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El mismo lugar

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por ivoralgor, 28 de Septiembre de 2018. Respuestas: 0 | Visitas: 518

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    Fue como mitigar un tanto el dolor. Eso pensé después de sentir el temblor de mis brazos cansados por el exceso de ejercicio. La ansiedad inundaba mi cuerpo con más fuerza que en días anteriores. Algunos expertos, leí en varios artículos deportivos, decían que el ejercicio, hacerlo por las tardes, servía para conciliar el sueño y otros decían totalmente lo contrario. A mí me sucedía lo contrario, es decir, el insomnio me hacía dar vueltas en la cama y mi mente seguía vigilante y creando pensamientos que me llevaban al mismo lugar.

    Lee un libro, me recomendó Leandro, un compañero de la oficina. La ansiedad fue peor. Leer ciertos fragmentos que hablaban de la cópula, de senos tibios, de una entrega de carnes ajenas, me dejaba con el sueño más intranquilo. Me aferraba a la idea de terminar asesinado o muerto como los personajes de los libros que empecé a devorar. Subrayaba los libros con frases que me dirigían, con toda intensión de mi parte, al mismo lugar.

    Sobra decir que era un soltero cuarentón para ese entonces. Vivía en un pequeño departamento en la zona conurbada de la ciudad, a treinta minutos de las oficinas donde trabaja como Auxiliar Contable. No quiere decir que no haya tenido parejas sexuales, sólo como un paréntesis aclarador. Mi pasatiempo favorito, aparte de leer, era ir nadar en aguas abiertas; que quedaba a una hora de la ciudad. Era el segundo de cuatro hermanos, el más flojo decía mi madre. Me independicé a los veintiséis años y estuve trabajando fuera de la ciudad por cuatro años seguidos. Ninguna mujer llenaba mis expectativas para “sentar cabeza”, que a regañadientes me exigía mi padre. Debes formar un familia y establecerte, hijo, no existe mujer perfecta, sólo la compresión y el amor lo pueden soportar todo. ¿Hasta la infidelidad?, pregunté irónicamente. Hasta eso, dijo cabizbajo y meditabundo. Sabía que él había engaño a mi madre con un mujer treintañera por más de ocho años, hasta que José, mi hermano mayor, lo descubrió saliendo de un motel a las afueras de la ciudad. Quizá por eso no tuve el valor de tener una relación estable, por el miedo a ser un infiel empedernido, así que era mejor tener varias parejas y seguir soltero. Después de este breviario, prosigo.

    Ahora me toca hablar de ese lugar, si cabe decir que es un lugar, más bien es un universo etéreo. Alejandra era mi pareja en esos días cálidos de agosto. No me podía quejar en absoluto de la relación que llevábamos: buena comunicación y orgasmos intensos. Pero, el amor de la vista nace y con la cotidianidad se forjan lazos pasionales y amatorios. Pocos días después de que conocí a Isaura empezó la ansiedad. Me sentía comprometido con Alejandra, no podía defraudarme de nuevo. ¿Quién dicta de quién se enamora uno o a quién desear? Nadie realmente; las cosas de las relaciones pasionales y amorosas se da al primer golpe de vista o al segundo de cotidianidad. Su mirada profunda, el contorno de sus senos, la brillantez de sus labios carmín, su sonrisa escueta y su andar por los pasillos de la oficina fueron llegando a mis adentros como una enfermedad que te mata lenta y melancólicamente.

    Al principio, no la veía. Para mí era otra compañera de trabajo más. Cruzábamos un parte de elocuciones, a manera de saludo, por las mañanas y ocasionalmente al final del día. Un día me percaté de la cicatriz que llevaba en el hombro izquierdo, un pequeño montículo que ocasionalmente, por instinto, se acariciaba. Otro día, cuando ella llevó un vestido de tirantes, me fijé en sus piernas delgadas y firmes, un lunar debajo de la rodilla derecha y un pequeño tatuaje debajo del tobillo del mismo lado – un delfín. No pasaba nada, insisto, no significaba nada para mí.

    No me detuve a analizar esos principios de la ansiedad: sueños inverosímiles y repetitivos donde una loba, de mirada amenazadora, me gruñía mostrándome las fauces teñidas de sangre. Poco a poco se acercaba y yo retrocedía paso a paso hasta llegar a un claro. De un pequeño arroyo sobresalía un flamboyán frondoso. Cabe vez gruñía con más ferocidad. Si me iba a la izquierda, o a la derecha, abría las fauces. Quería que siguiera de frente, en dirección al flamboyán. Cuando metía un pie al arroyo me hundía en una especie de túnel bañado de miel, ruda, albahaca y romero. Me despertaba sobresaltado y con la mandíbula intrincada.

    Tampoco le di importancia a mi obsesión por hacer ejercicio y quedar exhausto y poder dormir sin tener pesadillas. Las rutinas de ejercicio iban de lunes a sábado, mañana y tarde. En ciertos circuitos de carrera, al caer la noche, las lágrimas se confundían con el sudor que caía de la frente. Apretaba los puños con tal fuerza que las uñas me dejan surcos en las palmas de las manos. Sin detenerme y apretando el paso, corría los más rápido que mis fuerzas me permitían. Al terminar, los sollozos se distorsionaban con la respiración agitada. Supuse que estaba llegando al agotamiento y que un día no me levantaría de la cama por el cansancio. No fue así. Sin embargo, la ansiedad iba en aumento. Gritaba, como suelen hacer los niños, para sacar toda esa adrenalina contenida. Funcionaba a medias. Intenté, los fines de semana, embriagarme para olvidar, un tanto, esa ansiedad, pero la cruda me hizo desistir de ese paliativo.

    Harto de sentirme sin autocontrol y con una adrenalina que me superaba, decidí analizar las causas probables de aquello. En una libreta, una noche de insomnio, después de caer por el túnel y ver más sangrientas las fauces de la loba, enumeré unas cinco. Las cuatro primeras las descarté de inmediato, ya que eran de tipo orgánico y me sentía más joven que nunca. Al restante, me dejó dubitativo por unos días: las personas que te rodean. Dicen que debes alejarte de las personas tóxicas y acercarte a aquellas que tengan tu misma vibración. Puñeteras frases de psicólogos y escritores de autoayuda. Me convencí, después de esos días, que todos eran tóxicos en la oficina. Dentro de esa toxicidad enumeré, en primera línea a los jefes, hijos de puta sin escrúpulos; luego los compañeros envidiosos con mala leche; por último, los “amigos” que te clavan el puñal cuando les das la espalda. Isaura no caía en ninguna de las categorías.

    Al llegar a ella, me convencí que no tenía nada que ver con mi otrora ansiedad. Pasaron los meses y la ansiedad me había dejado ojeroso y fatigado. Isaura se veía radiante, con los cabellos revoloteando con las caricias del viento invernal, la mirada más cálida. Combinaba los jeans con diferentes suéteres de cuello de tortuga. Los labios más carmesí y sus senos más delineados. Disfrutaba verla andar por los pasillos con esa sonrisa a medias, imaginar erizado al delfín, reseca la cicatriz en el hombro. En una ocasión me fijé que tenía los pies pequeños y que gustaba de calzarlos con zapatillas de tacón corrido y para el frío con zapatillas deportivas. En plena primavera, cuando el mar empieza a templarse y las olas se vuelven mansas, llegó a la oficina con una blusa floreada que la hacía ver etérea, inalcanzable. El cabello recogido en una coleta alta, amarrado con una cinta color rosa. Los labios como manzanas a punto de caer del árbol, el delfín más vivaracho y la cicatriz en el hombro casi imperceptible. Aquella noche, la loba sólo me miró, giró y desapareció en medio de una bruma espesa. Sin embargo, la ansiedad me hacía apretar las mandíbulas, la adrenalina invadía el cuerpo entero y me hacía respirar con cierta dificultad. La revelación me dejó atónito: Isaura.

    La ansiedad iba y venía, Alejandra dejó de interesarme, a tal grado que una noche le dije que siguiera su camino porque el mío se había truncado y estaba buscando como reiniciarlo. Lloró desconsolada. Tuve algo de remordimiento cuando ella empacó las pocas cosas que había llevado a mi departamento, incluido un retrato de su perra Fifi, a la que ya le había agarrado cariño. Con más intensidad empecé a soñar con un delfín que surcaba mi espalda, mi pecho, las ingles y mi sexo ardiente. Cada mañana agradecía verla unos instantes y verla partir por las tardes. Me enamoré de la cicatriz, el lunar y el diminuto delfín. Descubrí que la ansiedad se intensificaba por las mañanas y para mitigarla me masturbaba con frenesí adolescente, pensando en Isaura.

    Un día, la vi llegar alegre y en cuanto me divisó me echó una mirada de odio encarnecido, como si quisiera que me llevara la puta madre. Juro que se me apachurró, no sólo el corazón, sino hasta el sexo. Supe, después, que estaba comprometida en matrimonio con un viejo novio que tuvo en la preparatoria. Creí que ese incidente acabaría con la ansiedad, pero en vez de eso aumentó considerablemente y las mañanas eran de un frenesí enloquecedor. Luego empezó a evitarme, como quién evita a los leprosos. La loba empezó a aparecer de nuevo en mis sueños. El flamboyán fue sustituido por una estatua de una mujer sin rostro y de proporciones iguales a Isaura. Fastidiado de masturbarme, empecé a frecuentar los prostíbulos, buscando mujeres con la apariencia física de ella. Cuando llegaba al orgasmo sentía que caí en el túnel bañado de miel, ruda, albahaca y romero.

    Un año después de que se casó dejó de trabajar en la oficina. El no verla cotidianamente aminoró la ansiedad, la estatua se rompió, el flamboyán se erigió frondoso, ahora eran dos lobas. Dejé de hacer ejercicio y subí mucho de peso y los libros me hacían llorar sin querer. Tiempo después, conocí a Yola, en un bar, cuando cumplí los cincuenta y cinco años. Sus dos hijas ya eran mayores de edad, me comentó ya entrados en la plática y los tragos. Todo fue muy rápido. Nos casamos seis meses después de conocernos. Me fui a vivir a su casa con sus hijas. Por fin asentaría cabeza y cuando creí que la ansiedad ya se había olvidado de mí, conocí a su prima Graciela: una mujer cuarentona, divorciada, de senos delineados y de sonrisa abierta y sincera. Supuse que la masturbación mañanera no me serviría de mucho, así que fui al médico y me recetó unas pastillas para dormir tranquilo; pero eso no quita que tenga una leve erección cuando la veo contoneándose en un bikini diminuto por la piscina de la casa.

     
    #1

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