El entierro

El tipo estaba boca abajo, había caído en medio de los cardos. Una parva de moscas lo rodeaban, en el aire no había olor a muerto, pero sí a matanza, era un hedor que lo impregnaba todo a puro murmullo. Eramos siete mirando, después tres más contando al bebé de la hija de Doña Sonia. Las dos acollaradas, en el pelo de la joven se reflejaba el azul de la siesta, y en sus ojos volaban un puñado de margaritas, eran bellas las dos, hasta que sentimos un galope y todos cambiamos la postura de la cara.

-Don Elvio- Dijimos con el pensamiento, y el comisario de un salto bajó.

A él lo seguía un halo de dudas, como si fuesen esos jotes en lo más alto del cielo, así lo imaginé. Si había miedo antes, cuando llegó él se multiplicó, todo tenía el color del miedo, no del respeto. Saco una libreta y anotó. Había tocado al difunto antes con el pie, pero no lo giró para ver quién era.

-¡Murió de vago y de borracho! Dijo y recorrió con sus pupilas a cada uno de los testigos.
-Ahí les traigo dos palas, acá mismo lo sepultan.- De arriba del caballo nos miraba, y en una de esas vueltas su pose se clavó en Doña Sonia. Después que ella bajo la mirada el viejo se fue, se había ido hace rato pero quedaban sus órdenes, el peso de sus órdenes formando otra imagen como la de él.

Ahí está la luna, los astros van como para el sur, voy camino a casa y ya no veo luces en el patio de Doña Sonia, hace frío pero recién no hacía nada, tengo las manos sucias, las manos solamente.

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