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En torno a la violencia y la sociedad actual

Tema en 'Prosa: Sociopolíticos' comenzado por Littera, 26 de Octubre de 2011. Respuestas: 1 | Visitas: 2078

  1. Littera

    Littera Poeta asiduo al portal

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    El ser humano y la violencia parecieran ser dos componentes ligados por un indestructible cordón umbilical ya desde los remotos tiempos de la Prehistoria. No en vano, aquellos primeros especímenes homínidos del planeta, precursores de nuestro linaje, impelidos por la crudeza de los elementos, por los rigores de una tierra ardua y severa y por el instintivo afán de supervivencia al precio que fuera menester pagar, no dudaron ni por un instante en ir paulatinamente perfeccionando las técnicas de aniquilamiento y destrucción con que despojar al que les resultaba, ya bestia o ya semejante, invariablemente ajeno, de todo aquello que pudiera ser fructífero a sus particulares intereses.
    La violencia caquéctica y desnuda, que como la peste arrasa cuanto posee el infortunio de anidar en su camino, ha sido sin embargo ataviada a lo largo de las eras de vestimentas con que aromatizarla y ennoblecerla: el sometimiento, la esclavitud, la subyugación, el desprecio y el impedimento al desarrollo de cualquier comunidad, cultura, filosofía o metodología entendida como nociva o heterodoxa son tendencias inherentes a nuestra condición, que rigen con mano de hierro el recorrido vital de nuestra especie desde el original albor del recuerdo. Podríamos afirmar, de hecho, que el relato escrito por el hombre a partir del momento en que se irguió sobre dos piernas en vez de andar a cuatro patas no es otro sino el de la continua lucha por sujetar al bárbaro y díscolo, enclaustrándolo en el sistema de valores y pautas de comportamiento de quien a la sazón ha manejado los privilegios del poder. Con la aparición del veneno de la religión, de sus verdades reveladas, de su cuerpo de dogmatismos, asertos y delirios de eternidad y de su reducción de la explicación de la realidad a los conceptos de bondad y maldad, personajes variopintos arropados por una inmensa masa de fanatismos cohonestaron las más abominables hazañas con motivos de piedad y mandamientos divinos y con la ciega confianza en la irrebatibilidad de sus ideas. Así, tras el derrumbe del Imperio Romano de Occidente a causa de la descentralización de la autoridad y de la abundancia de grandes extensiones de territorio en manos de hombres deslindados de la urbe, pero de boquilla dependientes de ella, somos partícipes de una etapa medieval jalonada de tumultos, conflagraciones y masacres de rostro sanguinario con el objetivo principal de exterminar al que abraza otra mentalidad si no puede hacérsele reconvertirse a la sabia y verdadera, de un Renacimiento en donde la obsesión por las conspiraciones del infiel, del hereje, apóstata y renegado imbuye a monarcas sedientos de fama a arrogarse la potestad de sembrar el caos en el continente, en donde se emprende la megalómana empresa de anudar la virgen e ignota América con el brazo sagrado de Jesucristo mientras se depreda y destruye todo cimiento de un mundo adjetivado de impío, brutal, oscuro y salvaje, y de un inicio de la modernidad donde el confalón de la igualdad, la libertad y la fraternidad deja a la postre ver su íntima esencia de odio, de explotación y de despotismo: es, ahondando más, en lo que refiere a Occidente y sus luengas influencias, el siglo XIX un tablero de ejércitos encontrados, de posiciones radicales, de piezas blancas y piezas negras sin ninguna distinción de matices o intermedios, que engendró con una crianza lenta pero extremadamente sólida la criatura de la hincha, el encono y la pasión por borrar del mapa todo lo que contradijera unos criterios predefinidos. Si la Primera Guerra Mundial, iniciada en el polvorín centroeuropeo por grupos revolucionarios e inmediatamente hecha incendio por decretos de emperadores despiadadamente limitados de miras, golpeó con una intensidad aterradora la creencia en la capacidad del hombre para progresar por los senderos de la paz y la armonía con la Naturaleza, demostrando a fuerza de metralla y de gases mostaza la hilaridad de aquellos postulados ilustrados según los cuales este hallábase destinado a encumbrarse en el altar del bienestar merced al don de la razón y sumiendo a un tanto por ciento indescifrable de población en la mayor ruina física y espiritual imaginable, los tratados que pretendieron cerrarla no solamente estuvieron inspirados por el recelo y la indefinición, mas agredieron con rudeza tal a los países derrotados, imponiéndoles insostenibles gravámenes, que dos decenios más tarde hubieron de facilitar la explosión de una nueva carnicería mundial. El león nacionalsocialista, hambriento y dispuesto a fecundar la tierra con su simiente, no aspiraba sólo a la conquista de una geografía que, de acuerdo con su aparato demagógico, le pertenecía: codiciaba la obliteración sin excepción de todo aquel ser viviente desposeído de sus rasgos genéticos característicos. Los científicos al servicio del régimen, movidos por la necesidad de dar justificante al inminente genocidio, se afanaron en la corroboración empírica, echando mano de cualquier resorte disponible, de que la así llamada raza aria reunía los dones virtuosos de fiereza, belicosidad, inteligencia, sabiduría y perfección física que le hacían digna merecedora de sobrevivir y de decidir los designios de géneros inferiores, tal que eran el eslavo y el judío. Este último, convertido en chivo expiatorio de los males pretéritos y hecho culpable de la coyuntura descendente sufrida por la nación alemana como causa de su excesiva acumulación de bienes y riquezas hereditarias, fue, a partir de cierto punto de inflexión en el conflicto y una vez el súbito detenimiento en el avance de la campaña oriental irritara a los mandos nazis, sistemáticamente exterminado sin otra defensa, amparo o derecho a expresión que el que se pudiese conceder a un perro rabioso. La tecnología, que escasos años atrás era mirada como la pastora que guiaría los ganados humanos por la esfera del progreso, segó en la vorágine de la locura tantas vidas en la isla central del Japón en un segundo como meses y meses de combate directo no hubieran alcanzado, abriendo el interrogante sobre el verdadero ceño de la civilización, la real dimensión del alma del hombre, y descubriendo con su poder finalizador la perturbadora contradicción de que, a raíz de la desolación y la pérdida irrecuperable de tantos engranajes materiales en Europa, pudiera existir igual número de nuevos millonarios y de adinerados capitalistas beneficiados por la guerra en el opuesto rincón del globo. Celebrada por lo alto fue la rendición incondicional de las potencias del Eje, y besos encarnizadamente amorosos, no menos violentos, cubrieron las calles de la ciudad de Nueva York en un alarde de regocijo y festividad. Como si clausurar el cumpleaños de la Muerte y la marcha momentánea del Diablo del edén descrito por la Biblia fuera, bien pensado, excusa para el triunfalismo y el ensordecedor griterío de las gentes. Solamente las más reflexivas y cautas mentes percibieron la profundidad de la catástrofe, lo cerca que la inercia del odio hubo de estar de provocar el suicidio colectivo del hombre. Aterrada, pues, de sí misma, la sociedad contemporánea vino a crear la Organización de las Naciones Unidas en un intento por volver globales los problemas particulares, por congregar los sentimientos de la mayoría de gobiernos, o, mejor dicho, de los de los estados más influyentes y dotados militar y económicamente en una sola voz que dictaminara qué hacer y cómo hacerlo llegado el caso y el deber. No fue, sin embargo, esta institución la responsable de que la competitividad entre la antigua Unión Soviética y Norteamérica, entre dos formas de entender la convivencia diametralmente antagónicas, no desembocara en incontrolable bombardeo nuclear, sino la certeza previamente atisbada de que tal encadenamiento supondría el acabamiento, en una guerra de imposible victoria, de todo el legado humano transmitido a lo largo de los siglos. Ni sus maravillosas sobre el papel sanciones, redactadas al calor del idealismo, del romanticismo ingenuo, de la fe en la gentileza de las palabras como sustitutas de las balas, de la exquisita frase de Abraham Lincoln que reza, solemnemente, <<Ningún hombre es lo bastante bueno para gobernar a otro sin su consentimiento>>, evitaron ni evitan las desigualdades en las que se avergüenza nuestro mundo, las hambrunas que asolan la mitad del globo mientras las mesas de la restante rebosan de manjares y selectas especias, o los brotes clasistas, xenófobos y egocéntricos que dilapidan el valor de cualquier producto de ingenio apartado de la preceptiva reinante y comúnmente aceptada: en el mejor de los escenarios, sólo otorgaron y otorgan una tarjeta de legalidad, de condonación, a los mismos desafueros en que la encantadora sensación de fulminar al prójimo por encima del hombro hace incurrir incansablemente a las generaciones. Ahí están, para diario disfrute, las idénticas invasiones, disputas y altercados que otrora por el oro y la plata, ahora por el petróleo y los recursos naturales, acompañaron y acompañan cada reaparición del astro solar. No es necesario sino encender ese invento que tanto ha colaborado al empequeñecimiento del cerebro (la bendita televisión) para nutrirse los sentidos de una colección de abusos, atropellos a la dignidad, infamias de ámbito individual o grupal y monstruosidades auspiciadas por el desconcierto, la incertidumbre y la inseguridad en que millones de personas existen como difícilmente el más morboso fantaseador podría imaginar.
    En verdad, la sociedad en que respiramos y creemos sentirnos importantes no es otra cosa más que un inmenso negocio donde traficar con cualesquiera útiles disponibles, sean estos físicos o abstractos. Todo está permitido con tal de satisfacer el orgullo y las necesidades privadas; en ella no hay fines: únicamente medios tendentes a conducir al pasajero próximo a esos fines. Tampoco una deontología meridiana, y menos aún cortapisas que limiten los procesos de voluntad (si bien la dicha sea, como se expondrá a continuación, teledirigida desde fuera del sujeto): con la suficiente inteligencia y precaución, y el adecuado aparato demagógico detrás, un hombre o mujer dada puede llevar a efecto retahílas de delincuencias y desmanes al margen de la ley sin otra tribulación que sopesar el futuro paradisíaco a modo de recompensa después de años y años de engaños, hipocresías, estafas, charlatanerías y apariencias. Ahí están, para confirmar lo anterior, la historia de los grandes gánsteres, de la corrupción en política, de las especulaciones bursátiles y de los intereses inmobiliarios. El componente esencial para que ellas y más sean posibles ha de ser la persuasión, unida a la preparación de conciencias por vía de la difusión. En una realidad multitudinaria, en que el torbellino de las masas arrastra consigo a propios y extraños, nada se da más importante que moldear la percepción, los gustos y las reacciones a estímulos de las personas de acuerdo a las plataformas económicas y axiológicas creadas. Partiendo de la premisa de que el libre albedrío deviene en el caos y de que está psicológicamente demostrado el apetito por figuras patriarcales, mesiánicas, del que siempre ha hecho gala nuestra especie, mediante el fleje de los medios de comunicación y su ininterrumpido bombardeo de imágenes y mensajes subliminales van los invisibles directores de orquesta del orbe canalizando, en nombre del bien común, las rentas que ensalcen a unos pocos. El lavado neuronal al que desde la más temprana edad estamos sometidos es tan vasto como nocivo, y hasta podría esgrimirse que brazos intangibles, transparentes e indetectables, de los que jamás es posible liberarse, empujan nuestros insignificantes y menesterosos cuerpos por los caminos señalados no para la búsqueda y aprehensión de la felicidad (que debiera ser la meta a que toda criatura hubiera en sana lid de aspirar), mas para el acrecentamiento de una pirámide de jerarquías y contrarios cuya pervivencia requiere de la férrea disciplina y automatismo de los siervos que la sostienen. El hombre ha dejado, en pleno siglo XXI, de custodiar su propio destino, de verse dueño de sus decisiones y maestro de sus pasos, para etiquetarse como una mera mercancía más de las muchas con las que a su alrededor se promueven las alienaciones y las hondas crisis de identidad. Se le educa en qué debe apreciar y qué no, qué debe realizar para notarse satisfactoriamente integrado en el seno de sus semejantes, cómo debe comportarse de acuerdo a lo que el espíritu de su entorno demanda y qué tendencias debe idolatrar, modismos respetar, para labrarse una existencia duradera y plena de gloriosas experiencias, sin opción ninguna a la independiente toma de posiciones. De suerte que, admitiendo la credibilidad de las encuestas actuales, el núcleo principal de las jóvenes féminas de hoy día no refiere como leitmotiv de vida cultivar las ciencias, las artes o las letras, participar en proyectos humanitarios o simplemente intentar colaborar en la consecución de un mundo más sano y tolerante, sino el ansia por casar con alguna rutilante estrella del rock, del cine o de la primera plana pública y, sobre todo, muy especialmente, ser sexys: esto es, sentirse foco de atención de las miradas masculinas, despertando la llama de su libido, en base al rímel en pestañas, polvos en carrillos, perfumes en cuello y pechos, atrevidas aberturas en telas delante y detrás y suave contoneo de caderas. Una moza descontenta con su anatomía (la única que, a lo que le han adoctrinado, puede granjearle el éxito en una pasarela donde priman las fachadas a los interiores, los marcos a los cuadros propiamente dichos), por no asemejarse quizá esta a los estereotipos que conminan a arrodillarse ante un solo canon y una sola mentalidad, es una moza amargada, inestable, a quien ningún agente externo sacará nunca del fantasma del fracaso y que probablemente vagará en el futuro sin ton ni son por las habitaciones de psicólogos y especialistas en la recuperación de la autoestima, hermanada con la malencolía y el decaimiento. Por su parte, los varones se sobran y bastan con la rutina del libertinaje, de las correrías nocturnas y los excesos sensoriales, el goce del sexo por el mismo vicio del sexo y la promesa de fraternidad entre amigos y troncos (que así los califican, y no sin acierto, en lo que conservan de la acepción que tal vocablo revela de hombre insensible, inútil o despreciable) tan groseros como un campo sin labrar y tan sandios como un plato de garbanzos. La sociedad no permite reestructuraciones, menos todavía disensiones ni separaciones en lo que con sus estándares tiene que ver. Aquel desgraciado o aquella ingenua que, por circunstancias diversas cuya exposición sobrepujaría con mucho la capacidad de este escribano, o en casos milagrosos por haber afianzado una corriente de opinión alternativa a la estipulada como normal, rechaza el bocado de su manzana podrida (la que, parafraseando al poeta de Córdoba, miente a lo pálido no, a lo arrebolado), ha de enfrentarse al repudio de la plebe, navegar las densas aguas del ostracismo y la marginación y cargar con una evolución vital plagada de penalidades, insidias por doquier y oprobios en cada nuevo zigzag del sendero. Convertido, transformada en cisne negro dentro del estanque de la superficialidad, el voraz consumismo irracional y el aplauso ante lo chabacano, esta hipotética persona habrá de descollar tal vez en precisas ramas del conocimiento o alumbrar fantásticos alardes de ingenio y talento artístico, mas nunca, salvo carambolas de escasísima coincidencia, será reconocida ni estimada por ello. La misionera que entrega su alma y entrañas enteras en la dotación de medios docentes en una aldea africana, dedicando su esfuerzo altruista, incondicional, a ayudar a tantos pobres huérfanos a esbozar siquiera sea una sonrisa, será sepultada en los abismos del olvido al punto que cualquier enfermedad infecciosa le seque los huesos, mientras que, entre cálidos cojines, ampulosas carnes y deliciosos postres, miles de civilizados occidentales carcajean, sendos ojos en la pantalla, las gracias y chirriantes humores de verduleras de pacotilla vueltas objeto de culto y veneración cuyo solo mérito en la vida ha sido el de nacer en la época justa para explotar su indignante indiscreción.
    A comienzos de la centuria pasada, ya para concluir, postulaba cierto filósofo haber entrado el arte en una espiral de impersonalidad y deshumanización. Pareciera ser necesario hablar ahora, sin gritos, y eso a pesar de que el término encierre un bastión de agresividad considerable, de degeneración. ¿Dónde están, se pregunta este profano individuo, los majestuosos lienzos de la época renacentista, barroca y romántica? ¿Dónde esos derroches de pura ciencia plástica, capaces de sublimar el mismo sentimiento del terror con la belleza más sobrecogedora, o de manar tan abrumadora dosis de historia, prodigio y atractivo a las pupilas que hasta un ciego desearía no haber sido arrojado al cosmos por no padecer el tormento de perdérselos, sabiéndolos cercanos? En vano iremos a buscarlos: son las reliquias de un tiempo evaporado y unos hombres cuyos herederos infaman con cada exhalación que arrojan la cuna de que proceden. En su lugar, la pintura surrealista, minimalista y abstracta (tal que corresponde a la realidad simplificada, bimembre y frívola que saboreamos) presenta las carencias estéticas más insultantes y los desiertos significativos más demoledores a precio de oro en la subasta central: un brochazo amarillento, por haberlo parido no sé quién reputado vándalo con un ataque de frustración entre manos, se conecta con complicados fenómenos espaciales y cruciales entresijos en que se contiene el alfa y omega de la existencia humana, vendiéndose por una cantidad de ceros equiparable a la que daría de comer durante cien mil decenios continuados a todo el Tercer Mundo. ¿Dónde están, análogamente, las letras con las que fornidos gigantes de estilizada pluma definían imágenes de excitante amor o describían en una variedad de metros, registros y formas sin igual los pormenores de un siglo ambivalente, hidratado de colores tan varios como el espectro solar? Ya no hay, temo afirmarlo, verdaderos literatos, hombres mecidos desde chicos en las auras de la musa para quienes la palabra escrita es tan natural que fluye instintivamente, sin necesidad de cazarla, tentarla o sobornarla. Sólo escritores remunerados por la sangría desvergonzada de un filón, de un triunfo pasajero que nutre una monotemática producción, camuflada bajo pieles distintas pero siempre con una misma fisonomía, desvalijada de cualquier sustancia o dinamismo. Resulta inconcebible imaginarse las grandes épicas de antaño, los colosos narrativos de otrora, la fineza expresiva y hechizante tejido sintáctico de los novelistas decimonónicos, en la época presente, y esto no quizás porque las connotaciones ideológicas o inquietudes vitales muden de faz (el hombre es, al fin y al cabo, la misma criatura a lo largo de los tiempos, obligada a solucionar problemáticas concretas), mas porque la sequedad a la que modernamente se ha sometido a las raíces del arte ha dado con ellas en un estado de pródromo antecesor del inevitable cese. Escudándose en la engañifa de la eficiencia, las producciones léxicas contemporáneas evitan todo vericueto retórico que pueda recalentar en demasía las neuronas, ufanándose en relatos que más se parecieran a guiones cinematográficos (clichés, porno, drogas, asesinatos misteriosos, virus informáticos y mafia) por lo machacón de su ritmo inexistente, lo irrisorio de sus lazos de cohesión y la ausencia completa de originalidad en el planteamiento a desarrollar. La poesía, cima del don verbal, sumario de las gracias de musicalidad, cadencia, elegancia, simetría y perfección formal, y un halago tanto a vista como a oídos, tristemente se lamenta del bozal en que se apaga su resplandor y se celebra su prosificación. Anulado su factor métrico, a partir del cual surge el compás y la armonía, la trivialización que ha sufrido en su aspecto y contenido es tan brutal que a duras penas puede contenerse el horror cardíaco en el pecho. Donde hace quinientos años un hombre conmemoraba en exquisito lenguaje de símbolos y sutilezas el universo desbordante de una leyenda pagana, hoy cualquier quídam se define de maestro cantando a las putas y al aguardiente en un rancio juego de metáforas inspiradas en el azar de unos dados, sin distribución, concierto ni ordenamiento alguno. Y así, por estas y otras más perturbadoras razones, como anillo al dedo o molde de galletas nos viene la sentencia del antiguo sabio, esa que presume que <<a nuestros ojos cualquiera tiempo pasado fue mejor>>.
     
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  2. MP

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