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El Lamento de Salisbury

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Corazón Delator, 29 de Junio de 2006. Respuestas: 4 | Visitas: 853

  1. Corazón Delator

    Corazón Delator Poeta recién llegado

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    Contar historias de terror es una forma de divertimento empleada desde hace mucho tiempo. Amigos se reúnen bajo una noche estrellada y relatan cuentos que han oído, o testimonios de los que han sabido, que hicieron en su día helárseles la sangre en las venas. En una de estas ocasiones, yo tuve el honor (o el horror, según se mire) de escuchar de boca de un amigo, una historia que se cuenta sobre un antiguo miembro de su familia. La historia es estremecedora, e intentaré relatarla lo más fielmente que pueda. Esta es, queridos lectores, la historia del Lamento de Salisbury:


    Salisbury, Wiltshire, Octubre de 1884

    Mi nombre es Eugene Medley, y soy un biólogo de 36 años nacido y criado en Swindon, al norte de Wiltshire, suroeste de Inglaterra. Días antes de los terribles sucesos que me dispongo a enumerar me uní a una partida de naturalistas que se dirigían a Salisbury (lugar desde donde escribo) para estudiar de cerca el comportamiento de la “Colias Croceus”, una variedad de mariposa de la familia de las “Pieridae”. Esta mariposa se caracteriza por su distintivo color amarillo verduzco. Puede llegar a medir entre 57 y 62 milímetros y se alimenta principalmente de plantas leguminosas. De esto hace poco menos de un mes, y el equipo que partimos hacia Salisbury estaba compuesto por John J. Meredith, Barry Hoffman, Vincent Kruger y yo mismo. Planificamos nuestra estancia en el lugar para una semana. Una semana para completar nuestro estudio y compartir nuestra fascinación por éste magnífico insecto.
    Llegamos durante una mañana lluviosa. Los ríos estaban desbordados y las calles embarrizadas. Pero ni siquiera los agentes climatológicos adversos iban a hacer decaer nuestra moral. La tarea científica que nos aguardaba era demasiado fascinante como para dejarse vencer por un leve contratiempo. Nuestro coche se detuvo justo delante de la Casa Nesbett, el modesto hostal donde fijamos nuestra residencia para los próximos siete días. La casa estaba completamente destartalada, era vieja y oscura, pero por el precio a pagar no podíamos esperar cosas mucho mejores. En el hostal sólo vivía el viejo señor Nesbett, viudo y sin descendencia. Y no había más clientes en el lugar. De modo que aquel día nos reunimos en la Casa Nesbett un total de cinco personas. Fuimos amablemente guiados a nuestras habitaciones y sin más preámbulos comenzamos con nuestra labor.
    El primer día fue poco productivo. Regresamos justo después de la puesta del sol, con las manos vacías y empapados hasta los huesos. Hoffman era un hombre de mucho carácter. Era grande y corpulento, y lucía una espesa barba pelirroja. No había nada que lo hiciera más furioso que un día de trabajo gastado en balde. Su mal humor no amainó hasta la hora de la cena, en la cual el señor Nesbett nos deleitó con una sopa exquisita. En la animada conversación de la mesa ahogamos las frustraciones que nos había traído la jornada. Hablamos de muchos temas con nuestro anfitrión, que resultó haber sido médico en los años de su juventud. Tratamos sobre política, filosofía y demás asuntos, pero en ningún momento tocamos el asunto de la señora Nesbett, a la que dios guarde en su memoria. Kruger era un hombre curioso. Alto, muy delgado, y pulcramente afeitado. Pese a ser un hombre de ciencia, también era fervientemente religioso y bastante supersticioso. Era extremadamente nervioso y excitable. Se definía como católico. Su teoría era que Dios había dotado al hombre de sus facultades cognoscitivas para que éste pudiera disfrutar más plenamente de los milagros de su creación, no para que se volviera obstinado y altivo, olvidando las directrices del Señor. Personalmente discrepo con él en bastantes cosas, pero su punto de vista no deja de resultar interesante. Meredith, por su parte, era el más joven de todos. Se definía como agnóstico y guardaba un inmenso talento para su otra gran pasión: la música. Tenía el pelo rizado y castaño, y portaba unas juveniles y espesas patillas. Yo particularmente, gustaba de escuchar a mis contertulios, más que bombardearles con mis propias opiniones. Y es que esa es mi mayor virtud. Me gusta escuchar, de forma que pueda reunir suficiente información como para forjarme mi propia visión sobre las cosas.
    Estando en estas circunstancias la noche se nos echó encima. La lluvia iba incresccendo. Rayos y truenos centelleaban en el cielo encapotado. Estábamos los cinco hombres reunidos en torno al fuego de la sala de estar, escuchando a Meredith hacer su música. Estaba tocando en el viejo piano de cola de Nesbett, una pieza de su autor favorito: Frederic Chopin. Nos estaba deleitando con las melancólicas notas de “Nocturna” en E Menor, cuando un lamento sobrenatural vino a cernirse sobre nosotros. Me gustaría aclarar, antes de describir lo que oímos, que yo nunca me he definido como alguien que crea en supercherías. Si me lo hubieran contado habría descartado de plano la intervención de un agente paranormal. Pero yo estaba ahí. ¡Y lo escuché! Un aullido de dolor procedente de los mismos infiernos. Un llanto desgarrador. Una voz espectral. “Me caigo…”, decía. “Me caigo…”.
    La sangre se nos heló en las venas. Por un momento todos nos petrificamos, buscando en los ojos de los demás una fuente de consuelo. Y no hallando otra cosa sino horror. Aquel no había sido un lamento natural. Sonaba como una voz procedente del fondo de un pozo. Una voz lánguida y enferma, triste y dolorida. A los pocos segundos nos repusimos del impacto inicial. El gemido cesó en seguida, y nuestras mentes nerviosas volvieron a caminar por los senderos del raciocinio. Sin duda debía tratarse alguien que se había visto sorprendido por la tormenta. No había motivo por el cual estar alterado. Meredith continuó con su música, y la velada continuó con su ritmo inicial. Solo Kruger y el propio Nesbett parecieron recordar el incidente pasadas unas horas. Ya dije antes que Kruger era extremadamente supersticioso e impresionable. Cuando llegó la hora de acostarse, se santiguó meticulosamente y puso un crucifijo sobre la puerta de su dormitorio. Nesbett trató de actuar con normalidad, pero un sudor frío recorría su arrugada frente.
    Al día siguiente las cosas marcharon mucho mejor. Después de la tormenta vino la calma. El sol salió y pudimos observar numerosos ejemplares de la Colias Croceus que andábamos buscando. Yo me encargaba de redactar los informes de los hallazgos, ¡y vaya si escribí! Una de las obras más pulcras de mi carrera. Los resultados cosechados habían sido tan buenos que hasta Kruger parecía haber olvidado por completo los incidentes de la noche anterior. Sus nerviosos ojos brillaban más intensamente a la luz del trabajo bien hecho, y una reluciente sonrisa daba lustre a su rostro demacrado.
    Cuando volvimos al hostal, Nesbett también parecía completamente repuesto, y nos sirvió otra deliciosa cena. Aquella noche volvimos a acomodarnos junto al fuego. Esta vez no llovía, y la habitación se hallaba dominada por un silencio sepulcral. Meredith no tocaba el piano. Leía. Y todo continuaba en el más absoluto silencio. Hasta que el suceso aterrador de la noche precedente volvió a repetirse. “Me caigo…”, “Me caigo…” sollozaba la voz infernal. El rostro de todos los presentes se tornó pálido. ¿Qué clase de horror era este? ¿Qué hechizo o embrujo se había adueñado de nuestros corazones de esta horrible manera? Esa voz fantasmagórica… “Me caigo…”, “Me caigo…”.
    Kruger estaba blanco como la nieve. Nesbett quedó paralizado en su sillón. Los demás presentes decidimos echarle valor y recorrer la casa en busca de una explicación a este terrible entuerto. A luz de la vena repasamos absolutamente cada lugar de la Casa Nesbett, y no pudimos hallar a nada o a nadie. Hasta Hoffman comenzó a perder el control de sí mismo, presa del pánico. Con el paso de las horas, nuestro semblante se volvió sereno de nuevo, y acordamos registrar la casa de nuevo después de haber dormido unas horas. Así fue como transcurrieron los hechos, en la segunda noche de nuestra estancia en Salisbury.
    Muy temprano a la mañana siguiente, salimos del hostal en busca de un lugar menos tormentoso en el cual poder alojarnos. Pasamos por todas las pensiones y todas las fondas, por los hostales y las posadas… y absolutamente todas estaban ocupadas. Dadas las circunstancias decidimos retomar el plan trazado desde un principio: volver a la Casa Nesbett y registrarla a la luz del día. Kruger se armó de iconos y agua bendita, los demás le observábamos atónitos, temiendo incluso por su salud ante la imagen aterrorizada de su persona. De camino al hostal vimos al señor Nesbett entrar en una casa. Era la casa del pastor local. Aunque nosotros habíamos podido verle, él no se percató de nuestra presencia, de modo que pudimos espiarle tranquilamente. Estuvo unos minutos en casa del pastor, y después salió de la casa, con las manos sobre su rostro. ¿Qué era aquello que atormentada al viudo Nesbett? ¿Quizá estuviera ocultándonos algún tipo de información referente a los extraños sucesos de las dos noches anteriores? Con estas preguntas flotando en el aire, tomamos una ruta alternativa y acabamos en la Casa Nesbett. El viudo ya había llegado, y se sorprendió de vernos tan pronto de vuelta. No dimos mayores explicaciones. Simplemente alegamos un pequeño paro en nuestra actividad, dado que lo cosechado el día anterior había resultado tan abundante. Cuidadosamente registramos la casa de nuevo, con idéntico resultado. Nada. Kruger permanecía aferrado a su rosario en todo momento, y mientras Meredith y Hoffman trataban de buscar alguna explicación lógica para el asunto. Habría que esperar a la noche, para intentar resolver el misterio una vez más.
    La noche volvía con temblores de tormenta. Esta vez estábamos prevenidos. Esperando. Cada uno en una puerta diferente. Nadie podría entrar ni salir de la casa sin ser descubierto. Pasaron las horas… y hasta bien entrada la madrugada no se cumplieron nuestras previsiones. La voz volvió a retumbar en nuestras cabezas. “Me caigo…” justo igual que las otras dos noches. La puerta principal se abrió con un estrépito. De la tormenta emergió la figura del pastor, chorreando agua de pies a cabeza. “Dejen paso, en nombre de Dios”, exclamó. Esta singular entrada pareció consolar a Nesbett, pero no a Kruger, quien desconfiaba de los diáconos anglicanos. “Me caigo…” insistió la voz heladora. Los seis hombres nos arrinconamos justo al fuego para tener una visión perfectamente clara. “Me caigo…” volvió a oírse. “Me caigo…”.
    Creía que esa voz nos haría enloquecer a todos. Cuando de pronto Hoffman exclamó lleno de rabia: “¡ Pues cáete de una vez, maldito!” Y con esto… formando un enorme estruendo… calló del techo un ataúd de madera. Calló sobre la figura aterrorizada de Hoffman, cuya cara se contorsionó a causa del alarido de horror que pronunció. Hoffman murió aplastado entre un charco de sangre a causa del impacto fatal. Y la caja también se abrió. Dentro de ella había un cuerpo. Sí. El pastor lo supo reconocer enseguida. Aquel cuerpo en estado de semi-putrefacción… ¡Era el cuerpo de la señora Nesbett!


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    #1
  2. MP

    MP Tempus fugit Miembro del Equipo ADMINISTRADORA

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    Muy buen relato, fantástico. Un beso.
     
    #2
  3. Corazón Delator

    Corazón Delator Poeta recién llegado

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    Muchas gracias por leerme, Julia. De verdad que se aprecia mucho.

    Un abrazo.
     
    #3
  4. scarlata

    scarlata Poeta veterano en el portal.

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    Fantático, amigo, fantástico de verdad... Me enganchó de principio a fin. Un placer leerte.
     
    #4
  5. Corazón Delator

    Corazón Delator Poeta recién llegado

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    Me alegra mucho que te gustase.

    Un abrazo muy grande para ti.
     
    #5

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