El Lunes y ella

Y el Lunes se despertó y la vio a ella que dormía plácidamente aún. Su cabellera se hallaba revuelta y era como si su cabellera la contuviera contra la almohada. Entonces el Lunes comenzó a acariciar suavemente sus luengos cabellos negros y empezó a dibujar bucles imaginarios, como alturas y profundidades de una montaña rusa que de tan caprichosos, ni ellos sospechaban cómo seguiría el derrotero. Ella, lentamente empezó a abrir sus ojos. Sus párpados aún estaban pesados. El Lunes apoyó su dedo índice sobre cada uno de ellos, mientras ellos persistían cándidos, en continuar la noche, que ya no era noche, sino día. Un día lluvioso. Un día Lunes. El Lunes, con sumo cuidado levantó a uno y le sonrió a uno de los ojos de ella, hábilmente protegido por el párpado. La vigilia, casi como un hechizo, se fue generando cansina y sin apremios, como un paisaje bucólico impresionista, en el cual nada apremiante sucede, sólo sentarse bajo un árbol a gozar de brisas frescas, cerca de frescos arroyos. En un último esfuerzo de resistencia ante la realidad del día que ya estaba sobre ella y ella nada podía hacer, dio media vuelta y simuló proseguir muy campante su acto de amor con Morfeo, hijo de Hipnos. El Lunes, la observó atentamente. Su negra cabellera había prácticamente cubierto su rostro en ese movimiento dado. Observó cómo brillaba su piel sedosa, casi continuando el brillo del raso negro de su camisolín, merced a los grises rayos de luz que se filtraban, por entre las rendijas de la persiana. El Lunes estaba enamorado de ella, pero sabía que ella no lo amaba, quizás hasta lo odiaba, justamente por ser Lunes, el más odiado, ya que, contraponiendo el principio del placer de los placeres del fin de semana, era el emisario encargado de la poco grata misión de llevarla al mundo de lo real de una semana que se abría con él, el Lunes.

Y sin embargo, el Lunes estaba absorto con ella y aunque ella no lo despreciaba abiertamente, al menos lo ignoraba, como se ignora aquello que es insignificante o que se desea minimizar. El Lunes descorrió las sábanas pertinaces que la envolvían y devolvían su tibieza. Recorrió desde sus hombros, solapados en parte por sus negros cabellos todo su perfil, sus brazo derecho, sus caderas, su pierna y llegó hasta el extremo meridional de sus pies. Deseaba besar cada parte de su cuerpo, pero el Lunes era consciente de sus restricciones. Podía amarla y hasta saber que ella, por el contrario, no. Sólo le estaba permitido aquello que estaba por hacer. El Lunes, besó su negra cabellera perfumada y le susurró al oído que ya era hora. Ella volvió a su posición inicial. Lo miró con desgano, como se mira a algo que no tiene relevancia. Al Lunes no le importaba, pues sabía que ella no lo amaba, aunque él la amaba con todo su ser. Ella despejó su rostro de los últimos cabellos negros díscolos y vio que el Lunes estaba recostado ahí, junto a ella. Le hizo un ademán, casi al pasar, casi como un favor, para que se retirara inmediatamente. El Lunes le sonrió, como sonríen los tontos enamorados sean o no correspondidos y asintió con la cabeza. Ella bostezó, pero un poco. El Lunes, que tanto la amaba se fue diluyendo y ella se levantó una vez más, como un Lunes cualquiera, aunque no lo amara. El mundo la esperaba. El Lunes también. Pero sabía que no debía esperar nada de ella. ¿Por qué esperar algo de ella? Al fin y al cabo, sólo él era un día más entre siete...

 

Magistral relato mi estimada Guada. Es cierto que los lunes son feos. Te felicito por la gran calidad de estas letras. Gracias por este regalo. Te dejo estrellas y un abrazo.

 

Muchas gracias Dulcinista !!!!
Un beso.
Noelia