El Hijo de la Soledad

Soy el hijo predilecto de la soledad. Mi rostro es pálido y escarlata son mis ojos. Soy aquel a quien le fue tejido una sombra larga y un traje oscuro. A quien le fue construido un castillo vacío y un rincón en la noche. Al que se que se le erigió un balcón en el horizonte nocturno para escuchar el canto melancólico de la luna, el sonido cambiante de los amores furtivos y la música amarga de la lechuza furiosa. Aquel que fue traído de lo más profundo de la tierra a este mundo de frías lápidas, de monasterios en ruinas, de catedrales góticas y de ángeles de piedra para burlarme del tiempo que pasa y del tedio que suspira.

Soy el exiliado, el expulsado. El ímpetu, la tempestad. Soy el que ama, pero el no encontrado, el no percibido, tal vez el no amado. Soy las runas en la roca lisa, el misterio tras la niebla, el secreto guardado. Lo incomprensible y lo incomprendido. El hechizo y lo hechizado. El frío invierno en el falso estío. Soy la danza macabra, el gran pagano. Soy el silencio. La vieja nave abandonada a la deriva buscando su estrella del norte. El aliento que transforma en escarcha el vidrio y las flores albas en mariposas negras. Soy el verso de hielo a la que responden los ecos con voz trémula. El abismo, el pecado. Soy el poeta solitario. El que camina entre escombros y violetas, entre callejones desiertos y vitrales que sangran.

Soy el hijo predilecto de la soledad. Aquel quien busca una salida en este laberinto de paredes grises y pesados ladrillos, que abre grietas con sus palabras de fuego para convertirse así en el más libre de los huérfanos. El que desde las tarimas de asfalto observa el caos infinito, los sueños hechos humo y metal y las estampidas de luces tristes y ojos extraviados. Este soy yo, hermanos y hermanas: el hijo de la soledad.