El gato, el lobo y la luna

El gato dormía en el alfeizar de la noche, con los ojos entrecerrados y el corazón en llamas. Soñaba con la luna, con su piel de ceniza y leche, con su risa de plata que resbalaba entre las sombras.

El lobo aullaba en la montaña, un grito de hambre y deseo que atravesaba los cielos. No la llamaba a ella, la poseía con el aliento, con el pulso de su sangre, con la furia de su espera.

La luna, desde su altura de reina distante, se inclinaba sobre ambos. Para el gato, dejaba un rayo de luz en su lomo oscuro, un susurro en la brisa que olía a caricias furtivas. Para el lobo, se hacía espejo de su ansia, la promesa inalcanzable que llenaba su pecho de invierno y fuego.

Ninguno era dueño de ella, y sin embargo, ella era de los dos.

El gato, paciente, la bebía a sorbos en la ventana. El lobo, enloquecido, la devoraba con la mirada. Y la luna, eterna, se deslizaba entre ellos como un amor sin orillas, sin piel, sin cuerpo, pero con la certeza de los astros que nunca dejan de arder.