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El final del principio

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por JimmyShibaru, 23 de Febrero de 2025. Respuestas: 2 | Visitas: 107

  1. JimmyShibaru

    JimmyShibaru Poeta recién llegado

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    Este es mi nuevo relato y no se en que sección ponerlo la verdad....

    Espero os guste y que si hay otro sitio donde encaja mejor el moderador puede cambiarlo sin problema.

    Relato:

    Año 1489. En una pequeña aldea de Castilla, Alfonso se retira de su pueblo natal, dejando a su madre con deudas económicas y a un padre recién difunto por la Reconquista. Con su caballo Perdigón, trota hacia Toledo. El camino es largo, aunque por unos instantes debe detenerse: dos hombres vestidos con ropas raídas interrumpen su paso.


    —¡Buen señor, detenos un instante! —dice uno de ellos de forma amable. —Mi primo Sancho toma esposa en la aldea próxima, y precisamos de buenos hombres que honren el vino y el pan.


    —Tal es la verdad. —dice al instante el otro. —Decid buen caballero, ¿Habéis de honrarnos con vuestra compañia?


    —Agradezco vuestra gentileza, mas no puedo. Mi sino me lleva fasta Toledo y no puedo dilatar mi camino.


    —¡Oh, mas eso sería gran desaire! ¿No veis que Sancho llorará si faltáis a su dicha? —los ojos del bandido se vuelven feroces como los de un lobo.



    —No es de buen cristiano rechazar hospitalidad. —la voz se le vuelve áspera de pronto. —¿Non sois vos buen cristiano?



    —Os lo he dicho, y non he menester repetirlo. Mi camino es otro —contesta con firmeza Alfonso.



    Uno de ellos le corta el paso.



    —¡Voto a Dios, que sois testarudo! Mas, si la fiesta no os place, tal vez podáis dejarnos un presente en compensación…



    De entre los harapos saca una daga larga y afilada.



    —Dadnos vuestras monedas, vuestras botas, y quizás hasta ese brioso corcel. Non querríamos que un viajero de vuestra noble estampa sufriera un percance en estos parajes tan desamparados…



    El otro bandido saca otra daga del mismo tamaño.



    —¡Arre, Perdigón! —grita Alfonso.



    El corcel relincha con fiereza y se alza sobre sus patas traseras, agitando sus cascos en el aire. Los bandidos, sorprendidos, dan un paso atrás instintivamente. En ese instante, Perdigón se lanza hacia adelante como una flecha. El polvo se levanta en torbellinos mientras Alfonso se agarra con fuerza a la montura.



    El estrépito de los cascos retumba en el camino de tierra, y en un parpadeo, Alfonso se desvanece entre la maleza del sendero, dejando atrás a los dos bellacos, que maldicen su suerte mientras el eco de la huida se pierde en la distancia.



    Después de varios días a caballo por fin llega a la muralla que rodea Toledo. Al lado del río Tajo. La colina se alza con el majestuoso Alcázar. El puente de Alcántara de piedra robusta, se alza ante él. Es la principal vía de acceso a la ciudad. Protegida por una puerta de madera que altura considerable y reforzada con hierro. Dos guardias con espada vigilan la entrada. Una cola de gente que va entrando poco a poco a la ciudad, mientras los guardias inspeccionan a cada uno.

    Mercaderes, monjes franciscanos y unos cuantos extranjeros arabes y otros judíos, caminan justo delante de Alfonso. Al llegar a los arabes los guardias casi no le dejan entrar, pero al final ceden. A los judíos que visten muy pobre y con algunos abujeros en los pantalones, los zapatos bastante sucios de barro. Los expulsaron sin poder entrar. Alfonso se detiene.
    La injusticia es evidente, y Alfonso siente incomodidad. No es que le sorprenda; así son las cosas en estos tiempos. La Corona ya ha dejado claro que los judíos no tienen cabida en estas tierras, y cualquier protesta solo traería problemas. Sus padres siempre le enseñaron que mejor es callar y seguir adelante, así que desvía la mirada y avanza con su caballo. Puede que la ley sea dura, pero no es su guerra. Él solo quiere entrar a la ciudad y encontrar trabajo.


    —¡Alto ahí, forastero! Decid, ¿quién sois y qué menester os trae hasta la ciudad?


    Alfonso sujeta las riendas de Perdigón y se inclina levemente en la silla.



    —Soy Alfonso de Villarejo, hijo de un humilde labriego. Vengo en busca de trabajo, con intención de servir en un taller de herrería.



    —¿Tenéis cartas de recomendación o alguien que pueda dar fe de vuestra palabra? —dice arqueando una ceja mientras el otro guardia lo mira con cara seria.



    —Non traigo carta alguna, mas mi habilidad con el martillo habla por mí. Si algún maestro herrero de la ciudad tiene menester de un aprendiz, demostraré mi valía.



    —Vuestra túnica está cubierta de polvo y vuestro rostro curtido por el sol. No parecéis noble ni mercader, y por estos tiempos, no es raro que truhanes vengan con cuentos para buscar cobijo tras estas murallas.



    —Además, el rey don Fernando ha ordenado vigilancia severa. Muchos espías se infiltran en nuestras tierras para llevar informes a Granada. ¿Cómo sabemos que no sois uno de ellos? —dice el otro guardia.



    —Por mi honor os juro que non soy espía ni bellaco. Mi único deseo es hallar un oficio con el cual ganarme el pan y no caer en la miseria.



    (se queda un instante en silencio, luego mira a su compañero) —¿Qué decís, Hernando? ¿Le dejamos pasar o le damos la vuelta?



    —Bah… Si fuera un rufián, vendría con menos descaro. Mas, si queréis entrar, pagad la tasa de entrada: un maravedí.



    Alfonso rebusca en su bolsa y saca una moneda que entrega al guardia.



    —Bienvenido a Toledo, mozo.

    Los guardias se hacen a un lado y Alfonso cruza la gran puerta de la muralla. Ante él, la ciudad se despliega con todo su bullicio y la promesa de que una nueva vida le espera. Tras cruzar la muralla un mercado extenso lleno de gente caminando de un lado a otro es llama ardiente de la ciudad. Mas adelante atravesando con cuidado de no atropellar ningun transeunte con el caballo, llega a una taberna. Alli deja a su Perdigón atado en un arbol cercano. El aroma a pan recien sacado del fuego lo seducía. El vino y la cerveza es común en las tabernas, también las deliciosas gachas, que son perfectas para el desayuno.
    En un asiento algo desgastado por la humedad sienta sin pensarselo sus posaderas. La mesa que de madera vieja es; ahí apoya los brazos Alfonso. La camarera que aparenta no muchos mas años que Alfonso, le trae una jarra llena de vino.


    —¿Desea algo mas el mozo?


    —No, de momento será suficiente, que dios te aguarde.



    —Que dios esté con vos.



    La camarera se aleja despacio, Alfonso da el primer trago. Escuchando las conversaciones ajenas. Luego da el segundo y justo cuando va a por el tercero, una conversación le llama la atención.



    —El pobre Abdul, que desgraciado, lleva meses sin poder tener un ayudante.



    —¿No había un mozo muy joven con él?



    —Murió la semana pasada, una enfermedad incurable se lo llevó con el señor.



    Alfonso da el ultimo trago y se acerca a la mesa ajena.



    —Perdonad, no he podido evitar escuchar que un tal Abdul a perdido a su ayudante.



    —¿Y eso a ti que te importa?



    —Estoy buscando trabajo, necesito ese puesto aunque me paguen una miseria.



    —Bueno, en ese caso busca al herrero en la esquina, pasando el camino mas abajo de esta taberna.



    Alfonso asiente con la cabeza. Y al dar la espalda a los hombres uno suelta:



    —Ten paciencia, el hombre es mayor y es un tanto necio.



    —Gracias por decírmelo, lo tendré en cuenta.

    Alfonso se monta en su caballo y se acerca tranquilamente hasta la esquina. Al llegar, se detiene frente a una herrería con un cartel apenas legible en árabe y castellano. Dentro, el calor es sofocante, y el resplandor anaranjado de la fragua iluminaba la silueta de un hombre mayor, de piel curtida y barba gris, que martillaba una pieza de metal al rojo vivo.
    Junto a él, sobre una mesa de madera ennegrecida por el tiempo, una pipa de arcilla ornamentada humeaba lentamente, desprendiendo un aroma dulce y terroso.

    Alfonso aclara la garganta y habla con respeto:

    —Busco trabajo. Me han dicho que necesitáis un aprendiz.

    El herrero deja el martillo y se gira lentamente. Su rostro tiene las arrugas de los años y los ojos de quien ha visto demasiado. Toma la pipa entre sus dedos huesudos y da una calada profunda, exhalando el humo con calma antes de responder:

    —¿Un cristiano que quiere aprender de mí? —Su voz es grave y con un tono de burla.

    —Solo quiero trabajar. Si vos sois buen maestro, poco importa vuestra fe —contesta Alfonso con firmeza.

    El anciano sonrie levemente.

    —Llamadme Abdul, Abdul Hakim. Y decidme, muchacho, ¿habéis sentido el aliento del fuego en vuestra piel? ¿O solo venís con sueños de hierro?

    Toma otra bocanada de su pipa y observa a Alfonso con detenimiento, evaluándolo.



    —Si de verdad queréis aprender, lo basico es lo primero.



    —¿Y lo primero es?



    —Que me traigas esa pieza con las tenazas, tened cuidado y no os quemeis.



    Alfonso agarra las tenazas y con ellas la pieza que desprende un calor sofocante. La acerca al yunque con cierta perdida de equilibrio dado el peso de la pieza de metal. Abdul Hakim ríe suave y al instante empieza a toser bastante. Alfonso se lo queda mirando.



    —Estoy bien, no te preocupes mozo.



    —¿Y ahora que hago con la pieza? —dice Alfonso ignorando la tos de Abdul, como si fuera solo un sintoma de la vejez.



    El herrero vuelve a tomar el martillo.

    —Os enseñaré, pero no será fácil. El hierro se forja con paciencia y esfuerzo….

    Con un gesto, le indica que se acerque más.

    —¿Estáis listo para sangrar y sudar, cristiano? Porque la herrería no es un lugar para manos blandas ni para los débiles.

    Alfonso traga saliva, pero no flaquea.

    —Estoy listo.

    Abdul Hakim asiente con aprobación y coloca la barra de hierro en la fragua. Mientras las llamas crepitan y el metal comienza a tornarse incandescente, Alfonso comprende que su prueba apenas empieza.



    Con el tiempo las enseñanzas de Abdul toman efecto y la habilidad de dar forma al metal se hace palpable. Alfonso no se rinde y cada día se gana el pan y la confianza de su maestro. Tras un mes entero sin descanso alguno Abdul Hakim ve preparado al chico.



    —Es hora de que le des forma a tu primera pieza.


    Con el martillo en mano, Alfonso respira hondo y asesta el primer golpe. La vibración sube por su brazo, pero no se detiene. Golpea con un ritmo constante, aplastando y moldeando el metal hasta darle la forma de una hoja alargada. La jornada avanza entre el repiqueteo del acero y las correcciones del herrero, quien de vez en cuando interviene para ajustar la posición de la hoja.
    Cuando la forma básica de la daga está lista, Abdul Hakim asiente con aprobación.



    —Muy bien, ahora el temple.


    Alfonso sumerge la hoja en un baño de aceite, conteniendo la respiración mientras el metal sisea y humea. Cuando la saca, Abdul Hakim examina el filo con ojo crítico y le ordena pasar a la piedra de afilar.

    Horas después, con las manos doloridas, Alfonso sostiene su primera daga terminada. Es sencilla, con una hoja delgada y una empuñadura envuelta en cuero, pero es suya. La alza para que Abdul Hakim la observe.

    El herrero la toma, la examina con detenimiento y, tras un largo silencio, le entrega la pipa con gesto solemne.

    —Fuma, aprendiz. Hoy habéis dejado de ser solo un observador. Hoy habéis dado vuestro primer paso en el arte del fuego y el hierro.

    Alfonso sonríe, sintiendo el peso de la daga en su mano y, por primera vez, la certeza de que el camino del herrero puede ser también el suyo y uno nunca sabe cuantos caminos se abren poco a poco.



    Pasados algunos días un par de soldados se acercan mientras el herrero y Alfonso estan trabajando.



    —¿Qué queréis? —pregunta el herrero con voz áspera.

    Uno de los soldados, un hombre alto y de gesto serio, da un paso al frente.

    —Hemos oído hablar de vuestras armas, y de vuestro aprendiz, maestro herrero. Dicen que no hay hoja más resistente ni filo más duradero en toda Castilla.

    —Muchos hablan demasiado —responde Abdul Hakim sin levantar la vista de su trabajo.

    El segundo soldado, más joven y de mirada astuta, sonríe.

    —El Maestre de la Orden de Santiago desea que el aprendiz forjé para la corte de Toledo. Seríais el herrero oficial. Buena paga, buen alojamiento… un honor.

    Abdul Hakim deja el martillo sobre la mesa y los observa con una mueca de desconfianza.

    —No necesito honores. Mi lugar es este.

    Antes de que los soldados puedan insistir, el herrero comienza a toser violentamente. Las manchas rojas en el suelo delatan lo que ocurre. Alfonso se acerca de inmediato, preocupado.

    —Maestro…

    Abdul Hakim intenta incorporarse, pero otro ataque de tos lo dobla sobre sí mismo. Su respiración es pesada, su rostro está pálido.

    —Llevadlo a un médico —ordena el soldado más viejo, sin perder tiempo.

    Alfonso y los soldados sostienen al herrero y lo sacan del taller.

    [Horas después, en casa del médico]

    El aire huele a hierbas y a humo de lámparas de aceite. Abdul Hakim bebe una infusión amarga mientras el médico, una anciana muy delgada, observa con ojos tristes.

    —La infusión aliviará el dolor y la tos, pero… vuestro cuerpo está muy débil. Esto no es un mal pasajero.

    —¿Qué queréis decir? —pregunta Alfonso, sintiendo un nudo en el estómago.

    El médico suspira.

    —No hay mucho que pueda hacer. Quizá días, quizá semanas… pero el fuego de su fragua ha consumido su propio aliento.

    Silencio. Abdul Hakim deja la taza sobre la mesa con gesto resignado. Luego, mira a los soldados y habla con voz cansada.

    —Alfonso acepta la oferta, te ira bien con ellos.

    Los soldados intercambian miradas y asienten con respeto. Alfonso aprieta los puños, sintiendo que algo grande está por cambiar en su vida…



    Llegando a la corte, el castillo se alza con majestuosidad, de repente, sonidos de flechas que casi los alcanzan. Unos soldados empiezan a gritar: ¡Nos atacan, los moros nos atacan!



    —No puede ser, esto no puede estar pasando. —dice con resignación Alfonso.


    Uno de los soldados protege a Alfonso de unos moros que atacan con Arcabuzes y otros con flechas rápidas y letales. El escudo aguanta los ataques mientras Alfonso huye, por desgracia para él un disparo le alcanza el muslo. Cae al suelo gritando de dolor. Otro soldado lo lleva donde el médico. Y le cura la herida con hierbas medicinales. De pronto le viene a la mente su maestro.


    —¿Y Abdul, mi maestro, mi Hakim?



    —Ahí en las afueras de esta casa lo veras.

    Alfonso cojeando un poco, sale corriendo lo mas rápido que puede. Lo único que consigue ver es una tumba con el nombre en un cartel de madera: “Aquí se haya el cuerpo de Abdul Hakim”.

    Y en medio de la reconquista, un cristiano y un musulmán habían conectado de forma que nunca uno puede imaginar. Dos religiones diferente pero corazones parecidos.
     
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  2. Alde

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    Me gustó esta historia a pesar de tener un final triste.
    Y posee mucha enseñanza.

    Saludos
     
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  3. JimmyShibaru

    JimmyShibaru Poeta recién llegado

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    9 de Septiembre de 2024
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    Muchas gracias!!!
     
    #3
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