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El niño del pozo

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Évano, 29 de Octubre de 2013. Respuestas: 10 | Visitas: 10839

  1. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Al llegar la noche, Dani corría a la parte de atrás de la mansión abandonada, donde había un pozo seco y oculto por los matorrales. Sacaba de estos matorrales un cubo y una larga soga; luego introducía la cuerda en la polea que sujetaba una viga de hierro, una viga anclada al suelo con grandes tornillos oxidados que se aferraban al hormigón esparcido en la tierra. Se subía al cubo mientras aguantaba su peso con las manos en la cuerda e iba soltando poco a poco hasta descender al fondo del pozo.

    Una vez abajo del pozo, por encima de su cabeza, colocaba unas tablas viejas de madera entre dos pequeños salientes de la piedra. De esta manera intentaba dormir todo lo posible y pasar otra fatídica noche al calor de una manta de lana gruesa de colores en la que se enredaba; una vieja manta que había robado de la antigua mansión abandonada.


    Todas las noches soñaba lo mismo. Paseaba por el centro de la ciudad, feliz con sus padres y su hermana. Siempre se adelantaba a ellos al ver que se acercaban a la tienda de juegos de ordenador. Se soltaba de la mano de su madre y en un instante se alejaba de su familia. Una tremenda explosión, girar la mirada para ver qué era aquello. Las caras de pánico, la sangre por las fachadas, por los coches, por las aceras; los cuerpos desmembrados, los rostros de terror, los gritos de pánico y sus ojos intentando localizar a los padres y hermana, hasta que, cuando estaba a punto de ver otra vez el horror de sus seres queridos muertos, se despertaba de golpe, tiritando, empapado en sudor, llorando en un pozo de eco sordo y solitario.

    El ruido de las balas de algún francotirador atravesaba la oscuridad del pequeño Dani; retumbaban los atronadores disparos en lo hondo de un pozo estremecedor. La ciudad quedaba lejos, pero aún así el ruido de las balas se habría paso en muchos kilómetros a la redonda.


    La carretera que comunicaba el pueblo de To con la gran ciudad de Upia pasaba cerca de la mansión abandonada, apenas a trescientos metros. Lo que antes era un gran y bello jardín, ahora era un despojo de escombros y vegetación quemada por las bombas. Los vehículos, al principio, pasaban con frecuencia de una dirección a otra, pero siempre por el día. La noche era demasiado peligrosa para los combatientes de ambos bandos.

    La mansión era demasiado llamativa, por lo que fue bombardeada hasta casi dejarla en ruinas, con grandes hoyos en el camino de entrada, haciendo dificultosa, sino imposible, la entrada de vehículos.

    Mucha gente, en su huida, la inspeccionaron de arriba abajo, por si encontraban algo de valor. Pero ahora hacía mucho tiempo que nadie pasaba por allí. Desde la carretera solo se veían trozos de muros enseñando grandes piedras cuadradas y habitaciones vacías al aire. Lo último del rico mobiliario de maderas nobles fue utilizado en el primer invierno para calentar huesos y carnes gélidas. Estaba volviendo otra vez, y para Dani era el mismo, el mismo invierno que retornaba para rebuscar entre los muertos, para asegurarse que no había dejado nada con vida a su alrededor.

    A Dani no le gustaban las noches de luna. Las veía como un gran ojo delator que paseaba e iluminaba su guarida. Como un foco malévolo que podía atraer a los soldados.


    Mucho antes del alba ya estaba despierto, escuchando el canto matinal de unos pájaros de trinar asustadizo anunciando un nuevo día de terror, un día que podía ser el último.

    Tenía preparada una larga vara que encajaba a trozos, uniéndolos desde el fondo del pozo mientras esta ascendía. Al extremo de la larga soga había atado una piedra que colgaba del extremo de la vara en forma de uve, para que al introducir la cuerda en la polea esta bajara por el peso de la piedra. Se montaba en el destartalado cubo y se izaba tirando de la soga hasta alcanzar la cima del pozo. Luego volvía a esconder cubo y cuerda detrás de los matorrales y los cubría con cascotes y ladrillos.


    Hacía tiempo que no veía a nadie ni era visto por nadie. En su cabeza solo estaba la supervivencia, por lo que no se preocupaba de su esquelética figura, de su rostro enjuto y cadavérico, de su casi nulo músculo, de la tristeza inmensa que desprendía hasta su andar; de la suciedad de la chaqueta de pana marrón y de la negra ropa interior de algodón.

    Al salir del pozo cada día se le caía el mundo encima por el espanto de los árboles quemados, por los nuevos brotes de matojos que ya estaban del color de la ceniza, por la gran mansión derruida y por la perspectiva de tener que sobrevivir un poco más en tan fatídicas condiciones.

    Los pies se le enfriaban al momento de ponerlos fuera del pozo. A pesar de los dos pares de gruesos calcetines los pies le bailaban en las inmensas botas militares que arrebató a un soldado, uno al que no se atrevió a mirar por estar partido por la mitad. En las punteras de las botas introdujo trapos para acomodarlas todo lo posible, pero no era suficiente para que anduviera menos con las caderas y más con las piernas, como un niño normal.

    Deambulaba por los alrededores de la mansión, aterrado ante el menor de los ruidos, incapaz de alejarse de lo que consideraba su zona segura. Pero hacía más de cuatro días que no comía nada, desde que encontró a unos buitres comiéndose la carroña de algún animal del que no logró saber especie ni nombre; podría haber sido un perro, pero prefirió pensar que era un jabalí. Los espantó a pedradas y venteando un palo al aire. El hambre pudo más que el pánico atroz ante aquellos enormes pajarracos.

    Tenía sed y se dirigió a un manantial con sabor a cobre y carbón, un manantial cada vez más menguante, donde el chorro que emanaba era ya un minúsculo hilo de un agua cobriza. La diarrea se prolongaba mientras sus fuerzas se hacían minúsculas, por lo que se ocultaba en los bajos cercanos de la carretera para mirar a los escasos vehículos que iban y venían entre la ciudad de Upia y To.

    Pensó en salir a mitad de la carretera y parar a algunos de aquellos pequeños comboys de guerra, pero no se atrevía, a lo mejor si fueran militares lo hubiese hecho. Le influían más confianza, mucha más que aquellos vehículos cuatro por cuatro y furgonetas repletas de hombres barbudos de pelos largos y sucios, siempre apuntando a todo con unas grandes metralletas de las que colgaban filas de enormes balas.


    Tenía la esperanza de que alguno arrojara un mendrugo de pan, como al principio, pero hacía tiempo que nadie tiraba nada. Hacía un año que empezó su pesadilla y las cosas fueron a peor, muy a peor. Los paisajes eran devastadores, columnas de fuego que acababan por convertirse en humo y luego en ceniza que se llevaba el viento para aposentarlas sobre todo horizonte.

    El pueblo de To, al que alcanzaba la vista en lontananza, era fantasmal, negruzco y agujereado, como si una lluvia de meteoritos hubiese llovido sobre él, silenciando hasta los ladridos de los perros y el maullar de los gatos.

    En su desesperación, al poco de empezar el horror, comió gato; apenas despellejado y destripado; chamuscado por el asco que le daba. Pero ya no habían gatos. Pensó en las ratas, aunque fue incapaz.

    El ruido de varios motores se oía a lo lejos, venían de la ciudad de Upia. Hacia semanas que nadie venía de la ciudad al pueblo de To, y de este ya no salía nadie en dirección a la ciudad de Upia. Si desperdiciaba la ocasión de salir a la carretera para que lo vieran quizás moriría de inanición. Si salía era posible que lo mataran, como a sus padres y a su hermana. No tenía fuerzas ni para pensar. Intentó salir, subir hasta la carretera, pero cayó desfallecido en la misma zanja en la que se encontraba.

    No vio cómo cerca de donde él permanecía desfallecido paraban tres vehículos y un camión de tamaño mediano y caja al aire. No se enteró cómo bajaban a los muertos y los arrojaban a un barranco de cinco metros de profundidad. No pudo saber lo rápido que se marcharon ni quiénes eran.

    Despertó al mediodía, tiritando, como si le hubieran bañado los huesos en una bañera de hielo. Apenas podía caminar, pero caminó hacia el olor a muerto que ya reconocía. Como un sonámbulo ser acostumbrado a que lo vivo acaba de repente, a cada instante. Fue con sus pasos torpes y tambaleantes y se quedó en el borde del barranco observando a tanto muerto apilado uno encima del otro, y recordó cuando jugaba a guerrillas con su ordenador. Pero esto no era lo mismo. El juego no olía, no dejaba oír los ruidos de la descomposición de los cuerpos, no dejaba tocarlos.

    Incapaz de padecer más sufrimiento, de llorar más, de obtener más fuerzas para continuar, se dejó caer sobre el montón de muertos para hacer el viaje al más allá en compañía. Cayó al lado de una niña que debía tener su edad y que estaba encima de hombres y mujeres y ancianos. Le dio la mano y se acurrucó junto a ella, abrazándola; y se dejó ir echando una última mirada lenta a un cielo repleto de grandes aves que daban vueltas entorno a ellos. Se dejó ir oyendo unos ladridos aterradores que se acercaban a toda velocidad.

    No quiso luchar más. Se durmió con la sensación de que la niña se aferraba a su cuerpo.



    Gracias por leer.
     
    #1
    Última modificación: 1 de Marzo de 2016
  2. danie

    danie solo un pensamiento...

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    Excelente narración amigo, desde un comienzo atrapa y seduce al lector para que siga leyendo para encontrarse con un sorprendente y fantástico cierre.
    Admiro tu creatividad tanto en la poesía como en los textos
    Un abrazo grande poeta
     
    #2
  3. Ricardo Linares

    Ricardo Linares Invitado

    Una buena historia, trágica por los acontecimientos que relatas, la supervivencia en una guerra es un milagro y más para un niño que lo ha perdido todo, lo más importante, sus padres. Un final muy triste, pues la pérdida de la esperanza de conseguir adelante queda en el olvido, y hace aplomo dejar de existir.
    Mi enhorabuena Évano, muy entretenida tu historia, ha sido un placer leerla.
    Un saludo cordial.
     
    #3
  4. Rogelio Miranda

    Rogelio Miranda Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Évano, grato visitarte y felicitarte por tan bello arte.

    Saludos,
    desde Panamá.
     
    #4
  5. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Muchas gracias, señor Danie, por tan amable comentario. Un abrazo, amigo.
     
    #5
  6. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Un placer haberle tenido en mis letras, señor Ricardo Linares. La realidad de la guerra, como bien dice, es espeluznante. Mientras escribía esta historia me venía a la mente la guerra de Siria, a la que todo el mundo gira los ojos. ¿Qué le ocurre a la humanidad? ¡Para qué tantos y tan poderosos ejércitos si no sirven para proteger a los niños. Se le saluda afectuosamente. Gracias por su paso.
     
    #6
  7. Oscar-Pineda

    Oscar-Pineda Poeta asiduo al portal

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    upendo relato fue grato el paseo por ese valle de palabras
    fue grato leerlas. Saludos amigo.

    Oscar Pineda.
     
    #7
  8. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Muchas gracias por su visita, señor Rogelio Miranda. Se le saluda desde el Mediterráneo español.
     
    #8
  9. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Muchas gracias, señor Oscar-Pineda, por su paso y comentario tan agradable. Se le saluda afectuosamente.
     
    #9
  10. Isidoro

    Isidoro Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Un broche exquisito amigo, que gran prosa
    dejas una huella tan imborrable con este arte
    que me faltan elogios para ajustar lo fabuloso
    de tu pluma.Vaya mi admiración y respeto a un
    maestro poeta, un abrazo desde Toledo -España-
     
    #10
  11. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Muchas gracias, señor Isidoro, por tan agradable visita y comentario. Se le saluda afectuosamente.
     
    #11

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