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El reloj quejumbroso

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por JSJT, 16 de Marzo de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 498

  1. JSJT

    JSJT Poeta recién llegado

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    16 de Febrero de 2015
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    Hombre
    Fernando López Lorca era alto, de largo y puntiagudo bigote, sin barba, usaba lentes, su rostro no era agraciado, y su único atractivo físico era su hechizante par de ojos, de color castaño muy claro. Ni siquiera su cabello, del mismo color, algo largo, pero bien cuidado, le dotaba de belleza. No era alguien feo. No. Tan sólo no era atractivo, facialmente hablando; pero, aun con eso, andaban tras él muchas chicas de su edad, pues sabían bien que era el primogénito de una pareja de millonarios.

    El ser miembro de una familia acomodada le permitía a Fernando López Lorca salir a la calle con montones de cosas sobre su cuerpo: tenía los diez dedos adornados con anillos, del cuello le colgaba una elegante cadena dorada de la que pendía un dije con la letra “F”, sus lentes eran excesivamente pomposos, muy brillantes, no solamente de los cristales, sino también del armazón. Llevaba una esclava ceñida a la muñeca derecha, de color plata, muy brillante y que tenía en su superficie sus apellidos, escritos con letras cursivas y muy finas.

    Casi siempre se vestía de traje. Aunque los tenía de diversos colores, sus preferidos eran el blanco y el negro. La tela de las corbatas que lucía era fina y muy suave, agradable al tacto y elegante. También lo eran las mancuernillas que se encajaba en los puños de la camisa, que brillaban como estrellas.

    Era el mayor de los tres hijos que sus padres trajeron al mundo. Tenía una hermana llamada Lorena y un hermano llamado Julio. Fue el primero y único que se marchó de su casa (una gran mansión con todas las comodidades y no pocas habitaciones). En la que ahora habitaba era de dos pisos, completamente de color blanco, salvo por las puertas y casi todos los muebles, que eran negros.

    Su habitación era un cuarto algo pequeño, con una cama blanca a la mitad de la alcoba, y cuya cabecera golpeaba la pared en la que estaba empotrada la puerta de entrada. Al lado de ésta había un perchero alto y de madera, pero pintado de negro. A unos metros de este mueble había una pequeña mesa de noche, donde el despertador gris de Fernando López Lorca reposaba por la noche, plácidamente y mirando hacia el frente.

    Había un gran armario delante de la cama y un escritorio al lado izquierdo del mueble para la ropa, ambos de color negro. La recámara tenía dos puertas. La primera era la de entrada, y la segunda estaba en la pared del fondo, junto a una ventana de cortinas blancas, y que conducía al baño del dueño de la casa, el cual usaba cada vez que llegaba, por la noche, a su hogar.

    Apenas lo hacía, se iba a despojar de todo lo que llevaba encima, dejando el traje colgando del perchero negro, junto con la corbata, colocando sus zapatos en un rincón del cuarto, opuesto a donde estaba el escritorio, depositando sus diez anillos, cuidadosamente, encima de su mesita de noche, ante su despertador. Iba a dejar la cadena junto a los anillos y ponía sus mancuernillas y su esclava sobre la amplia cabecera de la inmaculada cama.

    Solamente dejaba un par de cosas encima de su escritorio. La primera de ellas era lo único verdaderamente indispensable que cargaba López Lorca, y eran sus gafas elegantes, que depositaba con muchísimo cuidado y dejaba bastante lejos del borde del mueble, pues no quería correr el riesgo de que se cayeran.

    Pero la segunda cosa que dejaba encima del escritorio, donde solía trabajar por la noche, con su laptop negra, era su posesión más valiosa, al menos dentro del plano subjetivo, puesto que las mancuernillas, su elegante traje y hasta su par de finos zapatos valían infinitamente más. Se trataba de su reloj, del reloj que llevaba el día entero ceñido a su muñeca izquierda.

    Era de tamaño normal, pero mucho más pesado, pues estaba hecho de plata pura. Era muy brillante, los extensibles se asemejaban a escamas de serpiente y los agujeros se veían insondables, y sus bordes muy afilados, aunque el mayor de los López Lorca nunca se había hecho daño al usarlo.

    Los números dentro del reloj eran romanos, de color blanco y con bordes de color plata, algo difuminados. Las manecillas eran idénticas, pero eran, tal como el bigote de su dueño, muy afiladas y delgadas, y solamente se podía diferenciar una de otra por la longitud, pues hasta el segundero, aquella manecilla que se la vive sin descanso, era de color blanco.

    El padre de los López Lorca se lo había regalado pocos meses antes de morir, de forma trágica y junto a su esposa, en un terrible accidente automovilístico. Era por eso que Fernando valoraba de sobremanera aquél reloj, y por lo que lo iba a colocar al lado de sus anteojos, para asegurarse de que los dos estarían seguros en ese mueble.

    De todo lo que Fernando López Lorca llevaba encima, ese reloj era lo que más tiempo pasaba junto a él: sólo se lo quitaba cuando tenía que irse a bañar, es decir, una vez al día, algo que poco a poco le empezó a fastidiar al reloj.

    Una noche, finalmente, cuando su dueño se marchó a tomar su acostumbrada ducha nocturna, gritó:

    – ¡Estoy harto!

    No era posible que su dueño le escuchase, porque éste se encontraba debajo de la regadera, y tanto el escándalo producido por las gotas de agua al ir a caer al piso y chapotear en los lagos que se han formado como el siseo de las mismas producido por la velocidad con que caen impediría que el dueño de la casa fuera a enterarse de que su reloj estaba hablando.

    – Baja la voz, camarada – le pidieron los lentes, angustiados.

    – No nos va a escuchar – sentenció el reloj, restándole importancia a lo que los lentes dijeron –. Además, me tenía que quejar.

    – No comprendo de qué te quejas, colega – señaló, a lo lejos, la cadena de oro con el dije en forma de “F”.

    – ¡¿De qué me quejo?! – Se escandalizó el reloj –. ¡De qué no me quejo sería una mejor pregunta!

    – Que bajes la voz, camarada – le pidió la mancuernilla izquierda, quien elevó la suya un poco, pero que habló, de alguna manera, con cautela –. Por favor, que nos van a oír.

    – Ya les dije que no es necesario – insistió el reloj –: los seres humanos nada más escuchan lo que quieren, pero nunca lo que deben. A eso se debe, de hecho, que sean tan mediocres, en muchos sentidos. Pero mejor no hablemos de ellos. Mejor vamos a prestarle atención a mis quejas.

    – Si tus quejas no son muchas y puedes decirlas antes que el dueño se acabe de bañar – dijo el zapato derecho –, adelante, camarada.

    – No quieran apurarme – dijo el reloj, ofendido –. Creo que tengo el derecho a quejarme como me plazca y cuánto me plazca.

    – Y nosotros tenemos derecho a descansar un rato, amigo mío – le respondió el saco del traje –, pero con tus quejas, no será posible que podamos.

    – ¡¿Descansar ustedes?! – Se quejó el reloj –. ¡Pero si es descanso lo que les sobra a ustedes!

    – No sabes lo que dices, camarada – terció la mancuernilla derecha –. No sé cómo…

    – Apenas llega la noche – le atajó el precioso reloj –, a ustedes el dueño va y los deja ahí, a que estén en paz. A ustedes, zapatos, no los vuelve a usar, porque saca de debajo de la cama a las camaradas pantuflas. Saco y pantalón, él señor se olvida de ustedes porque tiene lista su pijama. Anteojos, a ustedes los usa nada más durante un rato, pero no se va a dormir con ustedes. Anillos, cadena, esclava, mancuernillas, a ustedes ya no se los pone, sino hasta el día siguiente, pues no se va a dormir con joyas. Igual tú, corbata: el dueño te cuelga del perchero y no te vuelve a usar en toda la noche.

    – Duerme contigo, amigo – señaló uno de los anillos, algo aburrido.

    – ¡Ése es precisamente uno de los problemas! – Gritoneó el reloj –. ¿Que de veras no se dan cuenta ustedes que la única hora que tengo para descansar al día es esta, cuando el señor López Lorca se va a bañar?

    – Pues hoy no la estás aprovechando muy bien que digamos, camarada – dijo otro anillo –. En lugar de descansar, estás quejándote amargamente.

    – ¡Me la paso en la muñeca del dueño todo el santo día! – Dijo, furibundo, el reloj.

    – ¿Cuál es el problema? – Quiso saber la esclava.

    – Ustedes saben cómo es de presumido el dueño – dijo el reloj –: y se la vive bamboleando el brazo izquierdo y haciéndome que me maree todo el día. Nada más ahorita, que ya me quito de su muñeca, puedo tener un descanso por tanto vértigo que me hace sentir.

    – Bendito quejumbroso – dijo otro anillo.

    – Ustedes no saben lo que es eso – les dijo el reloj –, porque el dueño no los mueve como poseído, porque sabe que si los mueve de más, se le puede escapar alguno de ustedes.

    – ¿Alguna otra quejita? – Preguntaron los lentes.

    – Tengo para abarcar toda la noche – aseguró el reloj, más que convencido –, pero una de las que más me hace enfadar es darme cuenta que, para el señor, soy el que se tiene que andar enterando de muchas cosas, de cosas que no debería y que hacen que me descuide. No es que el señor López Lorca sea un borracho, pero cuando acaso se va a beber con sus amigotes, es a mí al único que se lleva, porque sabe bien que si se lleva a cualquiera de ustedes, lo pueden asaltar a la salida del bar.

    – A nosotros también nos lleva – señaló el saco del traje, con un matiz muy marcado de aburrimiento –, y no nos estamos quejando como tú, camarada, así que…

    – Y tengo que estar ahí – siguió el reloj –, escuchando sus lamentos, viéndolo tomar copa tras copa y riéndose de puras estupideces, al parejo de sus amigos. De verdad que me parece que ni su hermano, don Julio, que es el verdadero vicioso, ha de darle tan deplorables espectáculos a sus cosas.

    – Pues quién sabe, camarada – intervino la corbata, dudosa –, porque el señor Fernando por lo menos nos cuida, pero si tu dueño fuera el señor Julio, hace un montón de tiempo, de seguro, que ya no estarías en su muñeca, porque te habría perdido en una apuesta: ya ves que es muy adicto al juego.

    – Creo que la señorita Lorena es la única que no despilfarra la herencia de sus papás – terció una de las mancuernillas.

    – No se me empiecen a ir por las ramas – pidió el reloj, algo enfadado –, que lo importante aquí es mi queja, y estamos hablando de nuestro dueño, no de sus hermanos.

    – Perdóname por la observación, querido amigo – dijo el zapato izquierdo –, pero el primero que mencionó a uno de los hermanos del señor Fernando fuiste tú.

    – ¡Que no se distraigan! – Exclamó el reloj.

    – Nadie se está distrayendo – dijeron los lentes, calmadamente –. Lo que sí es que estás un poco insoportable esta noche, querido amigo – añadió.

    – Lo dije desde antes de empezar con mi discurso – le recordó el reloj –. ¡Ya estoy harto!

    – Harto de ser el más cuidado del dueño – intervino el saco del traje, hablando con un poco de decepción –. Vaya si los enojos son irracionales, a veces.

    – Qué tonterías dices – le espetó el reloj.

    – En lo absoluto – corearon los anillos.

    – El camarada – dijo la corbata –, o, mejor dicho, las camaradas, tienen toda la razón, amigo mío.

    – Claro – dijo el reloj, riendo ligeramente –, ya me parecía a mí que se les iba a pasar por la cabeza la idea de amotinarse para callarme.

    – Pues desde luego – intervino el pantalón del traje –. Esa es la mejor manera de que un necio entienda. Pero no debes malinterpretar, camarada, porque no se trata de un motín que persiga objetivos arbitrarios: no somos seres humanos. No se te olvide, camarada reloj.

    – Explíquense de una vez – exigió el reloj –, antes de que, una vez más, se me empiecen a ir por las ramas.

    – A lo que me refiero – dijo el pantalón –, es a que este motín no quiere lograr que te calles por las malas. No, no, no. De lo que se trata es de una especie de discurso grupal para que entiendas que estás mal y te dejes de quejar.

    – No van a lograrlo – aseguró el reloj –, porque tengo toda la razón.

    – Amigo – dijeron los zapatos, a coro –, tú crees que tienes la razón en cuanto a afirmar que eres el único que sufre, porque te la pasas todo el día con el dueño, pero te olvidas de todos nosotros.

    – ¿Crees que no cansa estar delante de los ojos del señor López Lorca todo el día? – Preguntaron los lentes –. ¿Crees que, cuando ve para abajo, no nos da vértigo y sentimos unas náuseas terribles? ¿Crees que no nos da mucho frío cuando el señor va en su automóvil, a toda velocidad, y el aire le da montones de bofetadas en la cara? ¿Crees que no agradecemos mucho el descanso que nos da por la noche? ¿Crees que no sentimos envidia de los otros, porque a ellos el señor no los usa por la noche así como nos usa a nosotros?

    – ¿Piensas que no nos cansamos de caminar todo el día? – Preguntaron los dos zapatos –. ¿Piensas que no nos lastima cuando el señor López Lorca empuja sus pies contra nosotros? – Inquirió el derecho –. ¿O que no nos quemamos cuando el señor se queda parado debajo del sol? – Quiso saber el izquierdo –. ¿O acaso piensas que estamos muy contentos cuando don Fernando, en vez de utilizar el elevador, se va por la escalera? – Preguntó el derecho –. ¿Crees que nos sentimos asco cuando pisa alguna porquería en la calle?

    – ¿No te has puesto a pensar que soy yo el que resiste el frío cruel cuando el señor me usa? – Intervino el saco –. ¿Piensas que no me duele, aunque sea nada más un poco, cuando el señor mete sus plumas dentro de mi bolsillo, piensas que no me lastiman las tapas de sus bolígrafos? ¿Crees que me gusta mucho cuando el señor, en vez de ponerme encima de él me quita del respaldo de la silla y me echa encima de su hombro?

    – ¿O piensas que no me canso de sentir los movimientos de las piernas de don Fernando a diario? – Preguntó el pantalón –. ¿Crees que no me lleno de asco si el dueño me ensucia, por accidente? ¿O crees que a mí no me molesta que vaya y me ponga alrededor, como si me fuera a ahorcar, al camarada cinturón? ¿Piensas que no me duele cuando el señor se sienta y me aplasta contra la silla?

    – ¿Piensas que estamos muy felices por pasar la mayor parte del día ocultas en el saco de don Fernando? – Quisieron saber las mancuernillas –. ¿Crees que nos gusta la oscuridad? ¿Piensas que no nos duele mucho estar aprisionando la tela de los puños del camarada camisa, el estar obligadas a lastimar a uno de los nuestros?

    – ¿Crees que no duele que el señor López Lorca juguetee con nosotros si se aburre? – Preguntó uno de los anillos, hablando por él y por sus iguales –. ¿Crees que no nos duele cuando acaso junta mucho los dedos y nos golpeamos entre nosotros? ¿Piensas que no nos da una migraña terrible por sentir, casi todo el día, luz encima de nosotros? ¿Piensas que no nos mareamos, también, porque el señor nos lleva todo el día a casi un par de metros de distancia del piso (que eso, por lo menos para nosotros, es estar muy alto)?

    – Yo también me bamboleo mucho cuando el señor Fernando camina – dijo la cadena –, pero no me estoy quejando, ¿verdad? ¿Piensas, por otro lado, que yo me siento muy bien viendo que otros me ven con avidez, y como queriéndome robar? El día que me robaran, sería el colmo de mi sufrimiento, porque me irían a arrancar del señor de forma muy brusca.

    – Lo mismo que a mí – dijo la esclava –. Sin mencionar que, muchas veces, al señor se le olvida que me trae y baja su mano derecha con mucha brusquedad y me estampa contra la mesa. ¿Crees que no me duele? ¿Piensas que no siento que el señor es muy cruel cuando lo hace? ¿Piensas que es muy divertido pasarme el día entero colgando, sin hacer más que eso, y sufriendo porque mi peso hace que la cadena se tense mucho y me lastime?

    – ¿Piensas que a mí no me duele que el señor López Lorca haga lo que quiera con mi cuerpo? – Preguntó la corbata –. ¿Te parece que el nudo que me hace no me duele, que no está apretado? ¿Crees que no me molesta que me jale y estire cuando lo hace? ¿O es que crees que estoy muy cómodo todo el día colgando, que no me duele que el cuello del camarada camisa me esté aprisionando? Ponte a pensar en todo eso, camarada, y date cuenta que no eres el único en este cuarto que sufre.

    – Deberías agradecer – aseveraron las gafas –, porque si bien es cierto que el señor nunca te suelta, más que para bañarse, también es cierto que eres el único de todos los presentes que duerme calientito por las noches.

    – Exactamente – dijo un anillo –. ¿No ves que, como tú duermes con el dueño, estás bajo el mismo amparo que él, bajo la misma calidez?

    – Así es, camarada – señalaron los zapatos –. Mientras que tú duermes bajo las cobijas, junto con el dueño, nosotros nos congelamos aquí afuera, pero de eso no nos oyes quejarnos, ¿o sí?

    El reloj no tenía idea de qué decir: todavía le resonaban en la mente todas las palabras que dijeron sus camaradas. Al principio, había querido restarle a éstas su importancia, pero conforme se dio cuenta de que sus compañeros comprendían a la perfección que se estuviera hartando de su vida, empezó a ser empático, y se percató de que no era, ni mucho menos, el único que sufría en ese cuarto.

    Cuanto dijeron de él, por otro lado, era verdad, y fue eso lo que motivó al tan hermoso reloj a decir:

    – Tienen toda la razón, camaradas.

    No tuvo tiempo de disculparse ese día, porque poco después de decir aquellas palabras, la regadera dejó de escupir gotas de agua. Momentos después, entró a su cuarto el señor López Lorca, quien cogió sus lentes y su reloj. Mientras que lo hacía, el reloj quejumbroso se puso a pensar en lo largo que iba a tener que ser su discurso para pedirles perdón a los otros, a sus camaradas objetos. Le molestaba tener que hacer las cosas en episodios, así que se puso a rogar, desde esa misma noche, que ojalá para la próxima noche Fernando López Lorca tardara más que de costumbre en bañarse.
     
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