El cartero rural

Yo sé de un cartero, lo conozco, es mi amigo, es anciano ya y hoy he sabido que está enfermo, solo, triste y cansado de andar caminos.

Fuimos amigos desde la niñez. En la aldea jugábamos al "guá", al "marro", a la "billarda", nos bañábamos en las frias aguas del Sil y en las laderas de la "Ribeira Sacra" no había un rincón que no hubiese sido explorado por nosotros. Eran los tiempos de la Guerrra Civil. Cuando la contienda terminó, él permaneció en la aldea y, con el tiempo, se convirtió en cartero de la comarca, entanto que yo me convertí en emigrante en tierras de Castilla
.
No obstante, lo veía casi todos los veranos e incluso, en ocasiones, lo acompañaba en su diario recorrido. Comenzaba su trabajo al despuntar el alba. Muy de mañana, encaminaba sus pasos hacia la cercana estación de ferrocarril. Alli llenaba su gran cartera de cuero ennegrecido: Pequeños paquetes envueltos en pardas arpilleras salpicadas de gruesos goterones de lacre rojo, periódicos en los que aparecían nombres de ciudades extrañas que él imaginaba enormes, lumminosas y alegres, sobres de todos los tamaños, en alguno de los cuales, franqueado por hermosos sellos desconocidos, se leía, como un imperativo, "POR AVIÓN", lo que siempre hacía sonreir a mi amigo el cartero, que sabía muy bien que aquella mañana, muy temprano, él había recogido aquella carta en la estación, que no había sido arrojada por ninguno de aquellos aeroplanos que cruzaban el cielo de la aldea a gran altura.

Despacio, minuciosamente, como con mimo, iba introduciendo todo, por pequeños grupos, en su enorme cartera. Después, comenzaba su largo recorrido a pié. Otros carteros, mas afortunados, tenían una bicicleta, artilugio que hubiese resultado inutil en su demarcación para cruzar arroyos, para transitar por estrchísimas veredas, para andar sobre pedregales o para caminar sobre terrenos pantanosos, en los que él sabía en donde poner cada pié para no hundirse en el fango.

Yo creo adivinar lo que mi amigo el cartero pensaba durante sus largas horas de caminar solitario. Sé que la impaciencia le oprimia el pecho cada vez que era portador de una carta para la abuela María, a quien su nieto le escribía contándole, además de su cariño, algunas fanasías acerca de su buena fortuna en aquellas lejanas tierras de emigración. Sé que su corazón se extremecía cada vez que entregaba a Rosiña la carta del novio ausente, a travé de cuya envoltura rezumaban promesas renovadas, besos, deseos de proximidad, todo en un lenguaje ingenuo y ancestral.

He visto como extralimitaba su celo, prestando su voz al hijo lejano para el padre que no sabía leer o cuyos ojos estaban ya inútiles de tanto mirar al cielo.

Un día, sentado a mi lado durante un descanso en su caminar, me confesó su pena. Él nunca había recibido una carta. En los sobres que iba introduciendo en su cartera jamás había visto escrito su nombre. Si acaso, se topaba alguna vez con un frío y anónimo comunicado oficial en cuyo sobre se leía simplemente "Al cartero de...". Y sufía por ello.

Hoy he sabido que mi amigo el cartero está enfermo, solo, triste, anciano ya y cansado de tantos caminos y he querido llevar a su lecho un poco de felicidad, una pequeña alegría a su corazón. He tomado mi pluma y le he escrito una carta, una carta larga en la que le expresaba todos los sentimientos de cariño en que se asentaba nuestra vieja amistad. En el sobre dibujé su nombre, su nombre completo y, en un ángulo, a modo de una orde, escribí con tinta roja "POR AVIÓN" .

Manuel Prol.