El mercenario de la altura

El mercenario de la altura, es un millón, el aparato religioso son dos caras, la amistad dependiente hace la pasión y la partida de póker rueda por las montañas. Lo que es inteligente de esto es que el póker siempre habla de más mientras las luces se apagan; con anterioridad podrías brindar tu mercedes benz a una causa perfecta y tendrías dinero de sobra. Escribo de versos como si la autoridad me diera por la espalda y como si los hijos fueran pacientes inversos de lo que habla la actualidad. Así el único verso correspondiente a la cima del mundo es el cambio, la planta justa sin espinas que va de un lugar a otro disparando esquinas y doblando las calles como susurro de la antigüedad.

El poder correspondiente de las cartas es caprichudo como la tarea de una sola cosa, se te mete por los dedos, hace pensar en tu cerebro la única herramienta del ajuste biológico y tropieza en cada carta con los únicos problemas de la suciedad. Por eso el rey habla demasiado y los partidos de póker siempre serán oscuros. La vanidad cumple con lo prometido, somos esclavos del origen, siempre vamos en contra, vemos la luz y disparamos, ataca la luz y morimos. Somos una parte de la cabeza que no ha muerto, la materia gris de los dinosaurios, somos la casa colonial que abunda en las dimensiones y hacemos juegos pensando en ella, desde subir al caballo hasta pensar que hemos sido heridos por armas familiares.

La única bala que sigue adentro es tener los dígitos de los dedos avisados, como cadera, y la altura plana. La altura o las alturas, el disparo sonoro que brota del monomio de la raza humana, la apéndice que dice hola y luego se va, ¡¿qué el disparo se va?!, somos el final de la especie, la última posición del tiempo, el único… que avisa quien es tercero, porque en la altura del planeta solo quedan los oídos del elefante, ese grito acenso que sube desde las orillas de la tierra.

El ultimo participante es el grito de la barbarie, el sonido de la época resultante, el capricho de ojos redondos, el reposo de la luciérnaga, las manos del doloroso tumor o la sabiduría del objeto, como la practica ha hecho de esto otro sombrero que alumbra. La única práctica religiosa es ver al padre, al hijo, al espíritu santo, ser un cañón de vergüenza que para balas desarmado con narices de plomo, encrucijado entre la hectárea de la maleza y juntos como ninguna parte.