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En el club del comercio

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Starsev Ionich, 19 de Julio de 2021. Respuestas: 0 | Visitas: 291

  1. Starsev Ionich

    Starsev Ionich Poeta asiduo al portal

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    En el club del comercio

    Ya se imaginaba dejando el pueblo de los mil apodos, ese pueblo chiquito con ínfulas de infierno grande. Se juraba que no iba a extrañar los viernes en la barbería, las reuniones con sus primos los gatos tomando amarillito, las papayeras en el único club del pueblo –el club del comercio-, en el cual se reunía la alta alcurnia de esa pequeña sociedad y personas como él, provenientes de los barrios más humildes que adolecían de alcantarillado, con su mejor liqui liqui, su pelo engominado y su colonia que quería aspirar a más. Se sentía agotado de sus idas en la madrugada a la quebradita cagona, sintiendo que de un momento a otro podría picarle una culebra. Quería cagar como la socialité de su pueblo, en un sanitario que llevara sus restos a un lugar mejor. Además, esa acurrucadera, abriendo las piernas por encima de ese mar de mierda, le estaba acarreando un dolor insoportable en la espalda, que sumado a su hábito de beber alcohol cada ocho días, lo estaba envejeciendo cada vez más rápido.

    Pero solamente hasta ahora, tenía el ímpetu de desaparecer de aquel pueblo, para que los demás dijeran –se nos fue el compita-, como le conocían sus amigos más cercanos. Porque conoció el desprecio de una mujer. Él, un hombre trigueño, ojos verdes, buena estatura y corpulencia, ávida lengua, dicharachero, sagaz en las conversaciones sociales, era el centro de atracción de mujeres que eran buenas para bailar, pero que no sobresalían en los oficios cotidianos. Y por su cama ya habían pasado varias de ellas, antes de azotar baldosa a ritmo de porros y cumbias. Varias habían desfilado, pero por lo mismo que fácil desfilaban, fácil eran olvidadas.

    Hasta que conoció a la Saray Manzano, una belleza inmaculada, nariz aguileña, labios carnudos, piel trigueña acaramelada, pelo negro largo hasta la cintura, curvas peligrosas. Pero creída, castigadora, no daba ni la hora, era como un tempano de hielo. Los hombres caían absortos ante su belleza, pero sobre todo ante su calidez intermitente, que podía pasar del amorío al desprecio con una sola palabra. Y el compita con ese ego inflado de cada fin de semana descrestando en el club del comercio se fue de bruces como el Titanic contra ese ice berg acaramelado, sin sospechar que a partir de aquella noche odiaría Ocaña, el pueblo que amaña, que al que no rasguña araña…

    La-la-la pasé muy rico esta noche Saray, tus labios son el cie-eelo… Me gustaría que nos viéramos en ocho días de nuevo en el club del comercio. ¿Nos vemos? -titubeada con su mirada glauca clavada en el escote de la mujer-.

    Si Emilio, se pasó bien, pero no se haga ilusiones, yo tengo novio. Además, usted es del boliche y a mí no me gusta emparentar con nadie de allá, la gente es peligrosa en ese barrio, usted aquí en la campiña no ve gente cagando en las quebradas –le decía, mirándole de reojo con hastío-

    ¡Pero Saray, compaginamos!... Hace mucho no bailaba y hablaba así con alguien, no todos somos iguales en el boliche, yo voy a llevar unos bultos de café a Maicao con mi primo Tulio. Dieciséis en total, ocho para cada uno. Con ese dinero podemos ir a Bucaramanga e invertir en la tienda de ultramarinos que quiero empezar.
    Ya compré las conservas y el tabaco. Te quiero… –le miraba con ojitos de borreguito, esperando una declaración de amor, que confesara que contaba las horas para partir juntos a la gran ciudad, para ir poco a poco organizando el hogar, decidiendo juntos el nombre de sus hijos, en caso de que tuvieran una niña o un niño-

    Emilio, son cosas de trago, usted es una buena persona, pero no es mi tipo, a mí me gustan monos, pero bueno nos vemos en ocho en el club, hasta luego – le dijo, mientras desaparecía luciendo incómoda y fastidiada-

    El compita contó los días hasta el fin de semana siguiente, nadie le creía que había conquistado a la famosa Saray Manzano, se reían, otro le miraban con pena y ternura, porque en el fondo el compita era un alma buena y no le habían roto el corazón. Efectivamente, el siguiente fin de semana, en el club, Saray iba acompañada por su prometido, se le veía radiante en esos brazos fuertes; un teniente de la fuerza aérea de fenotipo negroide, nada parecido a los monos que había comentado que prefería.

    Le rechazó la pieza al compita, a duras penas le saludó, le dijo que no le incomodara o tendría problemas con las fuerzas militares del orden. Emilio respiraba ají y salmuera mientras sus amigos le sujetaban, evitando un bochinche, e intentaban pararlo, ya que él solo se había bebido media botella de amarillito en menos de quince minutos. Hasta que por fin buscó y encontró pelea esa noche, casi pierde su vida. Le salvó, que su amigo el Jetellanta era conocido del hombre que ya estaba listo para apuñalearlo, y le perdonó la vida.

    –¡No Mauricio! El compita es amigo mío, perdónale, pero está entusado, tiene mal trago, no le hagas daño-.

    -Esta porquería se salva de que lo mande a dormir al camposanto porque es conocido del Jetellanta-

    -Y el muy imbécil se fregó la mano porque trató de darme un gancho a mí, que soy peso crucero, se la estutanó contra esta columna de concreto. –decía un hombre de aproximadamente 1.85 de estatura y aspecto atlético, mientras señalaba una columna del club chisporroteada de sangre-

    Emilio dejó crecer su barba y su pelo, su ritual en la barbería acabó, y sus salidas cada ocho días al club del comercio. Hasta estreñimiento empezó a tener en medio de la oscuridad de la quebradita cagona, acompañado por el sonido de los grillos y su miedo a las culebras. Dejó esa manía de motilarse cada ocho días y ser el centro de atención a ritmo de porros y cumbias. Empezó a relacionar el amor irremediablemente al desprecio. Y empezó a tomar, a tomar mucho.

    Planeó con su primo Tulio el transporte de dieciséis bultos de café, y salieron un 16 de octubre de 1956 de un puerto, repleto de mercaderes de todos los colores y etnias, en el cabo de la Vela. El compita con 23 añitos, sin temor a nada, con la determinación de hacer mucho dinero y abandonar ese pueblo maldito que le vio arrastrarse y empezar a escribir con la mano izquierda como un maldito manicagao (por la pelea), ese pueblo que le advirtió que tuviera cuidado con ese témpano de hielo de Saray Manzano, con el Kid Manolo de 1,85 m y 80 kg, que podía hacerlo pasar a mejor vida, que no le buscara pelea, esos mismos que se reían y otros que le decían que en la vida quedaban muchas mujeres y próximos desamores; el día de su partida a hacerse rico con el contrabando de café, le advertían sobre el peligro de altamar, los piratas, los tiburones, que si se había vuelto loco, que era riesgoso, que el mar era traicionero, que se lo iba a tragar una orca, que las sirenas tenían cara de Saray Manzano, que ese bote era inestable, que se podía quedar sin gasolina en la mitad del mar caribe, que naufragaría con Tulio, que se deshidratarían, empezarían a delirar e inevitablemente el más fuerte comería del más débil, no sin antes hacer un pacto de sacrificio unilateral, en medio de la inanición, en el cual convendrían no comer el corazón ni los ojos.

    Pues resulta que fueron ocho horas de viaje. Las gaviotas se paseaban sobre un mar apacible y soleado, con las olas anestesiadas. El piloto, un negro enjuto les decía que les había tocado un mar tranquilo, que eso era un buen augurio. El compita con esas ganas de morir y ser tragado por el mar, para no pensar, para no recordar el desprecio, se anestesió con amarillito al cien, y se repetía a si mismo, durante cada minuto de las eternas ocho horas de viaje, más llevado por el licor en sus venas que por los brincos del pequeño bote deslizándose sobre esas aguas cálidas y dormitadas: –mujer mala, coqueta, pretenciosa, prefirió a ese negro, pretenciosa-

    Ya hacía planes para irse a Bucaramanga y poner su tienda de ultramarinos. Y finalmente la puso, pero se demoró un poco más. Al año siguiente se aplicó un impuesto al café y ese viaje dejó de ser rentable… Pero aprendió algo, que el desprecio es directamente proporcional al amor, y que estos dos sentimientos covarían con la pasividad del mar. Un naufragio insoportable.
     
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