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El fuego del silencio

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Rolando de los Rios, 11 de Noviembre de 2010. Respuestas: 0 | Visitas: 825

  1. Rolando de los Rios

    Rolando de los Rios Poeta recién llegado

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    10 de Septiembre de 2010
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    Edmundo De los Ríos, el novelista, el poeta y articulista arequipeño que sucumbió en su propia marea creadora, aquél que decidió ocultarse de cualquier reconocimiento y sumergirse en el fuego del silencio, como él mismo decía, cumple en estos próximos meses 3 años de haber fallecido. Su recuerdo sigue latente en la mente de muchos jóvenes que, como yo, llegaron a leer de pura casualidad esa novela titulada Los juegos verdaderos –ganadora de una mención honrosa en La Casa de las Américas en 1968– y que significó encontrar a un escritor de una dimensión enorme, extraña y, a la vez, regocijante. Se convirtió, como he escuchado decir a algunos, en un escritor de culto, en un mito dentro de las letras peruanas. Su nombre ronda de seguro hasta ahora por los pasillos de las facultades de literatura de la UNSA o la San Marcos y muchos, incluyendo a profesores, no pueden dar respuesta exacta de quién fue este eximio escritor. ¿Pero quién fue Edmundo De los Ríos, este mito que ya nadie parece poder construir?
    No me atrevo a decir que yo lo “conocí”, pues ese término es demasiado grande para el conjunto de imágenes y recuerdos que guardo de ese encuentro que tuve con él en el verano de 2006 en Chaclacayo, encuentro al que pude acceder más que todo gracias a que yo resulté siendo un sobrino-nieto suyo; es decir, un nieto de uno de sus hermanos de “allá en Arequipa”, como decía cada vez que se refería a su tierra. Grata coincidencia, pues yo lo venía admirando desde los 16 años gracias a "Los juegos verdaderos", novela que hallé en una feria de libros de segundo uso en la calle Piérola, donde, arrugada y aplastada por unos libros mastodónticos de biología, esa edición publicada por la UNSA y cuyo autor –me vanaglorié apellidaba igual que yo, luchaba por ser vista. La había leído en un santiamén y me encantó, aún sin saber que era un familiar. Esos personajes bien definidos, la predilección por las técnicas narrativas, los temas abordados y la locura y compromiso que plasmaba el libro me hipnotizaron. Fue entonces que le pregunté a mi mamá si en alguna ocasión había escuchado de un tal Edmundo en la familia; ella me sorprendió inmensamente al decir que era el menor de los hermanos de mi abuelo Arístedes. Cuando le pregunté, mi abuelo se refirió a él de primera mano como “¡ese loco!”, agregando después que se trataba de un hablador sin cura, un viajero y parrandero, hippie pelucón y sobre todo un distraído buena gente que se hacía de buenos amigos por todo lado. No lo había visto en muchos años –en sí, un par de décadas –, pues, como contaba mi abuelo, siempre andaba en Lima o en el extranjero, “viviendo su vida de loco”. Por mi amor a la literatura y mi sueño de ser un escritor, que en mi familia pocos comprendían, desde ese momento ansié conocerlo con obsesión.
    Mi oportunidad llegó un año después, en una fecha aciaga para los hermanos de mi abuelo: el día de la muerte de la bisabuela. Sabiendo de mi ansiedad, el abuelo Arístides aprovechó la oportunidad de su llegada y, en medio de ese velorio particular que le dio a la bisabuela junto al tío Edmundo como líder (“pasándose toda la noche tomando como unos desquiciados al lado de la cama donde estaba la señora, llorando y cantando como si estuvieran en un matrimonio hasta quedar dormidos, tu abuelo en el piso y ese loco del tío Edmundo abrazándola y besándola con la pijama puesta”, amonestó con ironía mi abuela un tiempo después”), le dijo si no quería darse una vuelta por su casa al día siguiente a modo de desayunar. Y así lo hizo, como buen bohemio madrugador que era. Entre mis tías y primos –excepto mi mamá que lo había visto una vez de niña– nadie podía decir que sabía algo de él, pero esa mañana en que nos presentaron y desayunamos huevos fritos y café, se hizo uno más y nadie tuvo problema en tomarle confianza a pesar de sus 61 años. Extremadamente alto –una novedad en nuestra familia de pequeños que no rebasaba el metro sesenta –, delgado, discretamente encorvado y de maneras pausadas y un mostacho bien dibujado que le daba ese aire de caballero en un salón inglés donde se va a tomar el té, al tío Edmundo se le descubrió como una persona jovial, sonriente a más no poder y un reproductor autómata de anécdotas sabrosas, aunque no por ello se pudiera evitar encontrar entre esos pliegues una cierta timidez, la cual disfrazaban muy bien los enorme lentes que montaba y que no ocultaban para nada su miopía.
    En esa ocasión, debido al cargamontón familiar que se hizo a su alrededor, sólo tuve la oportunidad de expresarle lo mucho que me había gustado su libro debido a las novedosas técnicas literarias que empleaba. Él, digno de su cordialidad, me contestó que no había sido más que un relumbrón de joven soberbio, un intento de sorprender a lo grande. Después, cuando hubo pasado el entierro de la bisabuela y en la casa decidimos hacer una parrillada en su honor, cualquier intento de hablarle de literatura era acallado rápidamente por la familia (incluso para el primo Axel, poeta incomprendido y gran jaranista de la familia, cuyo verboso y a mí gusto muy psicodélico libro de cuentos recién publicado, “Asaltacharquillos”, había sido bien recibido por la crítica arequipeña). En medio de esa comilona marinada con buenas cantidades de cerveza helada que duró hasta altas horas de la madrugada, el tío Edmundo fue para todos nosotros un personaje muy pintoresco, algo extravagante y, sobre todo, extremadamente entretenido. Después de su retorno a Lima, donde se ubicaba “su cueva secreta” en Chaclacayo, me quedé con un sabor agridulce y todos los día elucubraba la forma de cómo lograr una entrevista con el pintoresco tío.
    Fue un año y medio después que la conseguí, en un viaje de tres meses que realicé a Lima con motivo de aprovechar las vacaciones de verano con un trabajo que me propuso una tía, además de terminar de escribir un cuento y, por supuesto, lograr la ansiada visita literaria. Su número telefónico lo tenía escrito en un arrugado papel que me dejó en su viaje a Arequipa. Al escuchar mi voz, el tío no dudó y me invitó a pasar un día entero en Chaclacayo, agregando de paso que podíamos “cocinar algo para aprovechar tus cualidades”, recordando que le había comentado de mis improvisados estudios de gastronomía. En el pesado trayecto, la escasa biografía que conocía del tío se me vino a la mente y como en otras ocasiones pensé en la injusta “invisiblidad” –lo digo en sentido literal– de la que se había cubierto después de aquellos lejanos premios que recibió en los años sesenta por Los juegos verdaderos, la cual además había sido celebrada por Juan Rulfo como “la novela que inicia la literatura de la revolución en Latinoamérica”. El éxito de la juventud no se había vuelto a repetir y excepto los artículos y poesías que publicaba en Caretas y otros diarios, su nombre nunca era mencionado dentro de los círculos de escritores publicados, aún cuando se sabía que tenía aparentemente dos novelas terminadas, Los locos caballos colorados y El mutilado ecuestre. En un tiempo donde lo que más se hacía y leía dentro del Perú era poesía, Edmundo De los Ríos decidió ser un novelista de vanguardia, portador de un mensaje incorruptible: el fracaso del individuo. Fue una especie de sombra de grupos como Hora Zero o Gleba Zero, admirador de las publicaciones de amigos como José Watanabe y espectador apasionado de lo que sucedía dentro de la órbita cultural. A pesar de recibir un beca de creación literaria en México y visitar muchos países de nivel cultural alto, su retorno al Perú fue friamente inadvertido. Como dice Guillermo Niño de Guzmán en su artículo titulado Final del juego: “Visto su caso en retrospectiva, daría la impresión de que la precocidad le pasó a la larga una enorme factura, imposible de saldar”.
    Estoy seguro de que la enorme conversación que tuve con el tío ese día y medio que pasé en Chaclacayo ha sido una de las experiencias más nutritivas de mi vida. Después de escribir una cariñosa dedicatoria en mi maltratado libro y comer con voracidad el lomo saltado que preparé con lo que pude en esa cocina que él mismo había montado en un reducto de ese departamento repleto de libros desperdigados por todos lados, conversamos largo y tendido, fumando unos chesterfields y escuchando a Mozart, de aquello que me interesaba: él y la literatura. Desde el análisis de Lord Jim, novela que el tío consideraba la mejor de Joseph Conrad, hasta Los Sertones de Euclides Da Cunha, quien inspiró a Vargas Llosa para La guerra del fin del mundo, pasando por anécdotas picantes sobre escritores conocidos, hablamos de toda la literatura y proceso de escritura que a mí me interesaba. Siempre había ansiado conocer a un escritor entregado a su profesión con esmero y disciplina. Los pocos que había conocido eran casi siempre improvisados regionalistas que repartían sus temas entre leyendas y costumbres inverosímiles. En Edmundo De los Ríos había conocido por fin a un escritor de verdad, ése que está condenado a no dejar nunca la pluma, pues significa para él la única forma posible de ser feliz, de no sentirse perdido en esta sociedad tan desigual y confusa.
    Por otro lado, en un momento me permitió revisar su vieja laptop y leer algunos capítulos de Los locos caballos colorados, novela en la cual ya podía verse una consagración del estilo, más limpio y directo que el desenfreno que significaba Los juegos verdaderos. Me contó que ésta misma había quedado varias veces finalista e incluso había sido ganadora de muchos premios, pero que el escaso presupuesto y la desidia imposibilitaron su publicación. Eso lo hizo revisar la novela una y otra vez y decidirse a volverla a escribir desde el principio, empresa en la que estaba entregado por esos días. Acerca de El mutilado ecuestre, sólo me comentó que había decidido desaparecerla hace mucho tiempo, sin darme un porqué exacto. Al atardecer, fuimos a caminar por las bonitas calles de Chaclacayo, repletas de árboles y palmeras que en ese caluroso verano del 2006 le daban una pasividad insospechada a esas casas lujosas de donde salían Jaguares y relucientes Mercedes-Benz. Algo torcido y con la bicicleta a un lado, el tío me contaba que esa era su rutina diaria: andar por las calles en la bici y coger hojas de jacarandá, que en Chaclacayo abundaban, para deshidratarlas.
    Como se hizo tarde, el tío me permitió quedarme a dormir y pudimos charlar un poco más, pero la música que venía de la plaza, que abundaba de discotecas, impidió que durara mucho. En la mañana desayunamos mandioca con tostadas y a la hora de despedirme le entregué el cuento que había escrito en ese verano. A cambio, él me prestó un montículo de libros enormes que tuve que llevar en la mano pues en mi mochila ya no entraban.
    Al despedirme de él en la carretera –se obstinó en acompañarme me dijo que desde ese día iba a estar esperando mi próxima visita, hecho que me produjo un malestar por dejarlo solo (el tío estaba divorciado y no tuvo hijos). Embarqué y ésa fue la imagen que tengo más sólida de Edmundo De los Ríos: su cuerpo enteco y su gran sonrisa de oreja a oreja con el mostacho reluciente, haciendo adiós con una mano mientras que la otra sujetaba la bicicleta, transformándose poco a poco en un punto lejano en la carretera. Fue la última vez que lo vi. Después de una intensa comunicación vía correo electrónico, un día mi abuela vino con la noticia de que uno de sus hermanos lo había encontrado muy enfermo y que poco se pudo hacer en el hospital. A su entierro asistimos casi todos aquellos que estuvimos presentes en esa parrillada inolvidable y todos estuvimos de acuerdo en que se trataba de una persona maravillosa. Allí sus hermanos prometieron publicar su obra (hasta ahora la espero). De las dispersas palabras que vienen a mí referentes a esa larga conversación que tuvimos, hay unas que siempre recuerdo:
    –Estoy seguro de que nadie, en esta vida, nace siendo novelista –dijo el tío, pensativo, fumando el chesterfield–. Más bien, poeta, poeta es lo más alto en la literatura, Rolando. Los autores teatrales o novelistas qué otra cosa sino a poetas aspiran ser.
    Tal vez, quiero creer, se refería al poeta como aquel ente metafísico que logra expresar el lenguaje de la vida a través de la sola palabra, la belleza y la entrega, aquel cuya voz supera el tiempo y la memoria, la sordidez y la mediocridad, solo por el simple y a la vez contundente hecho que dice lo que la mayoría rehúye o teme: la verdad.
    Él no era un poeta, al menos no uno publicado; era, más bien, una persona que tenía la poesía en su fuero interno, en su forma de sentir y vivir el mundo. Edmundo De los Ríos nunca pidió más de lo que necesitó, tal vez por eso se explica su negativa de volver a Arequipa, ciudad donde tenía una casa cómoda y una familia repleta de hermanos y hermanas que lo apreciaban. Decidió quedarse solo con su obra, con sus propios fantasmas y remordimientos, seguro de no poder escapar de esa marea que lo arrastraba desde joven, cuando supo que la única forma de atizar el fuego de la vida era a través del silencio.



    07 de noviembre de 2010.
     
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    Última modificación: 9 de Febrero de 2012

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