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El frío de José Inchausti

Tema en 'Prosa: Obra maestra' comenzado por Lisandro Sánchez, 8 de Abril de 2025. Respuestas: 0 | Visitas: 91

  1. Lisandro Sánchez

    Lisandro Sánchez En la provincia de Neuquén, Patagonia Andina

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    Este relato (escrito en el año 2001) pertenece al libro "La mujer de Martín Fierro" (Ulrica Ediciones; Rosario, Santa Fe, Argentina; año 2011, ISBN 978-987-21414-7-9). Lo publico aquí, en la sección "Obra Maestra", no porque considere que es una obra maestra de la literatura (ni muchísimo menos), si no porque creo que puede llegar a ser el más interesante (si es que alguno lo es) de los relatos que he escrito (y por estos tiempos no estoy escribiendo relatos). Aunque también vale aclarar que la temática es bien específicamente argentina (y en cierta forma, también su tratamiento). Tal vez no sea de mayor interés para lectores/as de otras latitudes. O tal vez sí, si se trata de lectores/as que puedan encontrar interesante el tomar contacto con realidades de este rincón del mundo.





    Don José Inchausti dormía entumecido. Del guiso y el vino de la cena le duraba su pesadez, pero su tibieza se había ya esfumado. Tal como sucede con esos mismos víveres en la tirita de papel del fiado. Tal como sucede con su pensión después de levantar esa misma tirita y un par de muertos más. Lo lindo pasa enseguida. Lo fiero tarda en pasar.

    La primer helada del año, bravísima, como condensando en esa parte del suburbio ribereño toda la humedad del Paraná; abusaba de su desamparo. Él, acurrucándose en sueños, con la candidez de un niño provinciano, desenterado de la llegada del invierno que le apretaba el cuerpo y los recuerdos, recorría por el tiempo algunas de esas cientos de heladas grabadas en su carne de naranjo viejo, algunos de aquellos tantos crudos inviernos, que él supo siempre madurar en primaveras dulces de soles colorados, florecidas de azahares, y de pájaros.



    Se soñaba entonces a sí mismo cuando chango en alguna de esas largas charlas nocturnas de fogón junto a su tata, Juan; calentando él sus alpargatas y secando don Juan sus viejas botas, al reparo de una pirca y de sus ponchos, en aquel lejano paraje de los Valles Calchaquíes de su añorada Salta.

    Su tata, que era allí puestero, le decía: -‘Priendería’ este ‘juego’ hasta en el último palito de este valle, largaría a los cerros los animales y quemaría este frío de una sola buena vez; que el rebaño se rebusque su pastaje, ¡y que el patrón se rebusque su rebaño!; nos iríamos al abrigo de una casa allá en el pueblo, pondríamos boliche, viviríamos mansos; y tu mama, tus hermanas, tus hermanos, vos, yo, todos, viviríamos mejor, más aliviados... pero... estos cerros nos han dado lo que somos, ellos son el rincón nuestro de la patria, y la patria no se hace bolichando... total... ya va a venir otro gaucho... no hay que aflojar... por Salta... por Güemes... ¡por don Martín Miguel, carajo!

    Y eso era su padre. Bravura, rigor, como su misma vida; pero tenía eso además: sus fogones interminables, su poncho tibio generoso, su berretín por su Salta y su caudillo, sus relatos sobre el general gaucho, el gobernador de los pobres, y sus luchas sin cuartel, contra el enemigo español, frente a los oligarcas, por la Independencia, el fuero del gaucho, los impuestos a los ricos y el amparo a los paisanos...



    Pero los pies de don José en esta fría humedad del catre buscaban sin suerte la tibieza del fogón. Y su sueño seguía viaje. Como acechando al calor en los recuerdos...



    Y lo encontraba en plena cordillera salteña, en el día más feliz de su vida, por el regreso a su Salta, a sus cerros, por su primer destino como efectivo de Gendarmería Nacional. Sí. La de Güemes. La de los guardianes de la frontera, los centinelas de la patria, los defensores de la soberanía nacional. Se miraba el uniforme hermosamente impecable todavía, y después miraba el cielo y susurraba: -Yo sé que usté’, de allá, me ha de estar viendo, tata...

    Eran cuatro jóvenes gendarmes. El jefe, comprovinciano suyo y poco mayor que él y que los otros, un tucumano, un correntino y él. Apostados en la remota soledad de la frontera, aislados prácticamente, a días de viaje del alma más cercana.

    Cuando la radio de José, la única capaz de lograrlo allí, captaba por momentos una emisora, casi se conmovían escuchando una noticia cualquiera o una que otra música apenas deducida de entre el ruido.

    El helado viento blanco solía asolarlos. Los obligaba al encierro. La leña era un bien precioso. Sumamente escasa. Había que administrarla minuciosamente, e Inchausti lo hacía con religiosidad. Para él las guardias, las recorridas, todas las tareas, también su radio, las partidas de truco, las bromas, las historias de aparecidos, hasta los cumpleaños del Tape y el Tucu que les tocó festejar, en fin, todo, era rutina. Bienvenida, pero rutina al fin. Todo menos el fuego. Inchausti frente a su fuego era como un niño absorto frente a su tira de dibujos animados predilecta. Pero una tira que no tenía más animador que él, y que Dios mismo...



    Así se ve también frente a su fuego, armándolo pacientemente, junto a su dicha y su gloria: su mujer, Ana María Ábalos, y su hijo, Martín Miguel Inchausti Ábalos. Los tres acurrucados frente a las llamas, rindiéndole culto sagrado al hogar. A ese primer hogar constituido que lograban tener. Hogar tan obrero y humilde como sus vidas. Tan confortable y digno como sus sueños.

    Allí en la otra punta de su provincia, en el chaco salteño, en General Mosconi, en el barrio de los obreros de YPF, Ana tenía su cargo docente en la escuela del barrio, Martín tenía su banco en la misma escuela, los tres tenían su casa, y José tenía su puesto en la Gendarmería, que lo llevaba siempre de acá para allá, pero volviendo, pleno de felicidad, en cada franco, a su casita con techo de tejas a dos aguas, su hogar, su fuego encendido cada noche.

    Y en cada palito que dedicadamente José echaba a las llamas, él y Ana quemaban el frío de cada una de tantas horas de invierno vividas lejos del calor familiar…

    José, por su errar de buscavida primero y centinela después, lejos de la soledad precordillerana de los suyos, siempre trajinando, su tata y hermanos por las extensiones de la estancia, su mama y hermanas por la ranchada.

    Ana, por su deambular de estudiante primero y maestra después, siempre cruzándose con el nomadismo a su vez de su familia, cosecheros, golondrinas, que en guerra sin tregua por la olla, no le mezquinaban el cuerpo a nada; del algodón a la fruta, pasando por la caña, el tabaco, el arroz, el trigo, ¡y qué no han levantado, qué pago de la patria no habitaron por una temporada y en qué vagón carguero no viajaron!...

    Y mientras atendía el fuego, José se encendía de orgullo escuchando cómo Ana, siempre tan docente, le explicaba a Martín, que tenían esa buena casa, ese lindo barrio, esa hermosa escuela, gracias a esa pujante YPF, a esos prósperos Yacimientos Petrolíferos Fiscales, y a argentinos como Adolfo Güemes, Mosconi, Yrigoyen, Perón y muchísimos más, que lucharon contra toda intención privatista, que defendieron esos yacimientos como bastiones que son de nuestra soberanía nacional...



    Pero lo despierta al fin la primer claridad del día, helado, en la humedad de esta su soledad lejana. Don José sale del catre. Se abriga un poco. Se moja apenas las lagañas con solo dos dedos de cada mano que se le congelan con el agua. Prende su radio a lámparas que como él suele decir, si estuviera en condiciones sería reliquia pero es solo vieja como el dueño, y que a veces quiere arrancar, a veces no, y esta vez quiso, y está clavada en la única emisora que cuando anda; interferencias mediante, se escucha.

    El frío húmedo le punza su cadera izquierda, la que le operaron de emergencia aquella vez, gajes del oficio. Busca algo como para hacer un fueguito. El invierno lo agarró desprevenido pero encuentra un par de palos. Se sienta en su vieja silla, de costado a la mesa que le queda a su izquierda; y quedándole medio a su derecha pero casi de frente, la salamandra. Le pone a esta sobre el agujero de la tapa, la pava, que estaba sobre la mesa, y algo de agua tiene. Empieza a sentirse motivado.

    Los palos están húmedos, y leña chica como para empezar el fuego, no tiene. Otro hubiese renegado bastante. Él se las rebusca lindo con unas cuantas hojas de diario, paciencia, maña y un cartón para abanico. El fuego más o menos se va prendiendo. La leña hace un humo regular al principio. Se lo toma con filosofía. Finalmente logra una llamita suficiente como para que los palos empiecen a arder y la pava se vaya calentando.

    Parece que las lámparas de la radio levantaron también temperatura, y ya se escucha a pleno. Allí se oye que el invierno 2001 se da por comenzado. Y no bienvenido. Que en lo que va del día se ha cobrado dos vidas allí nomás en Rosario, y otras tantas en otros puntos del país. Unas, víctimas del frío. Otras, de la inhalación de gases de combustión de estufas precarias.

    -¡Imbécil... son todas víctimas del solo desamparo!- le grita indignado don José a la radio. Y la bronca le punza la cadera dolorida. Y le agita los brazos. Y estirándose, sin levantarse de la silla, abre la ventana un poco, por donde entra un frío considerable, pero sale algo de humo que ya lo estaba haciendo sentir un poco ahogado. Sigue inquiriendo a la radio: -¿En la intemperie de los cerros le ganaba uno al frío, y en la ciudad llena de lujos el invierno mata gente? Cualquier manotazo le arrebata a uno la vida cuando lo ha condenado a muerte la injusticia. ¡Periodistas de mierda! ¡Ricachones y políticos hijos de perra! Todos los odios se le juntaron a don José Inchausti y así también los escupió. Como le sabía decir su tata, solo un rufián puede no odiar en medio de tanta porquería.

    La pava hace ruido. Ofuscado y todo, don José agarra con toda su mano izquierda, el mate, que está sobre la mesa, con la yerba húmeda de ayer, helado. Está juntando ganas para levantarse por sobre el dolor de su cadera e ir a vaciar el mate en el cesto que le ha quedado un poco lejos.

    Pero la radio parece que se empecina en joderle la vida. Y sigue propalando. Que son numerosas en Salta las víctimas fatales de la llegada del invierno. Más que en ninguna otra provincia.

    -¡Hijos de perra!- continúa José enfureciéndose.

    Pero no sólo el invierno ha llevado la muerte a Salta -sigue la propaladora como endemoniada-. Hay muertos y heridos como saldo de un enfrentamiento entre despedidos de YPF y efectivos de Gendarmería Nacional. Los obreros, siguiendo el ejemplo de sus compañeros de Cutral-Co, cortaban la ruta nacional como último y desesperado recurso de sus desoídos reclamos por la dramática situación de sus familias tras sus despidos masivos y la concomitante desintegración de toda la economía local. Los gendarmes fueron enviados a levantar el corte. Estos despidos, junto a los de Cutral-Co y tantos otros más, son el epílogo del vaciamiento realizado a partir del proceso de privatización del petróleo y del gas, ya masivamente denunciado. Desde su mismo origen, fraudes mediante, que el país recuerda, como el tristemente célebre escándalo del falso diputado (o dipu-trucho) y las denuncias de sobornos. Y hasta su actual corolario de haber convertido la prosperidad en tragedia hacia dentro y fuera de YPF y de Gas del Estado en cada zona del país en que estas operan. Todo eso en el marco de las políticas de desguace del Estado, incluyendo la degradación de la propia Gendarmería, que dejó de pertenecer al ministerio que conduce las Fuerzas Armadas y pasó al ministerio que controla la Policía, con la consecuente reducción presupuestaria. Se informó oficialmente la identidad de la primer víctima fatal del enfrentamiento. Un joven despedido de YPF de allí, de General Mosconi. Se hallaba junto a otros, encendiendo el fuego de palos y neumáticos, sobre la ruta, cuando fue alcanzado por un proyectil. Su nombre y apellido completo...

    Una a una las sílabas retumban como disparos en el nervioso corazón de don José. Él, tieso, siente que el mate, helado, en su mano, le transmite un frío punzante que le hormiguea el brazo y le acalambra el pecho.

    Don José Inchausti, mudo, inmóvil, pálido; la salamandra crujiente, la pava ya seca, ardiente, enrojecida; la nube de vapor que salió de ella, el humo, los primeros rayos de sol facetados por los listones de la persiana apenas levantada... todo parece representar una extraña y sórdida caldera, quizá más tarde insípida noticia… ahora absurda caldera, perdida, en un rincón cualquiera del invierno, a punto de reventar.

    Y de fondo, monocorde y ruidosa, ya sin quien la escuche, como morbosa letanía, la radio, reiterando rutinariamente el nombre y apellido completo...: Martín Miguel Inchausti Ábalos.









    Lisandro Sánchez
    Las Ovejas, Neuquén, Argentina
    pochosanchez1973@gmail.com
    https://www.mundopoesia.com/foros/t...de-neuquen-patagonia-andina-argentina.772110/

    PD: Desde la provincia de Neuquén, un llamado a los/as amantes de las letras, de aquí y de la zona:
    https://www.mundopoesia.com/foros/t...es-de-las-letras-de-aqui-y-de-la-zona.789281/
     
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    Última modificación: 13 de Abril de 2025

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