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El intermediario del Pombero

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Eduardo Morguenstern, 16 de Enero de 2011. Respuestas: 5 | Visitas: 2360

  1. Eduardo Morguenstern

    Eduardo Morguenstern Poeta que considera el portal su segunda casa

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    EL INTERMEDIARIO DEL POMBERO.

    Eduardo a. Morguenstern​


    1. Presentación.

    Los tres muchachos eran amigos inseparables. Aquel año compartían el quinto año de la escuela primaria, y andaban gastando en promedio sus once años. Alberto y Jorge eran de la ciudad, Pepe era “del campo”, del pueblo llamado Itatí, a 72 km de la Capital. Para mejorar su educación, sus padres, que tenían un surtido almacén de ramos generales, lo habían enviado a la capital, a vivir con su tía Lucía, para cursar la escuela primaria.

    Será por las historias que Pepe contaba cuando salían de aventuras, historias de campo, supersticiones pueblerinas, leyendas de abuelas, o será por afinidad natural, muy pronto fue incorporado por los otros dos como compañero de andanzas.

    El padre de Alberto era en esos días Prefecto Mayor, jefe de la delegación provincial de la Prefectura Naval Argentina y el padre de Jorge era visitador médico.

    Los largos años que el padre de Alberto había pasado en las costas de los ríos, en ciudades o pueblos ribereños, alternando con los pescadores e isleños, en las largas tardes veraniegas de ociosos soles, entre mate y mate o en las frías y oscuras noches de invierno, se mataba el tiempo hablando de todo, en algún momento entre las infinitas partidas de truco, si un pescado se estaba asando y el vino amargo o la ginebra pura calentaba el cuerpo.

    Así fue coleccionando tantas historias que trajo el río, ciertas o falsas, como es propio de los pescadores, vaya uno a saber, como las de almas en pena de alguno que murió en algún tiroteo nocturno con los contrabandistas. O la de aquel indio callado, el Apolinario, a quien el médico del pueblo lo maltrató porque había abandonado un tratamiento, espetándole “¡indio bruto, no vengas más!” echándolo de la salita de primeros auxilios. Para malísima suerte del médico, quien esa noche fue a tomar unas copas al boliche del pueblo y se sentó en un desvencijado taburete frente al mostrador, asiento que era ocupado por el indio mudo hasta hacía un ratito y que dejó para ir a orinar al patio. Reingresar al salón y ver al médico ocupándole el asiento, sacar su cuchilla y cortarle el cuello fue casi un solo acto. Otras historias eran acerca de maleficios (gualicho o payé)[1]...

    Estas historias llenaron horas en los relatos del Prefecto Don Enrique frente a su hijo y su compañero Jorge, que atentos, absorbían los relatos con una creciente e invencible sed de aventuras y de misterio, para los muchachos, una fuente inagotable de atractivo e interés.

    El padre de Jorge, por su parte, como viajante, había registrado lo suyo. Había recogido mil historias, ya oídas en los pasillos de los hospitales, ya en las demoradas sobremesas almorzando con colegas en los comedores de la ruta. Relatos de hechos inexplicables propios del acervo folclórico, que Jorge atesoraba con avaricia. Estaban las de maldiciones “comprobables” de las curanderas; o el caso del famoso lobisón de Herlitzka y el relato del “chupa sangre”, vampiro temido, sombra maldita del cementerio de Estación Bompland que tanto trabajo había dado a los comisarios sin que nunca se explicaran los hechos, por otra parte nunca creídos en los medios periodísticos de la capital, y tampoco muy difundidos.

    También hubo aquel caso de los cadáveres que aparecían comidos, de tanto en tanto, en la morgue del Hospital Juan Ramón Vidal. Eso sí que fue noticia nacional, hasta que se esclareció que eran provocados por un loco de la capital, un ex estudiante de Medicina y que muchas veces había charlado con el padre de Jorge en el hospital psiquiátrico de Corrientes mientras éste esperaba a los psiquiatras para ofrecerles actualizaciones en el uso de la Clorpromazina.

    Allá en los años sesenta no había, claro está, Internet y ni siquiera televisión, y por otra parte, eran corrientes las historias de crimen rodeados del misterio o lo sobrenatural, que muchos sucesos del tipo ya no eran noticia, salvo para la chusma, las sirvientas y los proveedores del campo que ofrecían sus productos en la ciudad.




    1. Algunas andanzas.

    De modo tal que los tres muchachos juntaban un buen arsenal de historias siniestras, para intercambiar en sus diarios encuentros.

    Habían compartido ya muchas expediciones en procura del misterio. Sólo por recordar algunas, diré, por ejemplo, que una vez se metieron en el túnel del arroyo Poncho Verde de la ciudad, que se construyó para intubar el brazo que separaba la capital en dos mitades.
    En ese túnel, que desembocaba en el Parque Mitre, una vez se encontró el cadáver mutilado y ultrajado de un niño de nueve años que había desaparecido. Se relacionó ese hecho con comentarios extraños que venían desde el pueblito Santa Ana, a 15 Km de la ciudad, un lugar atrasadísimo en el tiempo, que parecía del siglo pasado, donde se decía que se reunían satanistas a quienes se atribuía la práctica de sacrificios de gallinas y chivos, cuando no de profanaciones de tumbas y otros chiches por el estilo. Esto motivó un largo escándalo en la ciudad, y las investigaciones involucraron a un conocido argelino productor de flores de Santa Ana, a reconocidos personajes de la alta clase y de la política de la ciudad. Pero eso es otra historia.
    El caso es que durante unos años se proveyó a la desembocadura del túnel de una reja, para que no se repitieran las andanzas de ningún depravado. Pero, como siempre hubo y habrá necesitados que trabajan de ladrones, alguna vez alguien o algunos se robaron la reja y como el Estado siempre olvida reparar las cosas públicas cuando de seguridad de trata, la cosa quedó así.

    Para no irme mucho más de la historia que les traigo, daré solo otra muestra de sus investigaciones aventureras. Fue cuando se juntaron a practicar con la famosa “tabla Ouija” un viernes a las 12 de la noche y se les manifestó el espíritu de un tal Oscar Franco, quien estaba por ahí en condición de “alma en pena” desde febrero del año pasado, porque había sido asesinado por un bandolero en la localidad de El Riachuelo, al disputar por trampas en el juego. El ánima “canalizada”[2] como se dice ahora, pedía que se le trasmitiera a su hermana María, quien trabajaba de sirvienta en una casa con tal número de teléfono, y los domingos era florista del cementerio, que de parte de su hermano finado, “el Oscar” y se le dijera que “no ande por ahí abriendo el pico” sobre cosas que sabía del criminal, porque entre los floristas había un familiar de éste, y que de enterarse que ella andaba “buchoneando”[3] la iban a matar.

    El mensaje era tan clarito y concreto, que el trío quedó muy impresionado, a tal punto que ahí nomás se terminó la experiencia. Al día siguiente no, porque era fin de semana, pero sí el lunes, llamaron al número y comprobaron con pavor que atendió la mismísima María Franco, quien quedó vivamente impactada por el mensaje de ultratumba de su finado hermano. Pero el interés “científico” de los muchachos no se conformó con tal comprobación, sino que fueron al padre de Jorge a preguntarle si sabía de alguna muerte por riña en ese pueblito próximo a la ciudad que el agente de ventas farmacéuticas visitaba regularmente... y efectivamente, el hecho había ocurrido tal cual relató el preocupado fantasma de Oscar Franco, penando su alma por todos lados.
    3. El intermediario del Pombero y el tema de la sombra.

    Con todos estos antecedentes, pasaremos al núcleo de la historia que hoy me toca contarles.

    Una siesta estaban tratando de sacar algún bagre amarillo en la costa del río. Aburridos por la falta de pique, la charla fue naturalmente a dar con los temas de siempre. Pepe les contaba que en sus pagos de Itatí había un personaje muy particular, Don Landevil, único comisionado del Correo, quien recorría todos los días la ruta desde el pueblo al paraje Ramada Paso, y de ahí a San Cosme y luego a la Capital, trayendo o llevando cartas y encomiendas en su jeep Willis, y que era un hombre muy misterioso, conocedor de todos, como es de esperar para su oficio, pero muy poco conocido él mismo.

    Alto, de aspecto enjuto y sombrío, con ojos profundos y vivaces de halcón, cuya mirada podía causar espanto. Su nariz era finamente aguileña y su boca pequeña y los labios tan finos que parecían un tajo producido con filosa cuchilla. De bigotes renegridos y finitos, su rostro en conjunto imponía cierto terror.

    Mucho se cuchicheaba de él. Para algunos era un gran embustero y aprovechador de los inocentes pueblerinos. Para muchos, era cierto cuando se decía que era el único representante del Pombero[4].
    El gnomo, en el Paraguay, Formosa, Corrientes, Chaco y Misiones es conocido por su nombre guaraní de “Cuarajhî Yara” que significa Deidad del Sol, o algo como “Dueño de la Siesta”, o “Yasy Yateré” en su versión nocturna (Pedazo de Luna, porque tiene la cabellera blanca o plateada.)

    Según el mito, sabe del paradero de cosas robadas o perdidas, o de personas o las causas de pestes de cultivos o de animales, ayuda a encontrar tesoros de los muchos que aún quedan en esos pagos escenarios de batallas de siglos pasados, o formas de ganar en el juego y tantas otras cosas por el estilo.

    Como pago por sus servicios a veces sólo quiere yerba mate, tabaco, ginebra o aguardiente. Pero si su trabajo es mayor puede pedir alguna jovencita púber para satisfacer sus diabólicos apetitos de carne joven, por lo general alguna “criadita” de las que abundan en los pueblos correntinos. Era común en esa época que las familias aceptaran la tenencia de alguna indiecita paraguaya. La pobreza de los pueblos ribereños paraguayos hacía que las pobres indias entregaran sus hijas que no podían alimentar. A veces podían “desaparecer” nomás, y se decía que simplemente se escaparon, o se fueron a la Capital a estudiar, o a casa de algún pariente de la familia, etc. y nadie hacía por ese entonces ningún barullo.

    Si no se cumple lo pactado con el trasgo, en la familia del deudor pueden esperarse solamente desgracias. Noches enteras de pedradas en los techos, diabolización de todas las aves de corral, que ya no caminan sino que se arrastran sobre el pecho, y su carne o sus huevos son considerados malditos e incomibles. También que se aparezcan en la ventana de las habitaciones que dan a los fondos los deformes duendes gritando obscenidades todas las noches, de manera que al calor insoportable del verano, se deban cerrar todas las ventanas de la casa y allí nadie duerme hasta que se negocia con el maldito enano habitante de las cuevas ignotas de la costa...

    Pues bien, el enigmático empleado de Correos se reputaba a sí mismo como el único “representante oficial” del pombero, y así lucraba transmitiendo los pedidos de la gente al genio y llevándole según el caso canastos de mercancías (o tal vez en casos, alguna desdichada menor que después aparecía embarazada, aunque nadie podía decir a ciencia cierta si los hijos del perverso diablo fueran enanos deformes como el pretendido padre) Estas cuestiones quedaban sepultadas en el secreto...

    El tema que nos ocupa es que, según el relato de Pepe, la última vez que regresaba de un fin de semana a la ciudad, Landevil ofreció a sus padres traerlo a la ciudad en el jeep. Por el camino, como es natural, el audaz investigador mitológico y metafísico, en sus once, no pudo sino sacarle el tema, como al pasar, si creía en el Pomberito, cómo era el tema, y cosas por el estilo, por supuesto, si se podía contar.

    Entre las cosas que el intermediario le contó, estaba el tema de la sombra.

    Landevil le dijo que a veces, en sus interminables idas y vueltas, se lo suele ver al pombero. Incluso, medio en serio medio en broma, le dijo que a veces ha charlado con él. Solo en guaraní, claro. El pombero supuestamente le había comentado una vez que nunca jamás se debe dejar pisar la sombra. La sombra es una exteriorización del alma y que los demonios, como no tienen alma, no proyectan sombra.
    Landevil decía que hay que cuidarse de las sombras ajenas, porque si la persona que te cubre con su sombra es de mucho poder, tendrá poder sobre vos y que incluso te puede matar o enloquecer. Que no había que pisar la sombra ajena ni dejarse pisar la propia, porque siempre es como un rozamiento de la muerte y enferma gravemente la parte de la sombra pisada, o te morís si te pisó toda la sombra. Siempre hay que alejarse de la sombra de los demás, especialmente si el otro es o muy fuerte mentalmente, o malo, o loco, o deforme.

    La verdad que este fenómeno era ignorado por Pepe, quien quedó luego de oír el relato sumido en el mayor silencio por casi el resto del viaje. Y así se lo trasmitía a sus interesadísimos colegas, quienes a su vez quedaron tan impresionados como para olvidar la pesca y pasar a hacer los comentarios que el fascinante dato les inspiraba.

    En un momento Alberto recordó un hecho misterioso que había referido unos años atrás su tía Elena. Resulta que una vez la íntima amiga de su madre, a quien cariñosamente la llamaba “tía” y que se reunía todos los domingos a la siesta con su madre y otras amigas en casa de Alberto a jugar las interminables “lobas” y “canastas”, les contó que el sábado de la semana anterior había ido al cementerio local a poner flores en la tumba de su madre, doña Vicenta.

    La tumba quedaba lejos de la entrada, en un sector separado del patio principal, por donde casi no circula la gente. La tía Elena estaba en cuclillas sobre la tumba, arrancando hierbajos y prolijando el pequeño sector, distraída en la tarea, cuando de pronto sintió una sensación horrible: algo o alguien estaba detrás de ella. No había visto ni oído llegar a nadie, pero de pronto sintió una presencia y un frío en la espalda le erizó los cabellos, y un calor súbito la quemó las orejas y le cortó la respiración. Se dio vuelta de inmediato, el corazón le galopaba, el estómago le pesaba como luego de un almuerzo de adoquines. No había nadie, pero recordó que su sombra, a la que ratos antes había visto proyectada a la izquierda de su cuerpo, pues sería como las tres de la tarde, ya no estaba. Mejor dicho, casi apenas sobresalía detrás de otra sombra que reflejaba una persona inexistente en cuerpo físico. La tía comentó que dejó todo como estaba y salió corriendo con el alma en la boca, sin saber cómo pudo llegar desencajada a la puerta del cementerio y huyó hacia la parada del ómnibus que la traería a su casa.

    Alberto, en un chispazo, reparó en la relación entre esa olvidada anécdota y la misteriosa enfermedad y muerte de la tía Elena pocos meses después, al par que sentía náuseas y la boca pastosa.



    5. Vacaciones en el campo

    A partir de aquel relato en la costa del río, era natural que Alberto y Jorge desearan imperiosamente ser testigos personales de las situaciones narradas por Pepe y tener la oportunidad de instalarse en el mismísimo escenario de las hipotéticas maravillas referidas. Debían trasladarse a Itatí, pasar los días necesarios para investigar, comprobar la realidad de los hechos o descubrir la mentira de la burda creencia.

    Acordaron que en las vacaciones del próximo verano irían a pasarlas con Pepe a Itatí. Las hojas del almanaque por fin cayeron y ya estaban los tres en la terminal frente a la Plaza de la Catedral embarcados en el ómnibus que los llevaría en una hora y media al maravilloso mundo donde lo insólito está instalado en la realidad cotidiana.

    Itatí, como tantas otras localidades correntinas, surgió en base a una reducción indígena. La misma fue establecida en 1615, de la mano de Fray Luís de Bolaños. Su mayor atractivo es la monumental Basílica, erigida en 1950, la cual conserva en su interior la venerada imagen de laVirgen de Itatí, traída al país hacia 1589 por el evangelizador franciscano, su fundador.

    La casa de Pepe era grande, cómoda, con suficientes dormitorios. Al frente estaba el salón del almacén, y afuera estaban los palenques donde numerosos caballos con sus gruesas monturas descansaban sobre altas calchas y pieles de oveja. Adentro, despachaba el gordísimo y gigantesco turco Raimundo, el padre de Pepe, los pedidos de los paisanos que entretanto apuraban interminables vasos de vino o caña o ginebra. Ayudaba siempre ocupada, entre el almacén y las tareas de la casa, Agüicha (diminutivo de Agustina), la madre del anfitrión. También estaba Jorgito, el hermano menor de Pepe, y no había otros habitantes de la casa.

    Pronto recorrieron el paraje, que no era grande. Visitaron la Basílica, el museo de la iglesia, atestado de cosas muy antiguas de la época de la fundación, recorrieron el pequeño puerto sobre una barranca muy alta, se prometieron visitar la isla Pacurí que queda frente a la costa del pueblo, famosa por la pesca del dorado y el pacú, pues Don Mundo (Raimundo) era tan conocido y amigo de los de la Prefectura local que sería fácil lograr que los crucen a los tres en un chinchorro.

    Todos los días los pibes lograban que los paisanos que esperaban en el negocio sin ningún apuro por regresar a destino, les prestaran los caballos para recorrer las calles de arena hasta que el dolor de piernas les indicara que ya tenían lo suficiente.

    Pero el principal atractivo de los dos jóvenes de la ciudad era escuchar las historias de aparecidos, de lobisones y del Cuarajhî Yara de boca de los locales, claro está, siempre de día, porque de noche estaba absolutamente prohibido tocar el tema, aún en la propia casa en que se hospedaban, pues para los lugareños estos temas estaban absolutamente prohibidos a partir de la entrada del sol. No se podían siquiera pronunciar los nombres tabúes porque era atraer desgracias y sembrar la inquietud. Y el gordísimo Raimundo era severísimo además de gigantesco.

    Claro está que los invitados querían conocer a Landevil, que no andaba por el paraje durante los primeros días. La madre de Pepe dio fe de todo cuanto fue relatado aquella tarde de pesca. No había ninguna contradicción en las versiones de madre e hijo y todo coincidía, por lo que aparentemente, al menos en ese universo, las cosas eran así y en ese lugar, como seguramente en todos los lugares de campo, el mundo real compartía el mismo espacio y tiempo que el mundo mitológico, sin discusión.


    6. Landevil.

    Apareció Landevil. Lo conocieron en el almacén de Don Raimundo.

    Era tal como había sido descrito. Conocieron el Willys. Realmente el flaco funcionario de Correos imponía inquietud. Hipnotizaba su mirada. Los visitantes no pudieron saber exactamente si era así o el efecto provenía de lo que ya sabían de él. Pero los tres, haciéndose los distraídos, quedaron en el salón para espiarlo de reojos y escuchar lo que dijera, atraídos irremediablemente por el aura de misterio –y por qué no- de cierta frialdad malévola que irradiaba el personaje.

    Esa noche costaba tomar el sueño, no sólo por el tremendo calor de enero.

    En Itatí la usina eléctrica local cortaba el suministro de luz a las doce de la noche, que era la hora de salida del empleado. En las calles se apagaba el único farol de cada esquina y en las casas se apagaban los ventiladores. En la casa de Pepe los motores se usaban solamente para las heladeras. Entonces se trasnochaba en el frente de las casas hasta altas horas para evitar ir a los dormitorios y luego a dormir con las ventanas que dan al patio abiertas. En aquella época no existían rejas porque no eran necesarias. Solamente alambre mosquitero para frenar la avalancha nocturna de sedientos insectos. Más allá, la oscuridad impenetrable a los ojos, los árboles, las sibilantes plantas de banano que producían terror cuando una nueva hoja de desprendía del grueso tallo silbando como un fantasma.

    Ir a dormir a la noche era para los visitantes una verdadera cosa de guapos. Pero esa noche además estaba flotando en la mente de todos un único tema. El pombero. De quien y a esas horas, ni siquiera se podía hablar. Solo pensar, imaginar en qué momento y en qué lugar Landevil establecía contacto con el horrible ser, si es que eso era verdad. En la mente de los tres empezó a madurar una idea fija. El camino hacia el pombero era Landevil. No se podía esperar, naturalmente, que el flaco empleado de Correos los llevara a visitar la cueva del genio y una cortés presentación al estilo “estos son Pepe, Alberto y Jorge. Encantado, yo soy el temible Yasî Yateré”. Simultáneamente en la cabeza de cada uno de los desvelados tomaba fuerza la intención de controlar los movimientos de Landevil. Y no les quedaba todo el tiempo. Se durmieron por fin.

    En la mañana siguiente y luego del desayuno estaban los tres amigos al frente del almacén en el área de los palenques esperando que aparecieran los primeros clientes de a caballo para pedírselos para el acostumbrado recorrido por los alrededores.

    Sorpresivamente vieron venir hacia el almacén el pequeño jeep Willys gris, por lo que decidieron entrar como distraídamente a fines de ubicarse en algún lugar estratégico del salón para espiarle y escuchar algo que les pudiera resultar útil a sus iniciales investigaciones.

    Entró con paso decidido y con un cierto balanceo que indicaba que debería tener una pierna más alta que la otra por desvío de la columna. Delgado pero fuerte, abundante pelo negro peinado hacia atrás. Nadie pareció mirarlo, salvo los aventureros que estaban en el metegol del fondo como jugando sin mucho apuro, como sin mucho interés. Landevil se acercó al mostrador saludando con fuerte voz a Mundo e inmediatamente, como impulsado por un felino instinto giró el cuerpo hacia atrás y miró fijamente al grupo de chicos, que sintieron un cuchillo de frío deslizándoseles en las espaldas.

    Pidió dos atados de cigarrillos Saratoga, entregó una lista de pedidos al almacenero, solicitó una copa de Cubana Sello Verde y estaba abriendo uno de los atados, sacó un paquete verde de cigarrillos, extrajo uno y lo encendió. También pidió un sándwich de salame y queso como para esperar que estuviera lista su compra. Habló con algunos de los clientes que bebían sin apuros su ginebra en el mostrador. Se supo que estaba partiendo para la capital donde quedaría como era su costumbre hasta la tarde del día siguiente.

    Cuando se retiraba el flaco encargado de correos no dejó de dar otra mirada a tres que lo miraban desde atrás. Una sonrisa como mueca torció su rostro mientras levantó una mano y saludaba a Pepe, agregándole un guiño de ojo.
    7. Tres en problemas.
    Los tres chicos estaban discutiendo a continuación sobre qué debían hacer.

    Jorge opinaba que debían tratar de reunir elementos que diera fuertes indicios de que Landevil era realmente –como se decía por ahí- un emisario del supuesto duende maléfico o en caso contrario si era un mentiroso sinvergüenza, como también se decía. Si aparecían indicios de lo primero el problema era cómo seguirlo en sus visitas hasta poder comprobar con propios ojos la existencia de aquel ser sobrenatural. Alberto propuso ir a merodear alrededor de la casa de Landevil y si era posible espiar adentro, o más atrevido aún, entrar a la casa aprovechando su ausencia. Esto último era una propuesta realmente excitante. Pepe dijo que lo más seguro era que Landevil estaría dirigiéndose a su casa a dejar la compra antes de partir a la ciudad. -¡Lástima que nos perdimos espiarle el jeep mientras estaba en el negocio! dijo. - Quizá encontrábamos algo, no sé qué.

    Obtenidos tres caballos en préstamo sabían que tenían algo como una hora para acercarse a la casa del “intermediario”. Al pasar por la Avenida de la Plaza principal, que era por donde se entraba y salía del Paraje, alcanzaron a ver el Willys dirigiéndose a la salida, hacia la ruta. –Ahí va, dijeron a coro. Recorrieron como siete cuadras largas de arena hacia el río, donde ya casi no había casas y donde ya no se veía el ir y venir de la gente, salvo alguna camioneta que pasaba.

    A una cuadra de la bajada al río estaban las dependencias de Agua Potable y la pequeña Usina, dependientes de Agua y Energía de la Provincia. En conjunto, ocupaban casi una manzana pequeña. Detrás y hacia el río, estaba el lote y la casa de Landevil.

    Rodearon la manzana cabalgando al paso. El reducido número de operarios de ambos establecimientos cumplía su rutina en medio de las bromas y las risas de cada día. Vieron con mucha expectación la casita, con un perímetro de alambre tejido, salvo la zona del tapial lateral que sostenía el portón por donde accedía el jeep al pequeño patio. No había perros. Las ventanas visibles estaban cerradas. Decidieron ir a dejar los caballos y volver después de almorzar, cuando los trabajadores de la usina y de la planta de agua se hubieran retirado y solo quedaran los serenos que duermen la siesta hasta que entra el encargado de la tarde y noche.

    Después de un almuerzo que extrañó a todos por el silencio que los tres hicieron en la mesa, asombrando aún más que el silencio la rara circunstancia de que parecían inapetentes (ninguno de los tres repitió el plato de las sabrosas milanesas fritas de Agüicha acompañadas de la abundante porción de puré de papas) Apurados por dejar la mesa, Pepe anunció que se iban a pescar, por lo que se levantaron y fueron a escarbar al fondo buscando lombrices y portando cada uno largas cañas de delgada tacuara se despidieron y salieron de la casa casi volando.
    Era cerca de las dos de la tarde cuando bajaban hacia el río pasando por el costado del alto muro que envolvía el destacamento de Agua Potable. A esa hora nadie anda por las arenosas calles por el sofocante calor de enero. A los chicos se les asusta con el Pombero. Si van a nadar es a la laguna, siempre acompañados de un mayor, no al río, porque no hay playas y muy cerca de la costa ya hay una peligrosa profundidad. Claro que aquellos que no se creen lo del Pombero salen igual a la siesta, pero los lugares preferidos están en los montes que rodean al paraje, porque allí se pueden cazar todos los pájaros que se deseen.

    No había nadie, como se dijo, que reparara en los tres muchachos que merodeaban (como al pasar) por el terreno y que de pronto ya estaban espiando el escenario para descubrir cómo entrar a la propiedad. Pepe expresó que la única forma sería trepar al árbol de la veredita que se situaba en la parte posterior del terreno, y dejarse caer dentro del mismo. Para salir, deberían desplazar hasta el lugar de la caída un tanque cilíndrico de latón de 200 litros que estaba contra el fondo del patio, trepar hasta la rama, de ella al árbol y salir. Claro que quedaría el rastro del tanque fuera de lugar, pero nadie sabría quien lo hizo.

    En unos pocos minutos más, los aventureros estaban dentro de la propiedad y espiando el interior de la cocina a través de una ventana amplia tipo ventiluz.

    Pepe advirtió que sobre la heladerita había un conjunto de llaves engarzadas en un aro de hierro. ¡Miren! ¿Y si buscamos una rama o algo y atrapamos el llavero? Excitadísimos, la propuesta fue aprobada de inmediato y encontrando en el fondo del patio un conjunto de cañas, eligieron una larga y delgada que les pareció apropiada para el atrevidísimo plan. Pasándola por la ventana y luego de algunos minuciosos intentos, pronto engancharon el llavero y –como era de esperar- encontraron un duplicado de la llave de la cocina que daba al fondo y ya estaban los tres adentro, verdaderamente aterrorizados.

    En la cocina no había nada especial, no querían detenerse en el escenario prohibido más que unos minutos, por lo que pasaron al dormitorio. Tampoco había nada especial. Jorge abrió el ropero, como buscando instintivamente algo, sin saber qué. Primero vio ropa colgada, abrió un cajón y encontró –dando un fuerte respingo- ¡ropas de niñas! Algunas humildes polleras y remeritas de niña estaban dobladas debajo de ropas del dueño de la finca. Los tres miraron horrorizados el conjunto. No podía ser de alguna hija del dueño de casa, no, se sabía que vivía solo, que no tenía familia. Alberto dijo ¡Estas ropas deben ser de las guaynitas4 desaparecidas que “el flaco” habrá entregado al pombero! Pepe dijo ¡Si el pombero no existe –dudando él mismo de lo que decía- este desgraciado las secuestró!
    A continuación el terror se apoderó de los tres y a coro se dijeron que debían irse inmediatamente de la casa. Y así lo hicieron, tratando de no dejar ningún rastro de la visita. Salieron cerrando la puerta abierta y descolgando sobre la heladera el aro de llaves exitosamente, treparon al tanque, de ahí a las ramas y bajaron del árbol saliendo a correr en loco tropel.

    Al doblar la esquina, a dos cuadras de la casa, hablando acaloradamente, vieron pasar a Landevil rumbo a la casa. Los vio.

    A los tres chiquillos se les heló la sangre y un chorro de sudor frío les corrió por la espalda.





    8. Deliberaciones.


    Sentados en círculo en el césped de la solitaria placita frente a la escuela, se debatía lo ocurrido. Alberto decía –¡Nos vio, nos vio! –Sí, casi seguro que nos vio, dijo Jorge. –No había nadie más por la calle. –¡Y qué! Terció Pepe. -¡Estábamos a dos cuadras! Alberto (el más asustado) dijo –Seguro que cuando mire el fondo y encuentre el barril movido de lugar se dará cuenta de que entraron al terreno. Seguro que lo asociará con que nos vio. –Bueno, dijo Pepe. –No tendrá ninguna prueba de que fuimos nosotros. Además no creo que se note que entramos a la casa. Quedó todo en orden, las llaves en su lugar...

    Ninguno reparó que en las baldosas de la cocina quedaron huellas de zapatillas de muchacho. Huellas de tierra húmeda que Jorge pisó con cierto peso al desprenderse del árbol...

    El debate prosiguió acaloradamente sobre el posible significado de aquellas ropitas de niña escondidas en el ropero del cada vez más temido Landevil. Era ropita gastada, humilde. Decidieron que era muy poco probable que fuera de una hija o sobrina del empleado de Correos.

    Alberto dijo que creía que el hallazgo daba validez a las historias de que a veces el Pombero pedía guainitas como pago de favores muy especiales. Propuso que investigaran la veracidad de esos datos, que verificaran si había, en efecto casos concretos, quiénes habían hecho tales tratos, y cosas por el estilo. Raimundo, el padre de Pepe era el más indicado, porque los paisanos traían los chismes al almacén. Pepe se opuso a la averiguación. Sostenía que era muy peligroso andar preguntando. Que era cosa de la policía, en todo caso. Jorge dijo que el tema parecía muy denso. Que si no existía el pombero, que era lo más probable, pasaba a ser un tema delicado el paradero de las niñas.

    Jorge les recordó que el propósito inicial de la aventura era descubrir si existía realmente o no el fabuloso duende, y no el hacer de detectives por más que el misterioso emisario del Cuarajhî Yara pudiera haber hecho algún negocio raro con las chicas entregadas, lo que por lo demás podía ser falso, cosas de habladurías.

    Propuso dejar de lado esa línea y seguir pensando la forma de descubrir lo que se habían propuesto originalmente. El miedo que les inspiraba Landevil era un buen motivo para lograr el acuerdo de los otros dos. Alberto sostenía que el día siguiente a la hora de la siesta debían ir al monte que rodeaba la laguna y sencillamente invocar el innombrable nombre del Cuarajhî Yara, que, según se decía por ahí, era suficiente para que aparezca. Pepe y Jorge dieron un respingo. Tampoco era tanto el apuro, dijeron, como para exponerse así. Debían saber qué hacer si el salvaje enano de los montes se les aparecía.
    Pero ya era la hora de la merienda y el estómago era el que decidía implacablemente lo que se haría en los próximos minutos: el tazón de mate cocido con leche y la bandeja de los sabrosos chipá-cuerito5 y los chipa-mbocá que preparaba Agüicha para matar toda hambre de aventura de los muchachos.





    9. Landevil otra vez.


    Landevil se dirigía a su casa habiendo terminado su trámite. Algo fortuito había ocurrido que le hizo posponer el viaje a la capital hasta el día siguiente, por lo que terminó su tarea en un paraje cercano apenas en hora y media o dos.

    Vio a los tres chiquillos al doblar la esquina y sintió algo raro, no era una sensación de sorpresa. Era algo parecido a un aviso, como de algo anormal. Un instinto de prevención teñido con disgusto... Algo le avisaba que entraba en pugna con esos tres, a quienes vio apenas esa mañana en el almacén.

    Dejó el jeep en la puerta a entró a la casita. Salió al patio como instintivamente. Lo primero que advirtió fue el tanque corrido de lugar. Pronto advirtió que alguien modificó el lugar normal del tacho grande, curiosamente a un metro y pico de la rama del algarrobo de afuera. -¡Maldición! se dijo. -¡Esos tres! -¡Seguro fueron esos tres!

    La furia que sentía lo mareaba. No sabía qué pensar. Entró apurado a servirse un vaso de vino blanco con hielo. Dejó abierta la puerta de la cocina que daba al fondo para que entrara más luz y algo de fresco en la acalorada tarde. Sorbió un largo trago y se sirvió más. –¡Malditos mocosos! Los destriparé. Estaba asegurándose a sí mismo que los intrusos no habrían podido ingresar. Fue cuando mirando el piso por casualidad, casi sin fijar la mirada, notó una huella húmeda de zapatilla con tierra. La zapatilla de Jorge...

    El flaco sintió un mareo y una puntada de dolor en el contraído estómago. -¡No puede serrrrr! ¡Cómo entraron esos hijos de putaaa! El odio lo envolvió como una densa humareda marrón con llamaradas como cuando se quema basura húmeda. Sintió que se le crispaba el cuerpo y se le contorsionaba la boca, parecía un lobo presto a saltar sobre la invisible presa, todo él era rabia infinita.

    De pronto su imaginación diabólica le indicó con aguda certeza cómo se las ingeniaron para entrar. Las llaves con el aro sobre la heladera no estaba en el lugar exacto, algunos mates que el flaco apoyaba prolijamente sobre la heladerita estaban corridos de lugar. Adivinó que la alcanzaron con algún palo a través de la ventana abierta. En su representación mental lo vio todo. -¡Mocosos de mierda! ¡Ya verán con quién se metieron! Se dijo como en un juramento.

    En segundos exploró la casa, el recibidor y la cocina no le atrajeron. El odio lo empujó directo al dormitorio. Nada había de raro, todo estaba en su lugar, pero el airadísimo hombre, en una furia demencial los imaginaba revisando el ropero, sí, levantando sus ropas, descubriendo las ropitas de chicuelas, de esas chinitas que él había llevado a vender al prostíbulo de la ruta a la entrada de la capital. -¡Malditos! ¡Los mataré! se juraba a sí mismo una y otra vez. La noche lo encontró borracho de Cubana Sello Verde6.

    Ceferino Teodoro Landevil a sus 52 años había pasado su niñez y adolescencia en Pilar, Paraguay, donde su padre había encontrado trabajo en el Museo Cabildo y había comprado con sus ahorros una quintita donde plantaba maíz, mandioca y maní. Fue en esa propiedad rural donde Ceferino tomo directo contacto con los indios que labraban la tierra y le enseñaron no solo el Avañeé7 sino también algunos encantamientos que en la nación guaranítica se conocen como payé o gualicho. Era en realidad un sujeto de cuidado, contando con apreciable desarrollo intuitivo y fuerza mental y por cierto no desconocía algunas maneras de causar daño psíquico. Tal vez ello, que era presentido por los lugareños, agregaba crédito a su supuesta condición de intermediario del el pombero. En realidad puede ser que usaba dicho prestigio para enriquecerse con las listas de mercaderías que supuestamente cobraba el repelente y temido gnomo por sus “servicios” (sin descontar que aquí y allá, por la realización de favores más “especiales”, que preferiría no pensar, el fantástico enano supuestamente exigía alguna paraguayita huérfana, quien simplemente un buen día desaparecía del pueblo, como les dije)

    Plenamente decidido a liberarse de los intrusos pillastres, fue elaborando un plan. Pasábase horas pensando, imaginando el modo. Decidió que sería suficiente idiotizarlos, apagarles la mente y volverlos epilépticos mediante “la pisada de la sombra.




    10. Al ataque.

    Al día siguiente dirigió su Willys al almacén de Raimundo hacia la media mañana con la intención de encontrar a los aventureros. Entró, compró algo, pidió su cubana y charló un rato, como era de costumbre. Los muchachos estaban afuera, discutiendo en cuchicheos qué hacer, ya que habían visto el Jeep y que con seguridad el tipo estaba dentro del almacén. Nerviosos, querían oír, saber algo más, pero no se ponían de acuerdo si era conveniente ser vistos por él o no, pero que sería bueno también leer en su rostro a verlos, alguna expresión que delate su estado de ánimo hacia ellos, habida cuenta de la furtiva entrada a su casa, máxime cuando por un pelo no los encontró todavía adentro... Los muchachos estaban deliberando mientras fingían estar eligiendo algunos caballos de los clientes para el paseo de la mañana, como solían hacerlo.

    Al salir del recinto Landevil los vio. Esta era una oportunidad esperada para acercárseles.

    Se les acercó sonriendo con aparente naturalidad y los tres tragaron saliva. ¡Hola jóvenes! Exclamó y dirigiéndose a Pepe le dijo que al verlo recordó aquella oportunidad en que viniendo de la capital en el jeep el muchacho le manifestó su curiosidad por el pombero. Justamente este mismo día, a las dos de la tarde más o menos –le decía, mintiendo una historia- tenía que encontrarse con un par de paraguayos recién llegados al pueblo, quienes decían haber vivido hace poco una historia terrible en el monte con un grupo de pomberos, en la cual salvaron sus vidas gracias a una serie de promesas realizadas. Agregó que sabiendo del interés que Pepe había demostrado en el tema, era una muy buena oportunidad para conocer más, que por supuesto podían venir también los otros chicos.

    Lógicamente tal extraña actitud y la sorprendente historia les dejó más que desconcertados y no atinaron a decir nada al principio. Pronto Jorge enfrentó la situación y dijo en nombre de los tres que aceptaban la invitación de escuchar los relatos y que después de almorzar estarían dispuestos. - ¡Los espero a las dos de la tarde en la Plaza de la Basílica! ¡Iremos en el Jeep al rancho de los paraguayos que nos estarán esperando, no falten! exclamó Landevil sonriendo y se marchó.

    -¡La mierda! dijo Alberto. –Y esto, ¿qué es? dijo Pepe. Los tres quedaron entre la excitación y las sospechas. Discutieron el tema tanto llenos de interés como de temerosa desconfianza. Estaban de acuerdo que era difícil esperar nada bueno del siniestro personaje. Tanta generosidad de lobo... Estaban también de acuerdo que el primer objetivo que buscaban era conocer todo lo posible sobre el enano de los montes. Como siempre puede más la intriga, acordaron comer lo más rápido posible para estar en la Plaza a la hora indicada.

    La idea de Landevil era concretamente apoderarse de los tres atorrantes que osaron entrar en su casa y destruir sus mentes con un poderoso gualicho pues era justo un viernes con cambio de luna. Preparó en su casa tres juegos para colocarlos debajo de los tres asientos que los muchachos ocuparían en el jeep. Cada envoltorio tenía embriones de pollo, sebo derretido de velas rojas y negras, tabaco mascado mientras se rezaba la maldición del conjuro y una mezcla de laurel molido, ginebra y esperma.

    Cada bulto era del tamaño de un tomate, envuelto en papel madera, debajo del asiento para cada uno. Bastaría con sentarlos y llevarlos en el jeep al cruce del camino empalme a Ramada Paso. Allí diría que hay que bajar a esperar a los paraguayos, y al sol, les pisaría la sombra. Excitadísimo, feliz, se los imaginaba embobados, cada mes más apáticos, confusos y en pocos meses empezando a convulsionar hasta perder todo rastro de memoria hasta quedar completamente inútiles.




    11. Desenlace.
    Los tres aventureros comían apurados y en silencio. La buena de Agüicha estaba comentando que como era viernes, habría una misa especial en la Basílica en devoción a la Virgen. Y era ese un viernes muy importante. Esperaban de Corrientes Capital que viniera la Santa Imagen de la Virgen que llevaron a restaurar hace unos meses. Era la imagen de madera pintada, de un metro y veintiséis que se exhibía en el Templete de la Basílica, imagen veneradísima por los numerosos beneficios que la Virgen concedía desde siempre a la gente enferma que piadosamente le pedía las gracias de la salud. Con los años, la humedad fue decolorando la luna que pisaba la Virgen por lo cual la mandaron al Convento Franciscano a reparar, y esperaban que justo este viernes llegaba. Había que rezar a la Virgen con más fervor este día, oyeron los tres decir a la madre de Pepe, de modo que cuando dejaron la mesa para dirigirse a la plaza, acordaron, por las dudas, como se dice, rezar un avemaría al salir, encomendándose al cuidado de la milagrosa virgencita morena que daba su nombre al pueblo. Itatí, a no dudarlo, es en Corrientes el pueblo de la Señora.

    Landevil estacionó su Willys a las dos menos cinco en la Plaza, frente a la Basílica. El sol de enero parecía el más caliente del año. La frente perlada de sudor, la espalda de la camisa empezaba a pegársele en la huesuda espalda.

    Decidió cruzar la avenida para tomar una cerveza en el quiosco de la vereda de la Basílica. Estaba esperando que aparezcan los chicos. Estaba muy nervioso. Mirando hacia el río, no reparó en la camioneta que ingresaba por el acceso vehicular al frente de la Basílica. Cuatro hombres fornidos. Dos de ellos abrían la puerta de atrás y entraban al receptáculo.

    Rápidamente pero con suma delicadeza estaban extrayendo una litera sobre la cual venía atornillada firmemente la Sagrada Imagen de Nuestra Señora de Itatí.

    Landevil continuaba mirando al río, de espaldas... Tal vez pensando que el calor era inaguantable, cada vez mayor, contrastando con las frescuras de las aguas del próximo Río Paraná en todo su esplendor. Eran las dos y diez de la siesta correntina. El sol proyectaba en oblicuo la larga y delgada sombra del flaco funcionario de correos, parado en la vereda y de espaldas a cuanto acontecía. a pocos metros de él. Acaso su maldad no le permitía advertir la llegada de la Virgen Morena que siempre pisará la serpiente del Mal.

    Y allí estaba, cubierta por un celeste tul, la restaurada imagen, enhiesta sobre su pedestal, orgullosa de su siesta correntina itateña. La luminosa Virgen Madre envuelta en un triunfante velo azul que parecía el mismo cielo. Los hombres alzaron la litera y iniciaron su camino hacia la puerta del costado del gran Templo. Debían rodear la camioneta. La imagen sagrada proyectó su sombra como una espada filosa en un ángulo que cortaba en cruz la sombra de Landevil.

    ¿El calor intenso? ¿La cerveza? Landevil sintió de inmediato una tremenda explosión dentro de su cabeza. Cerró ambos ojos, primero vio un resplandor verde, luego todo se volvió rojo. Un rumor ronco como de agua subterránea inundaba sus oídos. Una lanza de dolor le taladraba la huesuda cabeza. Creyó ver en un delirio onírico que giraban vertiginosamente embriones de pollo bermellón, gelatinosos, hediondos en un creciente charco de sangre, sangre que se escapaba del furioso aneurisma cerebral que le acababa de estallar, justo cuando la santa sombra de la Virgen de Itatí pisó en cruz la suya...

    Los tres muchachos llegaron al lugar del encuentro que nunca se cumplió. El hombrecillo aindiado que atendía el quiosco gritó pidiendo auxilio cuando Landevil cayó fulminado al ardiente pavimento. Estaban alzando el cuerpo exánime en el rastrojero policial para llevarlo –ya tardíamente- al hospitalito del pueblo.

    Jorge, Alberto y Pepe se dieron cuenta de que con la muerte de Landevil se cerraba una puerta hacia el misterio que difícilmente les daría otra oportunidad. Cada uno de algún modo también se dio cuenta, sin saberlo precisamente, que ese verano y con esa muerte, también moría la infancia y sus sueños de fantasía y terror. Lo que nunca llegarían a saber era que la muerte de Landevil por un derrame vascular cerebral masivo coincidía con el brevísimo segundo en que la sombra de la Virgen pisó en cruz la sombra del comisionado de Correos del pueblo.

    Pero las cosas del bien y del mal y las batallas entre Dios y el Diablo, siempre suelen suceder en el silencio inadvertido, en el secreto, y si hubiera algún testigo ocasional, el hecho no tendría crédito y se sumaría al folklore de los pueblos, como ocurría en Corrientes y zonas aledañas, que aún se cree en el Pombero. Así es mi pueblo.

    Eduardo A. Morguenstern







    [1] Gualicho o payé: En guaraní significa “embrujo, encantamiento, sortilegio” para causar daño, enamoramiento, ganar en el juego, etc.

    [2] Canalizar: establecer contacto mediúmnico.

    [3] BUCHONEAR v. Acusar frente a otra persona. "Me fue a buchonear con el preceptor."

    [4] [FONT=&quot] El pombero es, según el folclore local un duende perverso que aparece a la siesta, un ser diabólico que con sus poderes mágicos puede favorecer o perjudicar a la gente que a él recurre, como todo demonio, pero que puede llegar a exigir a cambio retribuciones a veces muy problemáticas. Se dice que suele codiciar a las chicas púberes a quienes aterroriza en las florestas, o en las lagunas cuando van a lavar la ropa a la siesta, o cuando refrescan su desnudez en la laguna en las ardientes siestas. En esta versión es conocido como el Curupí.
    [FONT=&quot]Puede ser amigo o enemigo del hombre, según la conducta de éste. El hombre que quiera tener de aliado a este duende puede dejar ofrendas por la noche como tabaco, miel o "Kaña", una bebida alcohólica originaria de Paraguay (de nombre "Cachaca" en Brasil). Generalmente, la gente del campo le piden favores como hacer crecer los cultivos en abundancia, cuidar de los animales de corral, etc. Pero después de pedirle un favor no deben olvidarse jamás de hacer la misma ofrenda todas las noches durante 30 días porque si lo olvidan, despertarán su furia haciendo innumerables maldades en aquel hogar.
    [FONT=&quot]Nunca debe pronunciarse su nombre en voz alta, hablar mal de él o silbar en horas de la noche, porque esto lo enoja. Puede vengarse molestando o ensañándose con esa persona. Un mero roce con sus manos peludas puede producir que la persona se torne zonza, muda o experimente temblores. Se dice que si se le imita el grito, el Pombero puede contestar de manera enloquecedora[FONT=&quot]. [FONT=&quot]Por eso, y para no ofenderle, la gente prefiere nombrarlo en voz baja y se guarda de pronunciar su nombre en las reuniones nocturnas.
    [FONT=&quot]El Pombero es uno de los genios de la naturaleza más difundidos en la región guaranítica. El Pombero es un genio de la selva, como un hombre bajo y retacón que puede perjudicar, pero que puede hacerse amigo de los campesino que le ofrecen tabaco y algún alimento, y en ese caso les hace grandes servicios.

    4 Guayna: en guaraní, muchacha.

    5 [FONT=&quot]Chipá cuerito: Las tortas fritas en el norte de Argentina se las conoce también con el nombre de "chipá cuerito" por esa especie de pielcita que se forma dejando la torta hueca en el centro y una piel fina en ambas caras por acción del vapor. El Chipá mbocá es una variedad hecha al asador.
    [FONT=&quot]

    6 La Cubana Sello Verde era una bebida espirituosa similar al brandy de mucho consumo popular en la primera mitad de los 900’s.

    7 Aváñeé: Literalmente “lengua del indio”, refiriéndose al idioma guaraní.
     
    #1
    A lluvia de enero y (miembro eliminado) les gusta esto.
  2. ROSA

    ROSA Invitado

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    #2
  3. lluvia de enero

    lluvia de enero Simplemente mujer

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    Eduardo, esta obra que tal gentilmente compartes es sencillamente excelente. Enlazas a tus personajes en una historia tan bien llevada que se disfruta de principio a fin. Tal vez en mi placer al leerla tenga incidencia que está basada en mitos y creencias muy argentinas y que si bien no aquí en Capital Federal, sí abundan en nuestras provincias; pero es imposible dejar de reconocer el arte, el ingenio y el buen desarrollo que le has otorgado.

    Me encantó y te agradezco con énfasis el grato momento de lectura.

    Para ti un beso y mi admiración.
     
    #3
  4. Eduardo Morguenstern

    Eduardo Morguenstern Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Gracias querida Lluvia de Enero!
    Muy estimulante comentario. Besos!
     
    #4
  5. cesarfco.cd

    cesarfco.cd Corrector Corrector/a

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    Mucha inventiva e ingenio encuentro en líneas que valen la pena conservar en el recuerdo.

    Si bien parecieran sacadas de una experiencia largamente guardada, se palpan frescas.

    Gracias Eduardo por compartir tus líneas.

    Un abrazo fraterno.
     
    #5
  6. perico

    perico Poeta recién llegado

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    Muchísimas gracias por invitarme a tu prosa amigo Eduardo, pues a mi me gusta mucho e intenté escribir dos pero no me salieron muy gratas jaja, pero esta te ha quedado excelente. Asusta un poco su longitud pero con maestría la has hecho llevadera.

    Saludos y estrellas
     
    #6

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