El impostor

El impostor
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No podía imaginar que, unos días después, me encontraría frente al impostor. Ahora se ocultaba tras la máscara de la incógnita, y suscitaba en mí el desasosiego por saber qué se escondía más allá de esa oscuridad, cuyos dientes adivinaban la lengua sediciosa, que de vez en cuando emergía como una serpiente demoníaca arrastrada entre el estiércol de la muerte.

En ese laberinto sin salida, la única escapatoria era dejar que el pensamiento se entumeciera para no morir en el intento, aferrándose a la propia carne para sobrevivir devorando nuestra existencia. Pronto comprendí el significado de aquel presagio. No dudé y di un paso hacia la nada para caer definitivamente en el olvido de los muros del destino. Al cruzar la barrera que nos impide ver la realidad de los mundos imaginados, pude comprobar las huellas de otros que, como yo, habían tenido el atrevimiento de traspasar el umbral infernal, y dejar atrás la sujeción finita de la carne a un mundo desposeído.

Mi suerte estaba echada, cuando una mano me tocó el hombro:

-Señor…, ¿puedo ayudarle en algo?

Me sobresalté, pues no esperaba encontrarme voz alguna en aquel túnel cavernoso, donde las sombras ofrecían la única realidad que podía imaginar, y sin pensar que esa misma realidad estuviera dotada de la posibilidad del habla no hice caso a semejante control de lo increíble…

-¿Quién sois? –preguntamos los dos al mismo tiempo.

-Soy tu imaginación –respondió.

-¡Mi imaginación…! ¿Cómo va a ser posible, si he decidido lo extraño e inverosímil hacerlo realidad en un futuro incierto?

-La misma incertidumbre no es sino la imaginación de suponer varias alternativas –contestó.

-¿Qué pues, haces aquí, si te he desterrado dejando lo inaudito y fantástico con el velo posterior de un pasado de ilusión…?

-El muro que pretendes traspasar es demasiado inmenso como para que tú, una criatura débil y mortal, pueda imaginar siquiera la incomprensible evanescencia de una realidad visitada solamente por las almas que aún buscan una grieta por donde poder ver y respirar la luz y el oxígeno que ya no pueden retener.

En ese momento puse mi mano sobre mi boca y nariz, pero no respiraba; toqué mi brazo, mi cara, mi estómago, mis piernas; pero no había carne alguna. Grité…, pero no escuché nada; y cuando nuevamente quise imaginar al ser que tenía en frente, detrás, a la izquierda, a la derecha, no pude encontrar sino mi propia oscuridad y la mentira que yo mismo había fabricado para soportar la soledad y la angustia, que produce el miedo a lo desconocido… unos días después.