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Encontrando la calma

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Starsev Ionich, 28 de Octubre de 2021. Respuestas: 2 | Visitas: 544

  1. Starsev Ionich

    Starsev Ionich Poeta asiduo al portal

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    El día que llegué a casa de la abuela – bisabuela para ser más exactos-, tenía la efímera ilusión de que, cesarían mis continuos traslados forzados. La casa me dio la bienvenida a pesar de su aspecto fúnebre y sombrío. Me cobijó desde el primer día entre sus muros enmohecidos como una costra sobre mis heridas.
    No tuve el mismo destino de mi hermana. Nos separaban solo dos años de diferencia, pero diferentes y cruciales momentos en la vida de mi madre.

    ¿Por qué su locura no llegó para repartirnos la misma suerte miserable que tengo hoy día? Vagando como huérfana, como refugiada política en un país con diferente idioma. Si, diferente idioma, pues los adultos no entienden, tampoco han creído lo que digo…

    Mi hermana, sin entrar en más detalles, vive con su padre en Barranca, con su perfecta madrastra, en un colegio privado, bilingüe; y no conoce la maldad humana. Yo sí.

    Cuando ella nació, mi madre estaba en la plenitud de su carrera. Era una avasallante mujer de negocios, con ocultas tendencias suicidas, impulsiva. Abusaba del alcohol y otras sustancias que, le ayudaron a palear durante algunos años experiencias estresantes en la vida de una mujer exitosa.

    Lo anterior, creo… –además de una posible maldición familiar-, despertó la mujer desorbitada que me parió. Luego de estar en la cima, cayó eclipsada, entre la risa maniaca y el desgano, entre la calle y la caverna, entre las orgias y el ostracismo autoimpuesto. Y mi padre fue el hippie de turno, el vendedor de amores del que no tengo un solo recuerdo, tan solo compartimos el mismo nombre.

    Mi madre luego de desvariar por varios días, fue abandonada por el padre de mi hermana y poco a poco perdió sus facultades mentales. Incluso cuando nací, ya quedaban tan solo ecos de su instinto maternal. Viví hasta los siete años con mi abuela. Fueron siete largos años de maltrato y desprecio. Literalmente ella me odiaba. Tal parece que odiaba a cualquier infante que se atreviera a desprenderla de su ilusión de libertinaje y juventud eterna.

    Mi madre y mis tíos también habían sido víctimas de sus duros tratos, hasta que finalmente fueron abandonados. Por eso, en parte, creo que intentó purificar su alma haciéndose cargo de mí, hasta que un día fue sincera consigo misma y contempló la posibilidad que un día podía matarme a causa de su descontrol. Llevo sus mordiscos como marcas milenarias en mis brazos y sus quemaduras en mis piernas me recuerdan que soy fuerte.

    Luego pasé a vivir con una tía de clase alta, y conocí un efímero esbozo de lo que hubiera sido una vida similar a la de mi hermana… Pero ya la casa de mi bisabuela invocaba mi nombre desde sus cimientos, dibujando sus designios para mi vida en las escasas y yertas enredaderas de su crudo solar…
    Luego de varios meses de ilusión, de plumones marcados con mi nombre y apellido, y de jardineras planchadas haciendo juego con trenzas perfectamente elaboradas, mi tío putativo empezó a mirarme lascivamente e intentaba tocarme cuando mi tía se descuidaba. Tras de que, por meses, fui acosada; un día cualquiera, fui insultada por mi tía y sus inseguridades, y fue la primera vez que me dijeron que era una “sucia perra”. Mis maletas de nuevo se alistaban para un nuevo hogar. Aunque no imaginé que el siguiente sería el último y el definitivo.

    **
    Llegué al final de un año, más lluvioso que los anteriores, cuando las luces navideñas dejaron de ser rojas y verdes y los dorados de moda centelleaban en los ventanales del edificio en el cual vivía mi bisabuela. La única ventana que refulgía oscuridad era la del segundo piso. Subí los peldaños de la escalera con mi escaso equipaje y una brisa de calma me invitó a entrar a aquel apartamento con olor a polillas y vejez. Mi cuarto era el del final de un largo corredor de planchones de madera que crujían ante cada paso.
    Desde el primer instante, la ambigüedad de sus muros, exacerbaron mis emociones, y me convertí en una adolescente lábil. La mirada escudriñadora de mi bisabuela y sus reproches eran el pan de cada día. Vociferaba contra mi abuela y mi madre, y de nuevo, sobre mí, recaía un pasado cargado de desestabilidad familiar. A veces, no me dirigía la palabra en todo el día, y solo lo hacía cuando caía la tarde con un bulto de insultos… Imaginaba como incendiaba a la vieja inmunda mientras dormía, o como la veía sufrir al perder el ojo que le quedaba sano. Pero me contenía y callaba con dificultad, y me desquitaba robando los billetes que ganaba de sus sesiones de espiritismo y adivinación.

    Pagaba mi estadía con extenuantes jornadas de trabajo doméstico, a cambio de un plato de arroz mohoso y una proteína mal cocinada con olor a mortecino. Trapear aquella casa era extenuante y su piso de madera se rehusaba a quedar limpio. Tras quedar limpio, siempre, un día después afloraban unas manchas verduzcas que de nuevo debían ser removidas con lejía. Lentamente, me di cuenta que el sentimiento de melancolía a lo largo del día era removido –a corto plazo- cuando las manchas del piso eran curadas.

    Cuando entraba a limpiar las manchas en la habitación de mi bisabuela, robaba diariamente una joya nueva entre su colección, y algunos billetes, los cuales gastaba en botellas de vino que consumía para adormecer mis sentidos y sobrevivir una noche más, al abatimiento de sus alaridos. Me gustaba husmear en su armario, que estaba atiborrado de cosas muy extrañas: como dientes, amarrados de cabello, fotos de los esposos de algunas de sus clientas, anfibios e insectos disecados en pequeñas botellas llenas de formol, y unos libros con letras ininteligibles que, por sus ilustraciones probablemente hablaban sobre el deterioro de las personas cuando eran presas de los embrujos. Pero, ante todo, está grabado en mi mente, el olor a podrido que salía de los libros al pasar sus páginas y el sentimiento de odio luego de robarle una nueva joya.

    No se cómo la vieja, no se daba cuenta de que su tesoro de 18 quilates, era cada vez más pequeño. Tal vez lo sabía en el fondo, pero prefería soportarlo a morir sola en la casa que, poco a poco le quitaba su vitalidad, a cambio de tener unos clientes satisfechos por los trabajos de magia negra que preparaba para mujeres inseguras que, querían atar a sus maridos y asegurar el amor hasta la muerte. Soportaba todo para no morir eternamente.

    Sobre las 10 pm debía estar en mi cama. Tomaba los primeros tragos que me empujaban hacia el letargo, que ayudaban a ensordecer mi miedo. Me invadía un sentimiento de remordimiento cuando empezaba a escuchar aquellas risas espectrales que provenían de la habitación de mi bisabuela; las luces incesantes que escapaban por debajo de su puerta en medio de sus gritos de dolor. Eran alaridos que me transmitían su experiencia y que, me permitían ver cómo demonios acechaban su alma, la cual se aferraba a su cuerpo desesperadamente, a cambio de la destrucción de su sistema inmunológico. Sabía que los demonios habían saldado de nuevo la cuenta, cuando los alaridos poco a poco se trasmutaban a murmullos agonizantes, que desaparecían poco a poco en medio del crujir de los tablones que delataban la salida de los espíritus.

    Cuando despertaba, aún sentía el abatimiento, me sentía como si hubiese corrido una maratón. Pero no era nada, al ver lo que le sucedía cada noche a la pobre mujer. Parecía una hoja disecada, una uva pasa que poco a poco iba cogiendo colores en la medida en que engullía su carne podrida y atendía a las mujeres desesperadas que llevaban su maldición empacada en chuspas de papel, color tierra.
    Sobre la tarde, había recargado toda su energía y era cuando lanzaba los improperios más elaborados para mi ascendencia y posible descendencia. Yo había regulado mi ánimo cuando decantaba mis energías en desmanchar el piso que, luego, entendí, era resultado del rastro de odio y maldad que despedían los demonios al abandonar la casa.

    Luego de tres meses de habitar la casa y sobrevivir a las espectrales rutinas taciturnas, pasó algo inesperado. Llegó a casa un sobrino de mi abuela. Era un hombre muy apuesto, corpulento, pero mucho mayor que yo. Aun así, no podía disimular mi atracción, y los 18 años de ventaja sobre mí, se acortaban cuando me recorría con su mirada penetrante y sus palabras acariciaban mis oídos con su grave voz.

    Mi abuela había tomado vacaciones. Se dedicaba a entorpecer la escultural figura de Mauricio, con las elaboraciones más exquisitas: postres, flanes, biscochos, dulces. Poco a poco atendía a menos mujeres, y por ende su suplicio acabó, y su salud –al igual que la mía- mejoró drásticamente. Yo por mi lado, descuidé la casa, y empecé a jadear de placer cuando Mauricio se pasaba a mi cuarto en las noches.

    Al principio era muy dulce y condescendiente, cumplía con todos mis caprichos, incluso me prometió que organizaría mi fiesta de 15, en la cual demostraría a toda la familia nuestro furtivo amor. Mi relación con la abuela mejoró pues teníamos cuatro ojos solo para él, o para ser más exactos tres ojos, y uno de vidrio.
    A pesar de sus promesas, Mauricio empezó a cambiar conmigo, no quería que mi abuela supiera de lo nuestro, y se enfurecía cuando me negaba a hacer el amor con él, prácticamente obligándome a ello, sometiéndome con su fuerza y amenazando con contar a toda la familia “la perra sucia” en que me había convertido. Además, su trato violento y su maltrato aumentó cuando me negué a participar en su plan: robar a mi abuela todos sus ahorros y escapar con él.

    Quedé embarazada y se lo confesé, y ni corto, ni perezoso, me hizo abortar a la fuerza. Me daba puños en la barriga, me obligaba a cargar una maleta rellena de ladrillos mientras debía subir y bajar las escaleras del solar, mientras su erosionado jardín ignoraba mi dolor…

    Hasta que el anhelado sangrado llegó, y a partir de allí no lo volvimos a ver. Desapareció con su olor a tabaco y sus maletas, sin darme tiempo para decirle lo importante que había sido en mi vida, para bien o para mal.
    Nuestra rutina pronto se reestableció. Las mujeres del barrio, con una esperanza de amor sin condiciones, esperaban de nuevo su turno en la sala de nuestro hogar. La quimioterapia metafísica de mi abuela regresó, también los demonios abandonando la casa, cada noche, y yo…, limpiando sus rastros mientras me volvía el alma al cuerpo.

    Una tarde, limpiaba de nuevo una gran mancha en la habitación de mi abuela, que poco a poco recuperaba su forma, su color y sus arrugas.

    Un olor similar a los insectos disecados en aquellos frascos, que mi abuela guardaba tan celosamente en su armario, provenía del tablado, el cual, cerca de la cama parecía sobrepuesto. Levanté cuidadosamente parte de este, llevándome una extraña sorpresa…

    Era Mauricio, con su físico escultural impactante, como la primera vez que lo vi llegar a la casa. Pero ahora yacía en su ataúd improvisado con sus ojos verdes entreabiertos y más frio que nunca. Un remolino de sentimientos invadió mi cabeza. Mi mente, de todo ese entreverado cantaba una canción de calma, de fresquito, casi de alegría… Sonreí y miré a mi abuela. Simpatizaba conmigo, con su sonrisa aún desfigurada.

    Entendí que la casa, o mi abuela -que tal vez eran la misma cosa-, necesitaban cuidado, pues me abrieron sus puertas y me defendieron del espectro de Mauricio cuando fui más vulnerable. Por primera vez, alguien me defendía y hacía algo para cesar mi sufrimiento.

    Luego de lo sucedido, mi abuela no pronunció palabra sobre el tema. Lucía más introvertida. Se sumergió en aquel mundo espiritual; pues las noches siguientes fueron lúgubres y asfixiantes. Su suplicio continuaba y las manchas en el tablado lo confirmaban.

    Quería cambiar su situación. Empecé a robar los libros de hechicería y venderlos por algunas monedas. Poco a poco fui ahorrando para llenar la alacena de ingredientes de pastelería y libros de recetas. Mi abuela era un talento desperdiciado para la repostería. Comprendí que a la casa le faltaba un poco más de color, que era necesario purgarla de resentimientos. Curé sus humedades, la pinté. Sembré algunas hortalizas y plantas florales en el solar que me recordaba que, en algún lugar se debía sembrar la esperanza. Pero se resistirían a brotar hasta ese momento.

    Para la siguiente navidad, colgué luces de moda en sus rejas, pero mi abuela no alcanzó a disfrutar la ausencia de oscuridad en sus ventanales. No al menos en carne propia… No llegaron muchos a su entierro, pero no faltaron las fervientes mujeres que pusieron sus destinos, en sus manos y en su tabaco.

    **
    Extrañaba a mi bisabuela, pero aun así tenía la extraña sensación de que ella seguía en la casa: cocinando una leche asada, guardando sus galletas para ella sola con recelo, desvelando el oráculo, a través de la nata en las tazas de chocolate, refunfuñando sobre sus dolores, recobrando la vida cada mañana.

    No quería dejarla partir, sus recuerdos estaban en mí, y a mi alrededor. Dicen que las personas mueren tan solo en vida, porque sus enseñanzas y su legado permanecen indelebles en el tiempo. Despolvé ese legado. Abrí cuidadosamente su armario, y me adentré en aquellos libros misteriosos que me alimentaron durante todo el año. Aprendí el arte de la adivinación, la magia negra y blanca, los pactos con los espíritus, los entierros y los amarres. Retomé la lista de clientas, las cuales al principio mostraban poca fe en mis habilidades espiritistas. De hecho, al principio no funcionaban, pero luego de un tiempo, los antídotos, los brebajes y las pócimas de amor hicieron efecto.

    Me desvelé aprendiendo cada conjuro, y empecé a sentir el contacto con el más allá. Mi salud empezó a deteriorase en poco tiempo. La fiebre y las pesadillas no cesaban y olvidé lo que era sentir el sueño profundo. Las manchas verdes reaparecieron espaciadas por todas las habitaciones, pero no tenía la fuerza suficiente para limpiarlas. En poco tiempo la oscuridad volvió y me vi esclavizada al oficio de la adivinación. Lo que me apasionó al principio, poco a poco, me llenó de rencor y odio.

    El único lugar que escapaba del abatimiento era aquel solar que irradiaba fragancias. Jazmines, tulipanes y prímulas, pululaban esparciendo su alma, emborrachando con su néctar a las abejas que le visitaban diariamente. A pesar de su belleza y su paz, tenía un sentimiento ambiguo. No podía contemplar su belleza, sin sentir envidia. Muchas veces tuve la misma pesadilla: soñaba, como una energía siniestra proveniente del solar me arrebataba mi alegría, mi esperanza, mi juventud. Pronto el jardín que un día esperé ver lleno de colores, pasó a despertar el mayor de los resentimientos.

    Las pesadillas pasaron de ser malas noches, a un delirio que tuve que cortar de raíz, literalmente. Con pala y hoyadora, con las pocas fuerzas que me quedaban de un largo día de trabajo, arranqué las plantas del jardín, deshojé cada flor, fumigué aquellos insectos insoportables, y quemé todo rastro de color y fragancia.

    Descansé esa noche, un poco más que las anteriores, y compensé con mis actos el rencor que me engullía, desde adentro hacia afuera, poco a poco.

    Me desperté con satisfacción, ahora toda la casa sería oscuridad. Oscuridad y yo, yo y oscuridad; incluso el fútil solar que quería ser tendencia de segundas oportunidades. Me dirigí hacia este, para reconfirmar mi obra…

    Cuando lo vi de nuevo radiante y rejuvenecido, de nuevo con flores, ahora con colores salidos del espectro percibido por el ojo humano. Y lo peor, yo podía percibirlos, moría poco a poco y me convertía en un ser salido de la realidad.

    Tomé de nuevo el soplete y esparcí sobre el jardín nauseabundo una llama furiosa, como mis deseos de desaparecer lo que veía con sorpresa. Escuché una voz proveniente de los cartuchos que ahora lucían de un tono naranja de fragancia penetrante..., y temí, confirmar lo que la intuición me susurro al oído, en un pequeño instante.

    Azucé mis sentidos. La voz de nuevo me hablaba, poniendo esta vez más fuerza sobre los acentos de cada palabra…

    Gracias por liberarme, te esperé por muchos años…

    ¿Abuela, que es esta pesadilla…, estás aquí, en este jardín?

    Gracias a ti, descanso en este lugar que irradia la vida que desperdicié…

    Pero, ¡pensé que me estimabas, vengaste mi muerte!

    Mauricio solo fue un autómata, un sueño vívido, producto de tu necesidad de ser valorada por alguien Así fuera, por la mujer que odiabas a espaldas…

    En verdad sentí que podíamos tener una buena relación, pero ahora lo entiendo todo…

    No lo tomes personal. Era mi descanso o tu suplicio. Adivina que elegí. Para la muestra, un botón.

    No quiero tener esta vida, ya he tenido bastante sufrimiento…

    Es tu decisión, nadie te dijo que husmearas los libros. Yo no necesitaba ser trascendente en la vida de nadie. ¡Nada de esas estupideces de familia feliz! ¡Pensé que me habías conocido…, sucia perra!... Yo en cambio no elegí la oscuridad, nací en ella, pero ahora veo la luz cada mañana cuando el sol me levanta con su abrazo paternal…

    Ayúdame abuela, no quiero esto para mi vida, quiero ver de nuevo la luz, por lo menos haciendo parte de estas flores… Ya no aguanto a los demonios cada noche ajustando sus cuentas.

    No hay vuelta atrás, eres demasiado buena para liberarte, no lo tomes personal. Solo eras una presa fácil, necesitada de amor y cariño. Un pobre niña invalidada desde el primer grito que emitiste…

    ¡Pero se lo que es el odio, la maldad!… ¡Muchas veces ideé la manera de matarte, robé a tus espaldas, disfruté tu sufrimiento, creo que estoy preparada!

    Me respondió esta vez, el ruido ensordecedor de las avispas, el sonido apabullante de los cálices de las flores cediendo lentamente ante la majestuosidad de los pétalos, abigarrados por todo el jardín. Vomité de manera voraz en resto de la tarde. Me refugié en la oscuridad de mi alcoba. El vómito no cesaba, pero esta vez me intentaba decir algo, por medio de las formas que dibujaba el remolino de mis jugos gástricos y la merienda de las cuatro 4 pm… Divise entre las abstractas formas, a una pequeña niña indefensa como yo…

    El arte de la adivinación debía servirme para algo. Recordé una parte de la conversación con mi abuela, ahora convertida en el mantra que debía ser mi motivación diaria ante la pesadilla que viviría: -mi descanso o tu suplicio-.

    FIN
     
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  2. Alizée

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    Qué tremendo relato! Todo una gama de emociones, oscuridad/luz/intranquilidad/calma y el final, sorprendente, inquietante y revelador. Aunque es largo, es ameno y uno no se aparta al leerlo, uno desea llegar hasta el final y continuar. Muchas Gracias por compartir su Arte Apreciado Poeta y Amigo @Starsev Ionich . Le saludo afectuosamente y le deseo hermosos días
     
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  3. Starsev Ionich

    Starsev Ionich Poeta asiduo al portal

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    Gracias por leer! un saludo para ti también
     
    #3

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