguntó ni se interesó en aprender a realizarlo, era más práctico comprárselo; todo acompañado con una taza de té verde caliente.

    Repuesto el estómago, se decidió a retirar los pesados cubos de agua que había dispuesto por toda la casa, la tarea era delicada pues estaban muy llenos y durante el transporte hasta que los vaciaba arrojando el agua por alguna de las ventanas, las cajas llenas de libros y libretas podían sufrir el derrame de alguno de ellos.

    La voz de Brando surgió por encima del rumor de los loros, cuando, asomado a la puerta de su casa, se interesó por él.

    -¡Tarso! ¿Va todo bien ahí?

    Tuvo que esperar un poco a responder porque el esfuerzo y concentración con un enorme barreño rebosante le impedía atender a su vecino. Lo sacó trabajosamente por la puerta y lo volteó a un lado de los peldaños que componían la pequeña escalera que daba acceso a su vivienda. Las construcciones allí estaban todas sobre pilares de madera, a más de dos metros de altura, con el fin de evitar las avenidas de agua y sobre todo las serpientes y otros habitantes molestos de la selva.

    Cuando se hubo deshecho del peso contestó a Brando.

    -¡Todo bien aquí!, ¿y tú?

    -¡Aquí sin problema! -confirmó Tarso.

    Brando sabía que Tarso rehuiría su ayuda para desalojar el agua de su casa, así que aquella fue toda la conversación que departieron ese día.

    El sol alcanzaba la cumbre del cielo cuando Tarso concluyó la tarea de desagüe y revisión de su material. Estaba extenuado, había conseguido olvidarse de mal sueño de la noche y decidió retomar la cotidianidad, cogió la libreta que en aquellos días llevaba en uso, una bolsa donde dispuso almuerzo y su imprescindible machete al cinto. Se calzó las botas altas y salió, como de costumbre, hacía el minúsculo embarcadero que habían construido, hacía unos años, Brando y él en un escondido recodo del rio.

    Allí Tarso tenía, sobre unos árboles cercanos a la orilla, una plataforma de troncos, a tres o cuatro metros de altura dispuestos a manera de atalaya desde la que se podía ver un amplio tramo del río Caquetá, desde la curva que a su izquierda lo cerraba en ángulo casi recto hasta varios kilómetros a su derecha, donde se perdía en el horizonte de selva.

    Allí Tarso tenía, el centro de su pequeño y verde mundo, donde pasaba la mayoría de las mañanas, solo, con sus libretas, y a veces con un mono que se había acostumbrado a recibir los restos del almuerzo, aunque él nunca intentó acercarse al primate, un tití barba roja, y se limitaba a dejar al borde de la plataforma algún trozo de pan o fruta, que el monicaco tomaba, ya con confianza pero sin aproximarse más de lo estrictamente necesario.

    Pero quien con más frecuencia le acompañaba era una guacamaya roja (llamadas también guacamayas maja), de imponente colorido y tamaño que le comía de la mano cualquier trozo de fruta que le daba y que se quedaba largos ratos a su lado, pegada a él sobre el tronco de pambil que había labrado en forma de banco, como si el animal compartiera las tribulaciones y meditaciones que hilvanaba en sus cuadernos o simplemente dejaba correr en sus pensamientos, como el agua corría rio abajo, con un rumor sin estridencias pero continuo, con un fluir hasta perderse en el horizonte de la selva, sin acabarse nunca porque detrás, otro rumor se acercaba desde la curva que a su izquierda lo cerraba en ángulo casi recto, igual que sus pensamientos, eternos rumores que fluían y parecían perderse pero que siempre reaparecían, desde la curva cerrada casi en ángulo recto de su pasado.

    Pero aquella tarde estaba solo, ni el primate ni la lora, como él la llamaba, hicieron acto de presencia, probablemente afanadas en sus quehaceres tras las torrenciales lluvias de la noche anterior.

    El agua corría con mayor fuerza que de costumbre y más oscura también, por los arrastres de la lluvia, pero seguía siendo una música que envolvía e inundaba hasta el tuétano, una melodía que a veces apaciguaba las turbadas reflexiones, otras evocaba tiempos pretéritos que creía olvidados, otras hacía fluir poemas que bailaban sobre el cuaderno cómo sobre el rio la espuma. Era el rumor de las aguas que se perdían por donde la vista alcanzaba a su derecha, aguas que nunca más vería, aguas en las que a veces pretendía enjuagar las manchas de su pasado, que las arrastrara la corriente hasta perderlas en el horizonte del olvido; pero las aguas se iban y las manchas volvían a surgir de nuevo, siempre imborrables.

    Divisó un enorme tronco que bajaba hundiéndose y reapareciendo, acercándose peligrosamente a la orilla donde tenían el pequeño embarcadero, pero en el último instante la corriente lo hizo girar y pasó por la margen opuesta hasta perderse, como las aguas que nunca más vería.

    Como nunca más vería a Camila, ni a sus hijos, Santiago y Alejandra. Hubo un tiempo en que tuvo la seguridad de que navegarían juntos, siempre en el mismo barco hasta la desembocadura final, porque nunca cuando inicias un viaje junto a alguien calculas que el barco pueda zozobrar, nunca cuentas que los rápidos puedan estrellar la nave contra las rocas, y mucho menos que tu tripulación, con la que has planeado el viaje más largo de tu vida, deserte a mitad de camino y se suba a otro barco, con otro capitán y otro rumbo.

    Camila, con sus grandes ojos negros, encuadrados en aquel rostro que siempre se le antojó perfecto, de mejillas ligeramente prominentes, de nariz pequeña y graciosamente respingona, de labios carnosos dibujando eternas sonrisas que mostraban dos paletas blancas sutilmente lujuriosas, labradas ex proceso para solicitar los más dulces besos, se acercó aquella noche a la mesa que Tarso tenía por escritorio, apoyó las dos manos sobre el borde, inclinándose levemente hacia delante, permitiendo que bajo la bata de seda azul, sus pechos sin sujetador quedaran parcialmente a la vista, justo a la altura de los ojos de Tarso que reparó en ellos unos instantes (¿cómo no fijarse en aquellos senos que tantas veces había tenido en sus manos y en su boca?), no eran demasiado grandes pero todavía altivos a pesar de haber criado a dos hijos; pero la mirada fue fugaz, levantó la cara y buscó los grandes ojos negros, sabiendo que aquella postura y aquella mirada no auguraban nada agradable.

    -Esta mañana he estado en el despacho de una abogada para que tramite la solicitud de divorcio. Me gustaría que mientras se arregla todo busques algún sitio dónde vivir. – Dijo Camila sin levantar apenas la voz, cómo si le estuviera dando un recado para la compra del día siguiente-

    -Debe haber alguna otra solución – argumentó Tarso a pesar de saber que no-

    -No la hay, y si la hay no quiero buscarla – y en su tono de voz no se vislumbraba odio, ni rencor, Camila hablaba con el peor de los sentimientos: la indiferencia-

    Tarso calló, sin desviar la mirada de los grandes ojos muy negros de Camila, buscando en el fondo recóndito de aquellos que un día fueron pozos de amor inagotables, algún brillo que denotara la posibilidad de una lágrima, de una señal de cariño, o afecto al menos. Pero había una frialdad calculada en ellos, como si se hubieran preparado concienzudamente para la ocasión, igual que un actor se prepara para llorar cuando el acto a escenificar así lo requiere.

    -¿Y los niños?, Alejandra es muy pequeña, no lo va a entender y Santiago… ¿sabe Santiago algo de esto? –Tarso buscaba clavos en ascuas a los que asirse-

    -Déjalo Tarso –sentenció Camila-, lo que los niños no merecen es esta situación, y deben conocer toda la verdad, si tu no se la dices lo haré yo.

    -¿La verdad, como voy a explicarles que su padre ha fracasado, y que cometió errores de los que se arrepiente cada minuto de su vida? –Ahora a él sí le brillaban los ojos y amenazaban unas lágrimas con rodar mejilla abajo-

    -Tendrás que hacerlo, o lo haré yo. Y por favor, procura que a primeros de mes te hayas trasladado a algún lado, yo no puedo seguir cruzándome contigo por la casa y mucho menos compartir la habitación.

    Lo de la habitación era una alusión innecesaria, porque hacía tiempo que Tarso dormía en el sofá del despacho, aunque procuraba que los niños no lo vieran.

    -¿Tarso?..... ¡Tarso!

    Tarso se sobresaltó porque de pronto oyó que le llamaban, pero no oyó sonido alguno, sino que en su mente oyó su nombre, al tiempo que en la mano que tenía apoyada en la baranda de la tarima sintió un roce y un golpeteo luego. Al mismo tiempo que se levantaba de un salto y quitaba la mano izquierda del madero llevándosela a la derecha para asegurarse de que nada tenía en ella, chilló “¿¡Blomo!?”

    -Si, ¡Oh! disculpa, no pensé en que no puedes verme así.

    Y como surgido de la nada, el extraterrestre del que Tarso ya se había olvidado, el extraño ser que le había quitado el sueño la noche de tormenta, se hizo visible a sus ojos; lo tenía delante de él, ahora a plena luz del día, sobre el madero de la barandilla que rodeaba la tarima, asido con sus largas y velludas extremidades, como se agarran los perezosos a una rama.

    -¿Pero de donde sales? –Tarso hablaba ahora en voz alta, como intentado eludir el fatigoso trabajo que le suponía mantener una conversación sólo mentalmente, cómo si al hacerlo esperara que también las respuestas de aquel ser le llegaran por el oído y no por el pensamiento-

    -Lo siento, de momento no puedo emitir sonidos, tendrás que soportar que use el pensamiento. Esta mañana muy temprano he salido a explorar el entorno, llevo todo el día conociendo las especies que conviven contigo y aprendiendo mucho de ellas.

    -¿Y porqué no te he visto?

    -Es que en contacto con materiales naturales, puedo mimetizarme hasta parecer casi invisible. Siento haberlo hecho en tu presencia asustándote.

    Tarso seguía sin poder dar crédito al hecho de que en su cabeza oyera al Blomo como podía oír el parloteo de las loras, el chillido de los monos o el rumor del Caquetá deslizándose hasta perderse en el horizonte infinito de la selva. Miró detenidamente a aquel ser, ahora a plena luz y le costaba admitir que aquello pudiera tener las capacidades que mostraba, porque era como una enorme raíz de jengibre, de color similar, pero de la que surgían numerosos brazos o tentáculos llenos de finos capilares que no dejaban de moverse continuamente.

    -¿Porqué me has buscado hasta aquí, me has seguido?

    -No, hace rato que noté tu presencia, puedo captar olores que van en el aire a muchos metros de distancia. Cada cuerpo desprende un olor característico, diferente del resto, no me ha sido difícil identificarlo. No pretendo molestarte ni mucho menos hacerte daño, pero por alguna razón nuestros caminos se han cruzado y ahora vamos a necesitarnos el uno al otro.

    -¿Qué? –Tarso no salía de su asombro-, oye me cansa mucho que estés hablando en mi mente, ¿por qué iba a necesitarte yo? llevo seis años aquí y no he necesitado a nadie, y mucho menos a una cosa venida de no sé dónde con no sé qué intenciones.

    -Intentaré solucionar lo de comunicarme contigo sin telepatía, pero te aseguro que nos vamos a necesitar. He contactado con algunos árboles y plantas de la zona y creo que se acercan tiempos difíciles para vuestra raza. –El Blomo se desplazó con agilidad hasta el banco de madera de pambil y con una de sus extremidades hacía señas a Tarso para que se sentara-

    -¿Pero qué dices, hablas también con los árboles? –Se sentó en el extremo opuesto del banco, que ocupaba todo el ancho de uno de los laterales de la tarima-

    -Si, de hecho es más fácil para mí la comunicación con ellos que con vosotros, mi estructura celular y mi origen son muy similares a las del mundo vegetal que tenéis en este planeta-

    Tarso oyó en su mente claramente aquella última frase y luego sintió como un vacío, como si se quedara en blanco y nada ocupara su pensamiento, como si el Blomo hubiera limpiado su mente, preparándola para lo que le iba a enviar a continuación.

    -El mundo vegetal que conocéis va a cambiar, dicen que habéis forzado demasiado las cosas y que no les queda otra solución si quieren seguir viviendo en el planeta como lo han hecho desde mucho antes de que existierais la raza humana.

    -¿pero qué estás diciendo, de que hablas?

    -Vais a tener problemas para sobrevivir Tarso, y va a ser muy difícil parar el exterminio que se va a producir.

    CONTINUARÁ...
     
    #1
    Última modificación: 27 de Diciembre de 2017
    A DESIRE SOLE le gusta esto.
  2. Guadalupe Cisneros-Villa

    Guadalupe Cisneros-Villa Dallas, Texas y Monterrey NL México

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    Tengo curiosidad ¿si ud es la misma persona en Facebook con el nick de versos rotos?
    Besos de colores
     
    #2
  3. fabiolaselene

    fabiolaselene Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Buenas tardees
    Tan largo relato, a mi corto entender no es un micropoema, si no todo lo contrari y si continua, es un libro en capitulos
    De tods fromas me ha gustado su lectura
    Gracias por compartirla
    Un saludo
     
    #3

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