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EL furor de los moribundos (cuento)

Tema en 'Prosa: Filosóficos, existencialistas y/o vitales' comenzado por esteban7094, 13 de Mayo de 2014. Respuestas: 0 | Visitas: 567

  1. esteban7094

    esteban7094 Poeta recién llegado

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    29 de Abril de 2014
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    Hombre

    Entraba a aquella habitación un viento tan mórbido y enteco que su mísera caricia agobiaba y entristecía aun más a los enfermos.

    ¡Ay! –decía Claudio con una parsimonia desesperante- Hasta los rayos del sol están enfermos; miren como se quedan a mitad de camino, miren como languidecen ante las sombras de este cuarto de tristezas y miserias…

    ¡Cierra ese pico, cuervo! –profería Rubén con enfado y hacía ademán de alzar los puños, pero sus flaquezas los mantenían contra la cama- ¡Qué mas sombras que nosotros cuatro! Ya ni hombres somos; somos como piltrafas, como broza, como maleza de hombre, como escombros, como ausencias de pasiones desbaratadas…

    En eso ingresaba una enfermera que ciertamente también se ponía taciturna al notar el desaliento de aquellos viejos. Pasaba camilla por camilla, y éstos se quedaban arrobados, paralizados, yertos como troncos; silenciosos, como si ya estuvieran en sus futuras tumbas; sus ojos vidriosos y amarillentos se abrían y se perdían en el cuerpo de aquella mujer; ¡ah, y que la lujuria es inmune a cualquier enfermedad humana! Empezaban todos a jadear como canes, recordando las orgías y los excesos de su pasado tan remoto que parecía un sueño ajeno. Y el viento se enfervorizaba como un dragón y sacudía las cortinas y la falda de la enfermera; y los rayos del sol recobraban vitalidad e iluminaban las sombras, cual encendiendo viejas pasiones ya casi exangües y lóbregas. Todo parecía un festín, un alborozo colorido. Y Rubén alzaba sus puños rompiendo las cadenas de su infortunio; y Claudio sacaba la lengua como un infante burlón y se le rodaba la vista por aquellas carnes tersas y perfumadas, cual jardines exquisitos; y Uriel y Alfonso ganaban color y sus mejillas de perros viejos se ruborizaban ante sus lúbricos pensares.

    ¡Señorita! ¡Señorita! –clamaban todos- ¡Me duele esto! ¡Me duele aquello! ¡Sóbeme esto! ¡Sóbeme aquello!
    Y volvían a ser jóvenes por un instante, altivos y retorcidos; e imaginaban que los pinchazos de las agujas eran caricias y que el agua tras las patillas era ron y aguardiente…
    ¡Señorita! ¡Señorita! –gemían como acalorados, más encendidos que un girasol- ¡No se vaya aún! ¡No siento esto! ¡No siento aquello! ¡Me duele esto! ¡Me duele aquello!

    Y la enfermera salía medio triste, medio acongojada, cual saliendo una belleza melancólica con corona de verde laurel y sedas traslúcidas que inflamaban el apetito por lo carnal; pero tras ella, se iban la música, el festín, la vocinglería, el ron y el aguardiente; se iban los anhelos recién resucitados y la lujuria como sombra de la belleza; se iban las fuerzas, el vigor y el rubor…

    Y aquella habitación volvía a sumergirse en el Mar Muerto, y los rayos del sol se tornaban trémulos y despavoridos ante las sombras que preludian la muerte, y el viento otrora huracán pérfido y libertino, volvía a desmayarse del hambre y muy enclenque se arrastraba hasta aquellos rostros ajados, manchados, verdosos, cansados, como de perros viejos.
    Y se lamentaba Uriel-: ¡Ay, de verdad me duele esto!
    Y le contestaba Rubén-: ¡Cierra ese pico, cuervo!





    L. E. TORRES
     
    #1

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