1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

    !!!Te va a encantar, no te la pierdas!!!

    Cerrar notificación

El cuervo (obra finalizada)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 13 de Enero de 2013. Respuestas: 4 | Visitas: 1890

  1. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

    Se incorporó:
    16 de Octubre de 2012
    Mensajes:
    8.628
    Me gusta recibidos:
    5.012
    Género:
    Hombre
    Hace frío en esta mañana de enero. Es un domingo que hace de puente entre las navidades pasadas y el comenzar de un año inseguro. La luz se ha revolcado con los colores de la ceniza. Permanece estática en el jardín, tras la ventana y las cortinas. Creo que no quiere entrar en el comedor. Me observa con ojos pálidos y húmedos de aguanieve cansina y perezosa. El esqueleto del peral deshojado del patio resbala y encoge en el cuadro de mi paisaje.

    Visto una gran bata de mangas recogidas, de pequeñas rayas verdes, rojas y granates. Es un regalo de una vecina que no quiso ser más.

    Aparto con una mano las cortinas. El horizonte de nubes de plomo envuelve en niebla cada objeto y ánima.

    La mesa redonda del comedor guarda sus dos alas cerradas, duermen, y sólo despiertan cuando la familia acude a festejar algún día especial. Hace mucho que no las abre. Sus sillas continúan esperando.

    Sobre la mesa hay una fotografía. Es en blanco y negro, y grises. Conjunta con el contexto de la mañana. Es pequeña, de más de cuarenta años atrás. En ella posan dos jóvenes que acaban de morir, con a penas cinco meses de diferencia. Son hermanastros y lo demuestran en la postura. Se inclinan el uno al otro, sin mirarse ni tocarse. Siendo de la misma altura, uno parece más alto. El más joven tiene largas piernas y es delgado, de cabeza encogida y difusa. El otro, más gordo y cabezón, tiene el plante seguro y se diría que posee malicia encerrada. Están en un camino de tierra que no tiene principio ni fin, como si estuvieran en mitad de no ir a ningún sitio. Me ha hecho pensar en la vida misma. Lejanos a ellos se adivina la silueta grisácea de unos chopos fantasmagóricos, respaldan a varias naves industriales, quizás antiguas granjas de gallinas o cerdos u ovejas. A los lados del camino de tierra hondean leves hierbas que se confunden con el camino. Creo que la fotografía es la culpable de que el día sea hoy gris y frío y lloroso, como si se hubiera expandido hasta conquistar y someter al presente.

    Javier se suicidó. Abrazó a su compañera y le dijo que la quería. Empuñaba una pistola. Me imagino que no quería morir solo. La mujer intuyó lo que podía ocurrir, por lo que corrió, logrando escapar de centre sus brazos y de los disparos, cayendo en la acera de la entrada de su vivienda. Javier, creyendo que la había matado, se disparó un tiro en la sien.

    Jose Antonio, a pesar de tener largas piernas, la talla de los hombres nómadas, las ideales para la caza, jamás se movió de su piso de Madrid. Y allí murió, sentado con su pijama en la cama, como preguntándose: para qué voy a levantarme.

    Salía de compras, llenando la nevera y la despensa, para no volver a salir hasta que se acababan las provisiones. Podían pasar meses. Los vecinos hablaban de décadas sin visitas, que tenía un hijo, pero nadie sabía dónde estaba ni qué era de él.

    Yo no sé quiénes eran. No sé por qué recogí aquella fotografía que voló del container de la basura, un container lleno de recuerdos de José Antonio: libros, revistas, cuadros de paisajes de casas a la vereda de un río donde las familias jugaban felices, cañas de pescar, ardillas disecadas, un lince ibérico, búhos, un águila imperial, varias astas de ciervos y un cuervo.

    Recogí la fotografía y el cuervo negro, al que coloqué sobre la repisa de la chimenea. Los otros animales disecados eran más vistosos, más bonitos, incluso más caros, por si quería venderlos, pero elegí al cuervo tras escrutar la fotografía. Pensé que sin duda él tenía la culpa. Luego me pregunté: La culpa de qué. No lo sabía, y por ello me decidí a indagar sobre la vida de Jose Antonio.

    Sobre su vida, a partir del momento de la fotografía con su hermanastro, en ese camino de tierra que no iba ni venía de ninguna parte, no había mucho que contar. Quizás ya lo he contado todo: después de retratarse para recordarse, Javier marchó a Barcelona, donde se casó y formó familia y futuro. Es lo poco que hasta entonces había averiguado.

    Voy paseando por el comedor, mirando de reojo, como despidiendo a los dos hermanastros, acariciando el sofá y las mantas que descansan sobre él, rozando con la yema de los dedos el televisor silencioso y el cuadro de grandes dimensiones que mandé pintar exclusivamente para mí. Es un cordón umbilical que penetra en una Tierra rodeada de otros planetas. El cordón umbilical atraviesa la superficie, dando vida en el subsuelo a un arcoíris, del que parte el huevo de una paloma en sombras que observa desde la esquina derecha del cuadro. No sé si me gusta o no.

    Aparto la otra cortina blanca de la otra ventana y miro al exterior del otro jardín, el de la entrada principal de la casa. El paisaje es idéntico. Pienso que estoy esquivando al cuervo, que lo que deseo realmente es preguntarle quién es, cómo fueron sus días de vida, cómo la convivencia con José Antonio, y me digo que por ello lo escogí, por la influencia de un creer, o querer creer, que saben del otro mundo que nos rodea, que conocen el interior. Quizás la existencia del exterior me haya dejado de llamar la atención y él es la esperanza de penetrar en la existencia de la oscuridad que rodea la otra dimensión de este planeta: la cabeza de cada uno. Quizás estoy influido por escritores malditos.

    El cuervo no va a hablar. Está disecado y la vida no se diseca, sino que se esfuma, y de eso también quiero saber, a dónde se marcha y cómo es ese lugar. Deberé ser él, si quiero obtener respuestas.
    Los ojos del cuervo son dos bolas de cristal negro. El tacto rígido, como si permaneciera en post mórtem infinitamente, como recién muerto siempre. El cuello gira a una cabeza que parece dominar el amplio comedor, pero él mira al interior, al suyo y al mío, o eso es lo que quiero imaginar.

    Lo acaricio. No quiero cogerlo. Todavía no lo había tocado. Cuando lo encontré lo introduje en una bolsa de plástico, directamente, como si temiera el contacto.

    Me ha hecho pensar que voy paseando por la noche, por las calles de una ciudad familiar, aunque no sabría decir cuál. Hay algunas luces encendidas. Los edificios son enormes rascacielos, cosa que me extraña, pues jamás visité una ciudad semejante. Quizás de las películas. Quizás vuelvo a imaginar.

    Me tumbo en el sofá, tapándome con las mantas. Me voy durmiendo mientras de reojo me doy cuenta que Jose Antonio está de pie, ante mí, grisáceo, blanco y negro. No quiero cerrar los ojos y caer en el sueño, pero me es inevitable. El cuervo ha abierto el pico, emitiendo un graznido.


    Me encuentro en la azotea de un rascacielos, en el más alto de la ciudad, en el borde de una de sus esquinas. Reina la noche y las luces titilan en las farolas y faros de los vehículos de abajo. En los otros edificios altos se reparten los pisos apagados con los encendidos, formando un crucigrama indescifrable.

    En el límite del horizonte, inexplicablemente, observo al cuervo sobrevolando la cima de la montaña que destaca entre las de una cordillera enorme. Los valles cada vez están más hondos mientras la del cuervo crece, recogiéndose toda la cordillera en esa sola elevación. Es como una enorme red que arrastara los horizontes hacia sí.

    No me he dado cuenta que a mi rascacielos le ocurre lo mismo. Es como un vampiro que va succionando al resto de la ciudad e incorporándola a su estructura, elevándose a los cielos mientras empequeñece y hunde a lo demás.

    Han quedado solos, montaña y rascacielos. Frente a frente, cuervo y hombre, habiendo sometido al abismo a todo paisaje.

    No dejo de pensar que es una gran metáfora real: el poderoso acaba por acaparalo todo. Pero eso no explica la escena surrealista.

    La azotea del rascacielos se va estrechando hasta quedar en un punto diminuto, incapaz de otorgarme el espacio necesario para permanecer en él. No me queda otra que caer, y caigo.

    No tengo peso ni volumen. Soy una sombra que flota en vientos y gravedad que no existen. Estoy a la espera de no sé qué.

    El inmenso edificio reluce en la noche como un pequeño sol.

    El pájaro negro viene hacia mí y en un instante soy adherido a él.

    Ahora soy su sombra.

    Las sombras no saben lo que piensan sus amos y no ven lo que ven los amos. Yo tampoco.

    No hay contacto posible. No he logrado ser el cuervo, aun que sí una parte de él. De momento sólo tendré las respuestas que sepa descifrar de la visión que me otorgan mis sentidos.

    El cuervo me ha trasladado a una habitación iluminada por una bombilla que cuelga del techo. El polvo que la recubre evita luminosidad. Un vetusto ropero y cama, acompañado de dos mesitas de noche destartaladas, dan un aspecto lúgubre al habitáculo. Colgado en un perchero de cuatro cuernos descansan una boina y un abrigo largo de color azul marino, de dobles botones y que tapan más allá de las rodillas. Me llama la atención un gran pico de pájaro de madera descansando en el perchero, como los que usaban los médicos medievales para tratar a los enfermos de la peste negra europea.

    El cuervo se ha posado encima del armario y observa a un hombre que hay sentado en el lecho, como meditando levantarse. Apoya las manos en las rodillas e inclina la cabeza, mirando a un suelo de baldosas sucias y descoloridas. Viste un pijama a rayas azules y rojas. los pies pisan descalzos. Parece haberse dado cuenta de la presencia del cuervo y gira la cabeza un instante. Lo saluda con la esquina de los ojos y vuelve a la posición anterior.

    Los hombros y el pecho ascienden y descienden rápidamente, inspirando y expirando poco aire en cada movimiento.

    La cabeza es diminuta, las piernas largas y la silueta del cuerpo esquelética. Da la sensación de bailar en blancos y negros y grises dentro del colorido pijama. Es como si alguien se hubiera empeñado en avanzar en el tiempo a pesar de ser pasado.

    El pájaro negro vuela hacia él y se le posa en el hombro. Yo voy con él, adentrando en los pensamientos del moribundo.

    Sus recuerdos me han llevado a una casa construida con cantos rodados de un río cercano a ella. Es de alta montaña, casi sin ventanas y un tejado muy inclinado, de pizarra. En el patio nevado hay un nogal, y atado en él, con una cadena oxidada, un niño de unos diez años. Un gran mastín marrón permanece a su lado, pero él no está atado. Se restriega con el niño, intentando influirle calor y ánimos.

    Un hombre se acerca con un rifle antiguo. Va dejando huellas prefundas en la nieve. Cuando está a un metro del mastín, le dispara a la cabeza.
     
    Me he despertado de golpe. Las mantas cayeron a los pies del sofá y la silueta difusa de Jose Antonio se esfumó al abrir yo los ojos.

    El reloj de mi muñeca marca la una del mediodía. Comeré en el bar que hay en la calle donde falleció Jose Antonio.

    Me digo que no sé investigar, pero mi curiosidad es enorme, acrecentada por la extraña experiencia que acabo de tener.

    Meto la fotografía de los hermanastros en la cartera y voy dando un paseo. La calle no está lejos de donde vivo, a una media hora caminando. Me vendrá bien tomar el fresco.

    Ha dejado de lloviznar aguanieve, pero el cielo continúa oculto y la luz mezclada con ese color de ceniza. Hay poca gente por las calles y la mayor parte de bares y restaurantes permanecen cerrados. Tengo la esperanza que al que voy no lo esté.

    Desde el cruce de un semáforo observo que está abierto. Mientras me acerco leo el letrero de madera. Adornan sus bordes dibujos de hojas de olivos: El jabalí feliz.

    Entro.

    El local no es muy amplio. Seis mesas para cuatro comensales cada una y una barra ancha de mármol que hace las veces de bar. Huele a carne asada aunque sólo hay una persona sentada y todavía no le han servido la comida. Me siento en una butaca y apoyo los codos en el blanquecino Mármol. Me apetece tomar un aperitivo antes de comer.

    -Muy buenas. ¿Me sirve usted una cerveza?

    -¡Cómo no caballero! Y las que quiera, ya ve que tiempo me sobra. El negocio va fatal.

    -Sí, pienso que nos infunden demasiado temor con tantas noticias pesimistas que dan periódicos y televisión, y hasta en Internet.

    -Ya puede usted decirlo, ya. Van a acabar con los negocios pequeños, si siguen así. Aquí tiene usted la cerveza, y de tapa estos calamares a la romana.

    -Muchas gracias. Le importa si le hago una pregunta.

    -¡Claro que no! Pregunte.

    -El otro día me encontré en el container de la basura un cuervo disecado... -el camarero me corta la palabra.

    -Es lo único que dejaron, lo que no quisieron. Lástima, si me llego a enterar hubiera ido volando a por ellos. ¿Sabe que tiraron un lince y un águila, y astas de ciervos, y otras cosas valiosas. Valen un dineral. Pero yo los hubiera cogido para decorar el bar-restaurante. ¿Así que a usted le tocó el cuervo?

    No me atreví a decirle que yo vi a los animales de los que hablaba y que no los quise, por temor que pensara algo raro de mí. Habían noches de insomnio, en las que madrugaba para pasear por la soledad y el silencio de la oscuridad.

    -El pajarraco negro ese da mal agüero. Yo que usted lo titaría otra vez a la basura -al nombrarlo hizo los cuernos con ambas manos a la vez.

    -No se preocupe, ya me deshice de él -no sé por qué tengo que mentir, me he dicho mientras hablaba-. Por casualidad no sabrá a quién pertenecían.

    -¡Sí hombre, todo el mundo lo sabe! A Jose Antonio, un tipo muy oscuro, ya sabe, de esos que no vuelcan palabra con nadie, de esos que parecen vivir en otro mundo. Los que tienen la cabeza hecha un higo, para hablar claramente y que nos entendamos. La palmó de repente, sentando en su cama, cuando iba a levantarse. A mí me lo dijo su vecina, y que le harían una autopsia de esas.

    -¿Una autopsia? ¿Es que encontró algo anormal la policía?

    -No, pero creo que tenía sesenta mil euros en una cartilla del banco y en tres meses tan sólo le quedaban treinta mil. Y creo que es obligación, de todos modos, aunque yo no entiendo mucho de estas cosas. La verdad, antes de que usted me lo pregunte, le diré que no sé cómo la vecina sabe tanto, será porque es muy puta, entre nosotros, más puta que las gallinas, y una chafardera, la más del barrio, es capaz de follarse a Satanás para enterarse de algo, y luego lo cotillea a todo Dios.

    -¿Y quién arrojó a la basura los animales disecados y las astas? Tengo entendido que son artículos muy caros... Sírvame otra cerveza, por favor.

    -Y sin favor -se dirige al tirador y rellena la jarra, trayendo más calamares a la romana mientras me responde-. Ya le digo que lo que le cuento es por boca de la vecina de su rellano. Dice que fue su hijo, que vino una noche, de madrugada, a las cuatro, según ella. Ya me dirá usted quién diablos está cotilleando al vecino a esas horas. Pues ella sí. Como le decía, que fue el hijo el que las tiró a la basura.

    El camarero habla y habla y le ha entrado sed, por lo que se sirve una cerveza para él y se sienta enfrente mía, en un botellero, con el culo de lado, comiendo de mi tapa de calamares. Mientras lo escucho me digo que vaya confianzas que se otorga. Pero tras dar un vistazo al restaurante lo comprendo. No entra nadie.

    -Y otra cosa que le digo, entre usted y yo... ¡Salud!, choque esa jarra y perdone la confianza, pero es que estoy hasta los mismísimos cojones. ¿Usted se cree que uno puede levantar cabeza, que puede sobrevivir con un negocio pequeño? ¡Mire!, no es que no entre ni Dios, es que no pasea ni Dios por la calle.

    Cuando voy a apoyarle en sus palabras, me hace gestos de que espere, con la palma de la mano, y continúa hablando:

    -Perdone, pero es que si no se me olvida. Llevo ya unas cuantas cervezas y... Como le decía, lo que me extraña es que el hijo no se llevara la cartilla del banco, ni nada, absolutamente nada del piso del padre. Pero esto es hablar por hablar, invento de la chafardera esa, porque a ese piso ha entrado poca gente, por no decir ninguna, y al hijo no lo ha visto ni Dios, ni la vecina, que ya es decir. Acabo de pensar que si esos animales son caros, a lo mejor se gastó el dinero en ellos.

    -Puede que tenga usted razón. Me gustaría quedarme a comer. ¿Qué me aconseja?

    -Jabalí, pídalo antes de que me vea obligado a cerrar el negocio. Luego podrá recordar ese sabor, y apenarse de que un local así haya tenido que bajar persianas.

    -Pues probaré el Jabalí feliz.

    -En media hora estará listo, y no hace falta que pida usted nada más, lleva buena y abundante guarnición.

    Mientras el obeso y sesentón medio borracho camarero marchaba a realizar la comanda a la cocina he escrutado el restaurante y elegido la mejor mesa para comer. Una al lado de un gran ventanal, con cortinas transparentes en abanico, es la que me ha gustado. El señor, que es muy mayor, sigue esperando que le sirvan mientras lee el periódico. Pienso que no es muy rápido el cocinero. Llevo el resto de la cerveza que me queda en la mano y cuando me voy a sentar el señor mayor me pregunta:

    -¿Le importaría comer conmigo? Siempre es bueno tener compañía. No haga como Jose Antonio.

    -¿Usted le conocía?

    -Sí. Era sobrino mío.

    -Le pido disculpas, por si le hemos molestado por algo que hayamos dicho.

    -No, no se preocupe, no he podido evitar escuchar lo que hablaban, pero le aseguro que no me importa. Hace mucho tiempo que era un fantasma pululando entre nosotros. Ahí viene mi comida. Menos mal que no tengo prisa ninguna. Me permitirá que vaya comiendo mientras hablamos, así no se me enfriará.

    Le he dicho que ni mucho menos me importa, mientras me sentaba en la silla ofrecida, enfrente de él, al lado de unas cortinas transparentes y en abanico que dejan divisar el exterior.

    Pasan pocos coches y es imposible aparcar; se diría que se han puesto de acuerdo los del barrio para no viajar en este domingo plomizo. Otra vez cae aguanieve. Recuerdo que no he traído paraguas. El camarero trae el jabalí del abuelo, pienso que nos ha camelado para vendernos a los dos lo mismo, o a lo mejor es lo único que tiene de menú.

    -¡Muy bien hecho señores! Ya que son pocos, por lo menos juntarse y charlar. Si el resto de la gente fuesen como ustedes el mundo iría mejor. Aquí tiene su plato, está para chuparse los dedos. Ahora le traigo a usted el suyo. ¿Y para beber? ¡Espere!, no me lo diga: vino tinto, por supuesto. Usted es de los tradicionales: el aperitivo y luego una buena comida con un buen vino tinto. ¿A que no me equivoco?

    -No señor. Es usted un lince.

    El camarero se ha ido limpiándose las manos en el delantal, que ya no es tan blanco. Me he dicho que seguramente ha probado lo de meter el dedo, pera luego no se lo ha chupado, sino que se lo ha limpiado en el delantal. El abuelo se ha servido un poco de su vino tinto y a mí también, aunque aún me queda cerveza. De un trago la acabo. La carne tiene muy buena pinta, así como la salsa y las patatas fritas y la ensalada que la acompaña.

    El anciano mastica despacio. La dentadura postiza se junta y separa de las encías de la boca. Andará por los ochenta y tantos años. La cara, más que arrugada, está como sembrada de surcos ásperos, como la tierra de secano. Los ojos son pequeños y profundos y por la boca no entra mucho viento. Las mejillas hundidas y la frente salida completan y crean un rostro rural, rudo, aunque la voz es suave, pausada y firme.

    Vuelven: el echar vino en los vasos y el camarero de amplia frente y más ancha vida. Parece que ha metido prisa en la cocina, para que coincidamos lo máximo posible en el comer; o a lo peor ya tenía el jabalí precocinado.

    -Aquí está el plato que faltaba, y la botella de vino tinto, que de la otra están dando buena cuenta. Es Rioja, no gran cosa, pero no está nada mal. ¡Que aproveche, señores! Si desean algo más, ya saben... A mandar.

    -Siéntese con nosotros -le ha ofrecido el abuelo-. No tiene a nadie más en el local.

    -Me sentaría encantado, pero está la víbora de mi mujer en la cocina, y si me ve sentado con ustedes me mata. Todavía cree que es posible levantar el negocio. Y yo le digo: ¿para qué? si ya escalamos los sesenta años. En fin... Les dejo que coman a gusto.

    Estamos comiendo en silencio. Me doy cuenta que al anciano le es imposible hablar y masticar entre medias de conversación alguna. He mirado por la ventana. En la acera está Jose Antonio, difuso en blancos y negros y grises. El día de ceniza y el aguanieve lo difumina aún más. Entre el abanico de las cortinas transparentes, nos observa.

     
    Casi me atraganto con el vino que estaba bebiendo, pero he logrado serenarme, y al mirar al abuelo, por si se había percatado de la presencia fantasmagórica de su sobrino, o de mi atraganto, me he dado cuenta que es el mismo hombre que disparó a la cabeza al mastín, delante de aquel niño atado con una cadena oxidada a un nogal.

    Para continuar serenándome evito girar los ojos al exterior y escruto el comedor mientras mastico y bebo. Creo que el camarero tiene razón, en las paredes, en vez de decorarlas con objetos y animales de caza, hay redes, un timón de barco, un ancla y cuadros de barcos de pesca. Es una incoherencia. Indudablemente los animales disecados le hubiesen venido muy bien para la decoración de su restaurante.

    El anciano ha acabado casi a la misma vez que yo. Es momento para aprovechar y preguntarle de golpe:

    -¿Es usted quién disparó al perro? Creo que eran un mastín.

    De momento no me contesta, sino que me mira con esos ojos pequeños y profundos. Bebe un sorbo de tinto y responde:

    -¿Cómo sabe usted lo del perro? No creo que se lo haya contado Jose Antonio.

    -Simplemente lo sé. ¿Fue usted, verdad?

    Mira a la calle sin sobresaltarse. Evidentemente él no ve a Jose Antonio. Yo no sé si se ha marchado, pues no quiero comprobarlo.

    -Ahora ya no importa. Se lo explicaré. Yo maté al perro, y sí, era un mastín, un pacífico y espléndido perro, pero se comió a mi hermano y a su mujer.

    Ha hecho un alto para sorber otro poco de vino y para saborear mi reacción ante tal revelación. No me inmuto y prosigo atento.

    -El pobre chucho no tuvo culpa de nada, en verdad el sólo comió lo que le arrojó José Antonio. Él fue el que asesinó a su padre y a su madrastra, o eso dicen, porque yo jamás lo creí. Era un buen chaval, hasta que llegó esa mujer con su hijo, el tal Javier, unos cinco años mayor que él. Confesó que los había degollado mientras dormían, y que luego los troceó y se los fue arrojando al mastín. Dio la casualidad que el hermanastro había sido internado en un colegio el mismo día en los que fueron asesinados, y como vivían a las afueras del pueblo, este estuvo casi un mes sin saber de la familia.

    -¿Y en un mes nadie se preocupó por ellos?

    -Eran otros tiempos. Cuando nevaba las familias estaban encerradas semanas. Se juntaban más de un metro de nieve y era imposible ir a trabajar, o moverse poco más de unos metros de la casa de uno. Se trabajaba primavera y verano y parte del otoño para sobrevivir al invierno. Había que almacenar leña y alimento suficiente para las ovejas, las vacas y los cerdos, así como para la familia. No, no era extraño que la gente del pueblo no se viera en una buena temporada, y si vivías a las afueras, peor todavía.

    -¿Por qué ha dicho que no cree que Jose Antonio los asesinara?

    -Yo pienso que los mató Javier el mismo día que lo internaron, dejándole instrucciones a su hermanastro de lo que debía hacer. Me pareció extraño en aquel momento que mi hermano y su madre no vinieran a despedirlo al pueblo, pero me dijo que les daba mucha pena y que ya se habían despedido en casa. Fui yo el que lo llevé al internado, y yo el que conté a la policía mis sospechas. Pero no hubo manera que Jose Antonio dijera la verdad. Una y otra vez decía que había sido él, y contaba los asesinatos con tantos detalles que no se pudo hacer nada en contra de Javier, salvo mantenerlo en el internado hasta la mayoría de edad.

    -¿Y qué pasó con Jose Antonio?

    -Fue a parar a un reformatorio, hasta su mayoría de edad. Allí, si no tenía la cabeza ya perdida, acabó por perderla. Se le diagnosticó esquizofrenia y se le obligó a medicarse con la advertencia de que al más mínimo jaleo que formara acabaría en un manicomio para el resto de su vida.

    El abuelo levanta la mano y avisa al camarero, que sigue tragando cerveza en la barra de su bar y picando calamares a la romana. Viene contento y feliz, como el jabalí del letrero, restregándose las manos.

    -¡Postre señores! Tengo una crema catalana para chuparse los otros dedos, los que no se chuparon la primera vez.

    -Yo comí ya abundantemente. Tráigame un café y una copita de orujo, y un puro, hoy me apetece un puro.

    Yo no sé qué es el orujo, pero me animo y pido lo mismo que mi compañero de mesa.

    -Muy bien, marchando dos de cafés y dos de orujos y dos de puros. ¿Oído barra?

    Ha preguntado a alguien de la barra, sabiendo que no hay nadie.

    Cuando llega a ella grita: Oído barra, marchando dos de cafés, dos do orujo y dos de puros. Es evidente que el alcohol empieza a afectarle. De reojo he visto el rostro enfadado de su mujer sobresaliendo de la puerta de la cocina.

    Esperamos que nos sirva el pedido para continuar la charla, aunque pienso que no hay mucho más que decir. Debo contarle lo de la muerte de Javier, aunque creo que ya debe saberlo.

    -Una vecina me comentó que su hermanastro Javier se suicidó hace cinco meses. ¿Tenía conocimiento de ello?

    -Eso dicen, pero no se suicidó, lo maté yo, y no piense que es el vino ni la cerveza ni el orujo, que es el alcohol el que me hace hablar, a estas alturas me importa un comino lo que pueda ocurrirme; voy camino de los noventa años y con un cáncer en la mochila. ¿Qué cree usted que puede ocurrirme? Brindemos por las vidas que se quedan, por los que nos vamos no vale la pena.

    El orujo ha entrado de un golpe y ha ardido en mi esófago. El anciano ni se ha inmutado. Con lágrimas en los ojos he mirado por la ventana. Jose Antonio ya no está.

    -¿Por que tardó tanto en vengarse?

    -No tenía previsto vengarme, sino pedir explicaciones, por si se le ablandaba el corazón ante el poco tiempo que me quedaba y me contaba la verdad antes de morirme. Pero al ver a su mujer, el estado en que se encontraba después de tantos años casado con semejante individuo, no quise explicaciones, aquello me lo confirmaba totalmente. Así que le disparé con su misma pistola y le dije a la mujer que dijera que había intentado matarla, y que al caer al suelo de la acera él pensó que lo había conseguido, suicidándose luego. La policía ni tan siquiera investigó. Tenían un libro de denuncias para él solito, de malos tratos hacia su mujer, pero todas de vecinos y familiares, la pobre ya no era ni persona, era incapaz de denunciarlo.

    ¿Quiere otro orujo? Le invito.

    -Sí, pero déjeme pagar a mí. Me ha caído usted muy bien.

    -No, ni hablar, a mí me sobrará todo el dinero ya mismo, así que deje que invite a una buena persona.

    -¿Cómo sabe que soy buena persona?

    -A estas edades se saben muchas cosas, más de lo que mucha gente se piensa. Lo vi recoger al cuervo, deshágase de él, es pájaro de mal agüero. Y no haga caso a esa vecina chafardera, ni a este camarero cotilla. Jose Antonio no tenía hijos. Fui yo el que tiró a la basura los animales disecados y sus cosas. He mandado a unas personas que se lleven absolutamente todo el resto de sus pertenencias, para que las quemen. Y he pagado a curanderas para que limpien su vivienda de malos espíritus; y a un sacerdote, para que la rocíe con agua bendita. Igualmente pagaré mañana a una agencia para que reforme de arriba a abajo la vivienda, para destinarla a gente necesitada, para refugio y salvaguarda de mujeres maltratadas, por ejemplo. Deseo que de la vida de Jose Antonio no quede ni el más mínimo rastro, y no me pregunte el por qué.

    Hemos acabado la sobremesa y nos despedimos en el umbral del restaurante El jabalí feliz. El anciano no me dejó pagar y el camarero se ha despedido efusivamente de nosotros.

    He caminado tranquilamente bajo el aguanieve, sin frío ninguno y con la cabeza despejada, a pesar de la cantidad de alcohol ingerida.

    Estoy tumbado en el sofá, arropado con las mantas y con la estufa encendida, viendo una película antigua, en blancos y negros y grises. El cuervo parece disfrutar con las imágenes del televisor y Jose Antonio, de momento, no ha aparecido.






    Fin


    Fin de la obra

     

     
     
    #1
    Última modificación: 16 de Enero de 2013
  2. marea nueva

    marea nueva Poeta veterano en el portal

    Se incorporó:
    12 de Marzo de 2010
    Mensajes:
    13.698
    Me gusta recibidos:
    2.386
    Pues entonces empiezo a leer de apoco... que bien dibujas las imágenes, los detalles, los pensamientos.

    Espero que el día este menos lluvioso o quizá no para continuar la hsitoria, jeje

    dos abrazos solamente porque los otroos quedan en pausa en el resto de la historia :)
     
    #2
  3. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

    Se incorporó:
    16 de Octubre de 2012
    Mensajes:
    8.628
    Me gusta recibidos:
    5.012
    Género:
    Hombre
    Jajajajajaja Ethel, me obligó a meterlo todo en un mensaje, con colzador jajjajajajajja, no se debe comentar antes de colocar el letrero de obra finalizada. Pero la perdono jajjajajajjajaja.

    Ya puede usted mandar más abrazos por que la acabé en lunes, y ya no llueve, aunque el día es plomizo y hace frío.

    Se la saluda afectuosamente desde este Mediterráneo invernal y encerrado.
     
    #3
  4. marea nueva

    marea nueva Poeta veterano en el portal

    Se incorporó:
    12 de Marzo de 2010
    Mensajes:
    13.698
    Me gusta recibidos:
    2.386


    ¿Seguro que no habrá segunda parte?... Ups vaya historia, creo que el cuervo ha "Hipnotizado" al protagonista. dejas abierta la puerta para más creo yo, pero eso depende de alguna otra tarde gris y lluviosa que te inspira o cualquier tarde o dia seguro seguiran mas historias que contar y eres un gran contador de ellas!
    Los detalles me encantaron y bueno así llegue al final final jejeje, ahora si todos los abrazos y prometo (tal vez jaja) no entrar cuando esté en construcción

    [​IMG]
     
    #4
  5. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

    Se incorporó:
    16 de Octubre de 2012
    Mensajes:
    8.628
    Me gusta recibidos:
    5.012
    Género:
    Hombre
    Ja, ese pulpo me recordó algo, quizás un cuento perdido en la memoria. No sé si un día se juntarán cuervo y pulpo hipnotizadores en una segunda parte... jajajjajajja.

    Gracias, señora Ethel por leer tan largo relato.

    Se la saluda, y la sombra del cuervo de mi hombro, también, afectuosamente, me recuerda al oído la sombra del cuervo.
     
    #5

Comparte esta página