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El Teledrama (La Caída de Ícaro)

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Samuel17993, 12 de Abril de 2020. Respuestas: 0 | Visitas: 477

  1. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    El Teledrama
    El reflejo de la televisión mostró al groso hombre, bajito y rechoncho, posando su culo de camionero en el sillón. Resopló a la pantalla y ésta no pudo reprocharle esa sinvergüenzada. Venía cansado del encargo de esa semana, recorriendo media meseta hasta Asturias, por carreteras secundarias, complicadas y apenas visibles. Ahora mismo le encantaba estar delante de la pantalla boba a la luz de la alargada lámpara, la cual estaba acariciando la escena y alejando a las sombras que iban corriendo tras él desde aquella noche que cogió su último recado. Ya podía descansar.

    Con el mando de la televisión puso el canal del cotilleo y se quedó paralizado con el resumen de los más maravillosos enredos. ¿Cómo no podía tener su vida ese tipo de enredos? Era una vida aburrida. La dura vida del hombre blanco, ¡qué opresión, y no la de las feminazis! Su sonrisa destelló hasta su compañera, en el recuadro televisivo, que le contestó con su propio reflejo. Qué hermosa facha de currito, con derecho a ser un hombre de bien. El resto, ¡ellos no saben lo que es currar, llevar una bestia horas y horas sin parar! Tener las manos sobre el volante era muy duro para su culo, adormecido totalmente. Pensando en ello, vio en su mente los reflejos de un recuerdo: se contempló con las manos en ese volante tan alto y con los cristales donde todo es enano, los coches tan enclenques que con un movimiento los aplastaría, las carreteras tan cortas. En cambio, el tiempo era también más grande y potente en esos instantes, siempre adormecido con la cadena de la música, el ruido de ruedas, del metal del vehículo, de las telas que resguardan la mercancía. El viento allá bailaba con todo ello, con sus silbidos silenciadores y penetrantes, que ahogaban la fuerza del motor y le hacía retroceder. Ésa era la rutina del camino.

    Zorra, le dijo a la pantalla, que te chiscas todo lo que puedes, ya te haría yo, ya, tú verías, ya me dirías; que iba yo a... Una mujer joven y atractiva gesticulaba por la pantalla, se oían gritos diversos. Qué te quejas, qué dices si eres más puta que las gallinas. Te mereces eso y más, soltó y se echó a reír, muy jodido por no poder ser él un cliente de esta gallina. Ser el gallo de ese corral. Solamente un currito. Ése no era el caso con las colombianas, las dominicanas, las guineanas, las asiáticas que no sabía ya ni de dónde eran, que conocía en los garitos con el nombre de club llameante. No podía pensar en el último coito con una de esas perras negras que le parecían sacadas del Infierno, por lo caro y por lo fuerte que era el ritual satánico. Gatas negras, llamaba a las mujeres africanas que le servían en cambio con cariño, él siempre mezcla de caballero y de salvaje, casi siempre más salvaje que caballero.

    Salía de la autovía y se alejaba a un municipio poco iluminado y se encontraba con un estacionamiento poco visible; de allí, aparcaba en uno de los muchos aparcamientos disponibles. Salía apremiado de un aprisionado deseo y miraba a todo con esa pasión que ahora a la pantalla. No podía ni respirar o tranquilizarse, como cuando pasaba mucho tiempo en carretera y necesitaba urgentemente parar. Necesitaba empalar ese nudo de la garganta que le hacía imaginarse con mujeres hasta ahorcarlo, era para él la misma necesidad imperiosa con la que iba al baño a plantar un pino o mear. Era una fuerza primitiva y dominadora que nacía de un lugar entre las costillas, indescifrable e inefable.

    La pantalla no podría devolverle los gritos, no por lo que pensaba, que no podía saber, y tampoco le importaría a él qué pensaba, pero sí que hubiera necesitado llorar al ser la única espectadora de aquel trágico hombre despatarrado y cansado con la mano en la nariz, hurgando hasta en las profundidades de sus altos pensamientos. Le cambió a una cadena de programas basura americanos, en gran medida de comidas suicidas para la salud y aventuras que ningún espectador quería hacer en realidad (por mucho que soñara o dijera querer). Qué tiempos, cuando joven, que me quería ir de cacería a África, como el rey. Ojalá poder cazar esos negritos, que van en taparrabos y luego se te vienen violentos y envalentonados a la valla. Qué huevos. Ya me quitan el trabajo, en cuanto me descuide; uno de esos conguitos yendo en mi asiento, se enfadó con tono de cierta hilaridad en aquellas palabras. No pensó que para que hubiera negritas de las que ni pensaba más allá del coito, hacían falta varones de piel morena que dieran su genética de tez negra. Pero ¿acaso sabe la luz de la oscuridad, como sabe el rico de la existencia del pobre al que da pan con su dinero?

    Ya verían, la noche completa a excepción de los faros de su enorme bestia. Recorriendo la polvorienta carretera medio destrozada, llena de baches, a cada segundo rezando para no espichar, sonando la rueda contra el asfalto, y las ideas volando con la vigilia del entrecerrar de ojos. Allí estaba intentando acelerar y bajar la velocidad con el miedo de no llegar o de matarse; aprisionadas sus nalgas en el asiento incómodo; aburrido de la misma mierda de música de la radio a esas altas horas donde todo se repite; y las sombras vacilando a sus ojos con las imágenes de animales y de sombras mitológicas. Las señales aparecían por arte de magia, rápidas y fugaces, a más velocidad de la permitida. Luego, al llegar a la montaña, curvas y curvas, cambios de marcha constantes, de velocidad y la amenaza de las garras afiladas del abismo. Con el tiempo, la rutina lo volvía todo aburrido y cansado: los dedos del sueño precipitaban los dientes del desastre. Por ahora no había tenido ningún incidente. Siempre dormía de mañana o tarde en un hostal cercano a cualquier punto de la ruta. Pero siempre coincidía en uno en concreto, por la noche, en aquel lugar, quizás porque siempre llegaba el día o horas antes de la fecha dictada. Si no llegaba, la culpa recorría su cuerpo.

    Pudo ver en el reflejo de la superficie de la televisión, otra vez, la luz encendida por sus manos al abrir la puerta de la habitación de aquel antro. Qué frías la cama, el armario y los toscos muebles, qué calor de aceite quemado en el cuerpo. No tenía fuerzas de hacer nada más que echarse en la cama. No podía dejar nada: una noche, un sueño, una estancia en un lugar u otro. Nunca dejaba colgada ropa, nunca llevaba enseres. Se los podían robar, tanta gente mala. Realmente es que no valoraba el tiempo robado por el sueño y los euros gastados en poder seguir su ruta. No era su hogar, aunque su hogar se parecía mucho a aquél. Si en la habitación hubiera una televisión, él podría haberse sentado y visto la tele de la misma manera que ahora. Él podría haberse visto por las sombras de la pantalla, que se solapaban con el programa al que, justo, cambió al aburrirse de nuevo. Los asesinatos se emborronaban con su cuerpo llegando a una alcoba desconocida, y reposando en la cama fría. Nadie le esperaba. Mejor solo que mal acompañado, refunfuñó al inspector despechado por la femme fatale de la serie.

    Hoy descansaba. Es decir, no se pasaba horas y horas conduciendo para otros con mercancías de todo tipo para que se lo gastasen otros tipos. Cuando fue un hombre respetable, como él mismo incidía al hablar con los pocos amigos que le quedaban, echaba de menos el tiempo libre y no estar siempre con problemas. Ese descanso divino ya no era más que un tremendo fracaso de esa aburrida vida de problemas. Podía escuchar a su hija como una choni de un programa de la tele, repetirle mil historias que ni entendía. Según supo de su exmujer ahora estudiaba Biología en la ciudad; no hablaba con ella, siempre discutían y le echaba en cara que era un putero, y él la contestaba: los hombres tenemos necesidades, con una brutalidad que hasta a él le asombraba. Le llamaba sucio machista porque le decía con quién meterse en la cama. No quiero alimentar más bocas, la soplaba y en realidad le tenía una envidia terrible, confesaba con humor ahora. Su mujer siempre sentía que se desentendía, él tenía que quedar como el marrano, el puerco opresor. En el fondo, la (ex) mujer a veces pensaba de forma similar con respecto a su hija, pero el hastío de un marido alejado de sus vidas y pasotista la amargaba más para no admitir el conjunto de un discurso aberrante.

    Un día se hartó de sus borracheras y de los rumores de infidelidad. Le echó de casa y no había vuelto. Ya no podía ni verlas, no las aguantaba, aunque había momentos... Bueno, chispas. Se rio y bebió la cerveza que había dejado para celebrar su soledad.

    Las imágenes empezaron a enloquecer y pudo verse a sí mismo en su vieja casa. Ni siquiera se inmutó. Vio una realidad que hubiera deseado... Estaba en la cocina con su mujer haciendo la comida, riéndose, haciendo bromas. Su hija, atrás suyo, adolescente, alta y delgada, les vacilaba y sonreía. Nunca la había visto así desde que fue niña y la llevó al zoo. Vio cómo besaba a su mujer: era un beso de verdad, no por la situación, fue por amor. Se acercó y le vio saborearlo. Nunca la besó así ni nunca le vio mostrarla su amor. Había estado enamorado, de esa manera. Ahora... se mostraban con indiferencia de expareja. Veía a su hija hacerle cosquillas y éste contratacaba como cuando era niña.

    Lloró entonces.

    Intentó frotarse los ojos, pero las imágenes seguían y le recordaban que pudo ser feliz. Alguien tenía que llevar el dinero a casa. Él siempre estaba frustrado, su mujer frustrada, su hija... cansada de... No sabía ni qué le dijo, estaba cansado de todo. Ah, de ser un puto maltratador sicológico, un obseso del control. Él... no había sido así. Claro, eso no lo fue de joven. Había pasado tanto tiempo endureciéndose en el asfalto y fortaleciendo su ego con la soledad y su dinero ganado honradamente que se olvidó siquiera de su propia vida. Se pasaba horas en la televisión, durmiendo, pensando en el siguiente encargo, la pasta y las deudas. El descanso era el parón donde seguían los baches, las complicaciones, y él había encontrado la vía de escape (mental y física) del camión.

    Vio otro beso de su esposa en la cama; veía el deseo en sus ojos, la veía así cuando eran jóvenes, cuando tuvieron a su hija; y quiso eliminar esa imagen, intentó cambiar de canal, sacarlo de la pantalla. No pudo. Se levantó de su cómodo asiento y se imaginó lo que iba a suceder. Recordaba el sexo pleno y la feliz de la juventud, poco a poco trasmutado en la obligación y la insatisfacción. No hacía falta verlo. Acabó por soltarlo todo en la carretera, como todo... Incluso el placer y el amor rígido de sus normas y estereotipos. Aquellos deseos se daban entre las mujeres de la carretera, su nuevo hogar. Tan frío y solitario.

    Los gemidos le recordaban que siempre quiso tener un hijo con su esposa. Las niñas le llevaban por los mil demonios. Tenía muchos problemas con su cría porque, de pequeña, la tenía como su niñita, su princesita, y al despertar su adolescencia le recordó que no tenía ni idea de mujeres. Su propia mujer se compadecía de él. Cuántas veces había tenido que ser guiado: en el hogar, en temas fisiológicos (la regla, la micción femenina, los sentimientos "femeninos"), en el sexo. Su inseguridad siempre fue su incapacidad de comprender cómo se sentían y que eran más que unas piezas en sus sueños de padre de familia.

    Oía las palabras amorosas de su propia voz, qué cariñosas y placenteras. De joven fue distinto, mucho más inseguro pero más capaz de todo. Dudaba de hacer las cosas y eso le hacía apoyarse en sus dos mujeres, las mujeres de su vida. Las otras mujeres no le eran nada, no las conocía. Ahora recordaba sus nombres, pero no sabía qué hacían después del polvo. Qué sentían realmente cuando las besaba, cuando las decía qué preciosa eres, te hacía un castillo. Dudaba de si se habían enamorado de él o querido... Se había alejado tanto como con el camión, tomado las rutas directas al punto donde dejar la mercancía. En las zonas de descanso y en donde habitan los carteles luminosos.

    El silencio se apoderó de todo. Vio su propio cuerpo dormir en la cama, al lado de otro cuerpo, una mujer de otro mundo en que eran felices. Aquella casa, seguro, tenía muebles bonitos, llenos de adornos, llenos de ropa, llenos de vida. Seguro su hija se apoderó del salón, ya fuera con ropa, ya fuera con apuntes, o con sus libros que no le cabían en su pequeña habitación. Era probable que se trajera a su pareja, a algún chico que no le gustara, o que al menos eso dijera para intimidarlo... Quizás no, quizás el chico era fabuloso y se reía con él, como con un hijo. Su hija era lista, era buena conociendo los sentimientos de los demás. Pensó enormemente en ella. Miró el reloj.

    No era muy tarde. No era muy tarde, las doce menos algo. Menos algunos minutos de vida. Cogió el teléfono y pulsó, temeroso, el número de su hija; sonó el tono de llamada; empezaron a verse las imágenes de su niña en la televisión. Pudo ver cómo despertaba de la cama. Alguien gruñía a su lado, como una sombra, quizás un amante, quizás un novio. En ese momento ya no le importaba.

    Escuchó un ¿sí? y dijo, tímido: Hola, cariño. Soy yo, tu padre, lo siento. Aquel lo siento le salió natural y sincero; de pronto había notado un fuerte sentimiento de culpa. Nadie contestó, su hija estaba allí, al otro lado, con los ojos como platos. Él tampoco sabía qué decir. ¿Qué te pasa?, soltó su hija tiempo después. Te echaba de menos. He hecho el capullo contigo, hija, lo siento, lo siento muchísimo. Un suspiro, su rostro en la pantalla compungido, tarde, papá. Era demasiado tarde. Ya hablaremos, papá, mañana tengo examen. Colgó. La imagen se quedó negra y su corazón casi parado. Había sido demasiado rápido y no había dicho todo lo que... Sin la luz de la pantalla ya no quedaba iluminado más que su rostro y lo que rodeaba al sillón, protegida la visión de su cuerpo frente a la oscuridad. Las sombras iban reclamando el espacio e incluso le cercaban al hombre.

    ¿Por qué no fue aquel infeliz que había conseguido otro trabajo, como le pidió su mujer? ¿Por qué no se quedó aquel muchacho inseguro que preñó a su pareja? ¿Por qué no aprendió de su padre, que fue un inútil y maltrató a su madre toda la vida? ¿Por qué siguió aquel camino directo a la ruta del fracaso? ¿Por qué eligió lo fácil? Ahora tenía todo lo que deseaba, una vida más fácil y grata. Era una vida totalmente descuidada y plena, marcada por la dedicación a sí mismo. Necesitaba coger el camión para borrarse esos pensamientos, que le cogiera el sueño pronto, y poder volcar por una de las carreteras secundarias infernales.

    La televisión ya no respondía con ninguna imagen más. La noche era larga y pesada sin el viaje en el camión, más que en la carretera. La luz se apagó del todo, ensombreciéndolo al completo, y únicamente se quedó el sonido de los lloriqueos. El espectáculo se había acabado por esa noche y las sombras ya podían jugar con él. El descanso se había acabado.
     
    #1
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