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En casa de Adriano, el coprófago

Tema en 'Prosa: Obra maestra' comenzado por jdgb_01, 9 de Diciembre de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 1451

  1. jdgb_01

    jdgb_01 Poeta recién llegado

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    Me había perdido, ciertamente, de mi propio rastro. Los cristales en el suelo oscuro me daban señas de luces semidormidas y yo era un sonámbulo más, serpenteando por las calles mojadas de la ciudad que palia su infortunio todas las noches como esa burlándose de los ebrios y las prostitutas con algunos escupitajos. Buscaba un atajo a la luz matinal, pero extrañamente me hallé luego reclinado en un muro dentro de una de las gargantas más oscuras del barrio prohibido; absorto en la búsqueda de ideas empecé a estudiar el contorno de mi sombra retorciéndose sobre el dorso de los ladrillos, mientras la cerveza que abarrotaba mis venas volvía al torrente citadino descolgándose por la pared. Una vez desprendido de mi humor parásito resolví dar marcha atrás con la esperanza de reinsertarme en el vaivén de las miradas despiertas, pero enseguida escuché el chirrido de una puerta que no había advertido a pocos metros de donde yo estaba. Se abrió un discreto espacio entre la puerta y el marco y vi escaparse una luz amarilla reticente, que fue a prenderse de la reja que estaba del otro lado; de las entrañas del viejo edificio emergió una mano oscura que ondulaba tontamente de arriba abajo… me llamaba. Más que el dejo de licor en mi lengua, debió ser la oscuridad de la noche -que degeneraba en somnolienta madrugada- la que idiotizó mi voluntad y me llevó a seguir las instrucciones de esa mano sin cuerpo y su promesa de calor de velas; ya había renunciado a las cavilaciones, así que dirigí mi paso borrachín hasta la entrada que desnudó para mí el viejo edificio, y atravesé el umbral sin volver la vista.
    Una vez dentro, sentí una necesidad sexual de acariciar las paredes del corredor que penetraba el edificio hasta una profundidad un tanto impúdica, parecía ser piel grasosa y desnuda cuya humedad pretendí absorber con la palma de mi mano mientras caminaba. Nunca me percaté del rostro de aquél que me dejó entrar sin pedir o dar explicaciones -lo más extraño fue que no se me antojó hacer preguntas-; mientras caminábamos me daba suaves palmadas en la escápula y gruñía afablemente, cortejaba nuestro paso un ejército de velas retorcidas a ambos lados del pasillo, cuyas lenguas de fuego danzaban emulando el ritmo de nuestro paso. Llegamos a un amplio salón que aspiraba gran parte de la luz de las velas y la diluía en una sombra marrón perturbada por figuras inquietas. Solo entonces empecé a abandonar el embotamiento por un estupor creciente: se trataba de varios hombres y mujeres, todos desnudos y reclinados sobre sendas bacinicas de diferentes diseños y materiales. Lo más impactante después fue ver a otros individuos arrastrándose hacia los recipientes con una bandeja y una espátula. Ciertamente, buscaban el producto alojado en las bacinicas, pero la razón para ello me era aún desconocida. El guía pronto se desvaneció entre el bosque de desnudos defecadores, y observé con repugnancia que reapareció frente a mí con un plato colmado de heces. Fue cuando advertí el olor y sentí la noche entera agolpándose en mi garganta: un hedor insoportable que penetró hasta la pituitaria roja y acabó por desensibilizar mi olfato. Seguido emergió de las mismas sombras un hombre de mediana edad, elegantemente vestido, de piel amarillenta y rasgos exóticos –imaginé una ascendencia filipina o algo así- que fue a acomodarse en el flanco derecho del guía, y me plantó una mirada que interpreté familiar e impropia para una situación como aquella. Me saludó diciendo: “Soy Adriano y este es mi palacio”. “Está lleno de mierda” -le dije. No fue sarcasmo, de pronto mi razón reclamaba una explicación para semejante insensatez, aunque fui el único sorprendido por mi rápida y holgada contestación; el hombre llamado Adriano conservó la familiaridad en su expresión y continuó diciendo: “Quiero que conozcas lo que hago aquí”.
    El guía permaneció inmóvil sosteniendo la bandeja mientras Adriano me hablaba sobre el excremento que contenía. La náusea distrajo mi atención de sus argumentos introductorios, pero no tardó mucho luego en conquistar totalmente mi oído. Dijo ser un artista, y me habló del arte que practicaba: “Mi pasión fue la belleza de creación humana, pero el mundo siempre me la mostró empañada. Capturar lo bello en un lienzo o un poema fue siempre una conquista que pronto arruinaba la boca del hombre. Destrozaban mi dicha con sus lisonjas o sus burlas, simplemente anhelaba que callaran y que fueran las voces de las lágrimas las únicas escuchadas… Pero yo no fui solo pintor o poeta, amé a la psiquis con apolínea compostura y pasión salvaje a la vez; busqué en sus profundidades la fuente de la belleza y pretendí capturarla pura para regocijo mío y del Mundo, porque sabía que sólo entonces entenderían la grandeza del Hombre. Pero me di cuenta después que andaba detrás de un abominable ideal, que la belleza no existía. Huí del verbo y del Hombre y casi me arrojé yo mismo al absurdo, pero fue en el fondo en donde hallé la respuesta que necesitaba. ¿Sabes lo que descubrí? ¡La mierda!”
    Cuando dijo esto asumí que aquel lugar era un manicomio y tuve una terrible sensación de angustia que sugirió a mis piernas moverse en pos del retorno; sin embargo, invadido por una insólita curiosidad me dejé llevar por el anfitrión en un recorrido por aquel tugurio repugnante. No encontré ya nada sorprendente cuando nos introdujimos en un segundo salón contiguo del primero, y luego en un tercero y último, de mayor profundidad; sin embargo, a medida que nos acercábamos al final del recorrido los defecadores que aparecían ante nosotros se mostraban más perturbados e inquietos. Vi a una mujer delgadísima, sentada sobre su bacinica colocada al revés en el último rincón, con la mirada completamente extraviada. En ese punto, Adriano había citado ya varias veces a las heces en su discurso sin dar a entender la relación entre algo tan vil y su proyecto estético –o antiestético-, así que reaccioné al fin y me decidí a abrir la boca para exigir una explicación: “¿Qué es este lugar tan espantoso? ¡Es repugnante… ni siquiera sé por qué me metí aquí!”. Me contestó: “Nada de esto se compara a la verdadera mierda que infesta a la humanidad… Tú no entiendes cuán repugnante puede llegar a ser la palabra, la mirada, el gesto de la mano. Lo que yo hago aquí es extraer del Hombre lo más puro que puede crear. ¿No es la mierda el peor de los despojos humanos?... nadie se molesta en darle más interpretaciones. A la mierda no la tocan las palabras, está tan por debajo del discurso, del alcance de la perversión mental que, siendo creación del Hombre puede conservar virgen su esencia. Aún si quisiera ocuparse de ella el discurso, no habría símbolo capaz de rebajarla más… Ruales dice que la mierda es el alma del cuerpo ¿te das cuenta de que sólo se puede exaltarla… o negarla? ¡Desde que negamos a la mierda es que somos cultura, pero yo niego a la cultura y reafirmo a la mierda! No era mi estúpido idealismo la respuesta, sino la negación estética. Y la afirmación dionisíaca de la naturaleza frente a la peste llamada cultura y sus símbolos repulsivos…” Así continuó el anfitrión su absurda diatriba mientras volvíamos con el guía, quien permanecía estático en el lugar donde le habíamos dejado. Mi turbación creciente llegó al clímax cuando vi a Adriano hundir en el excremento contenido en la bandeja del guía una cucharilla que sacó del bolsillo delantero de su chaqueta, y luego llevársela a la boca. “¿De qué otra forma podría hacer mía la quintaescencia de la naturaleza humana?” –dijo el anfitrión con descaro, relamiéndose los labios. Resultó que el arte que practicaba el exótico levantisco no era figurativo, sino gastronómico. Adriano era un coprófago.
    La náusea convulsionaba cada víscera en mi cuerpo, pero incluso entonces no tenía deseos de apartarme de la escena grotesca de la que era testigo. Luego supe también que aquella práctica antiestética no consistía simplemente en tomar las heces de sus recipientes y engullirlas, los depositarios se agrupaban en categorías: los intelectuales, ocupantes del primer salón; los legos y dementes en el segundo y tercer aposento, respectivamente. Lo más curioso era que el rango decrecía cuanto más ilustrado era el individuo miembro. “La mierda de los doctos –dijo Adriano- tiene un insoportable gusto a minerva, pero es necesario empezar por la más contaminada y verificar el proceso de destilación”. Luego me llevó del brazo al segundo salón y dijo: “Mira a estos ramplones atragantarse el excremento de los primeros sin hacer reparos molestos… Mientras menos ideas tienen, más fino es el producto”. Adriano había ideado un sistema de depuración de heces en el que la casta superior se traga las de la inferior, y así la mierda termina despojada de toda imagen. Entendí que la mujer delgadísima del tercer salón era la cumbre de la pirámide, y que la síntesis de todo el excremento elaborado en ese templo de la aberración era su alimento diario. Qué mierda sería más pura, de acuerdo con la tesis de Adriano, que aquella salida de las entrañas de quien ni siquiera tiene consciencia de que está defecando. Indignado, me envalentoné por última vez y le dije: “¿Están todos drogados? ¡Esto es una atrocidad, y la mayor de las corrupciones posibles!” –“Ellos quieren estar aquí. Sobre todo los más intelectuales. Su gusto estaba harto de la bazofia mundana, y yo les enseñé un camino distinto… Muchos también, solo quieren probar algo nuevo…” –“¿Y qué hay de los dementes en el último salón?” –“Sin la pureza de su entendimiento, mi tarea sería un desperdicio”. Intentando sacudirme el cinismo de su contestación, pregunté el motivo de tanta licencia para conmigo, y me dijo: “Quiero que te unas a mi escuela. Tengo un lugar para ti”. Debí esperar esa respuesta, sin embargo sus palabras me resultaron chocantes, sobre todo porque intuí que me tomaban por un vagabundo más al que podían drogar y poner al servicio de semejante aberración. Adriano caminaba entre los defecadores mediocres y continuaba su propuesta calificando como indispensable mi aporte –supuse que buscaba una bacinilla vacía para mí entre las de los legos, o algún instrumento para reducirme-. Debí haber corrido entonces hacia la salida, pero aún me dominaba una detestable curiosidad que frustró la débil intención de mi sensatez, sobre todo porque Adriano atravesó la puerta que conducía a la tercera habitación y esperó que me reuniera con él. Cuando me acerqué, señaló una bacinica colocada muy cerca de la mujer escuálida. –“¡No voy a comer mierda!... Además, ¡¿crees que soy un enajenado?!”. Señaló a la mujer y dijo: “Ella es Ana. Si le preguntas suavemente al oído, te dice su nombre…”. Esperaba el resto del argumento, pero Adriano calló y fijó su mirada en la mía, sonriendo con aquella familiaridad que me desconcertaba. En medio del silencio suscitado entre nosotros, sus palabras empezaron a replicarse en mi cabeza, a rebotar entre mis oídos y ganar intensidad en cada choque, hasta que sólo podía escuchar un grito coreado por todas las neuronas en mi cerebro: “Su nombre... ¡nombre!... ¡¿mi nombre?!...”. Bastó la sutil respuesta del anfitrión para revelarme la verdad que no había podido cavilar en mi anterior soledad del callejón: no sabía mi nombre, no tenía memoria alguna. No me había perdido esa noche en la ciudad, había nacido en algún escondrijo luego de ser arrojado por el mundo, envuelto en licor. Seguramente merodeaba desde hace tiempo el oscuro palacio, como el vagabundo que era. El pervertido maestro conocía mi mísera existencia ¿Para qué me querría Adriano, sino era para saborear la mierda de quien no tiene historia? Espeluznado, corrí al fin hacia la puerta, me arrojé a la calle y penetré en la luz citadina de la madrugada hasta desconocer el camino recorrido. No huí del coprófago, ni siquiera pensé en aquel antro nauseabundo mientras entregaba mi anonimato a la noche; sólo buscaba el camino de regreso a un lugar que asumí, me correspondió alguna vez, pero sólo encontré el vacío en mis sesos. Nadie me esperaba allá afuera, tampoco un lugar, o un rincón entre la basura. Desde esa noche, cargando a cuestas mi pobre existencia empecé a vagar conscientemente por el espacio, me colé a la fuerza en el mundo que alguna vez me excretó y poco a poco construí con sus migajas lo que suelen llamar “una vida”. Pero no he hecho más que arrastrarme por entre las huellas, soportando en mi espalda el peso de las imágenes y las palabras. Asumo que duermo acurrucado en el escalón más bajo, pero todavía me dan puntapiés y ruedo algunos metros. Sucede cada mañana. Se diría que en el fondo de una letrina descansa siempre lo más deleznable del Hombre, pero allí permanece puro, libre de interpretaciones: la mierda es mierda, nada menos. Yo aún puedo sumergirme más en este pozo infecto, en la verdadera cloaca que es el Mundo, y es desde sus profundidades que escribo estas cortas memorias en complicidad con mi voluntad silvestre, mientras mi terca razón se digiere a sí misma pensando por qué la mierda que me ofreció una noche, mi primera noche, el sabio Adriano –cuya guarida no volví a encontrar jamás-, ya no se me antoja tan repugnante.
     
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