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Ernesto

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 27 de Febrero de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 569

  1. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

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    Hombre
    Ernesto
    1.
    Ernesto ronda los 36 años. Es rubio, de tez mediterránea, ojos verdes, cuerpo cuidadamente trabajado por el gimnasio, mide 180 de altura, siempre afeitado, tiene una cicatriz en el antebrazo que no esconde. Siempre está bronceado. Usa sus lentes oscuros, por los cuales mira, cuando quiere, por encima del marco. Su camisa, preferentemente beige, siempre importada, desprendida hasta el tercer botón. Nunca usa jeans, ni reloj digital, a los que considera grasa.

    Vive preocupado de la opinión de las mujeres, aunque mantenga, como discurso monotemático, su condición inferior y su necesaria sumisión. Nunca deja su chicle, al que masca frenéticamente cuando aborda una conquista.

    Tiene admiración por la fuerza en todos los sentidos. Por eso reivindica a Rosas y Sarmiento, Videla y Firmenich. No cree en Dios, ni en la cultura, ni en la democracia. Por eso siempre tiene una 9mm en la guantera. Sólo le gusta la música tecno. Aunque suele escuchar cumbia, para levantarse a las negritas de las bailantas.

    Siempre habla con vos estentórea, debiendo ser siempre el centro de la reunión. Necesita provocar inquietud en las mujeres, hablando procázmente, una táctica que le permite diferenciar entre el rechazo y la excitación.

    Aunque nunca se lo vio trabajar. Posee un piso en Libertador que nunca usa. Una casa en Martínez que era de sus padres, a los cuales envió a un geriátrico luego del suicidio de su hermana melliza. Tiene varias empresas de las cuales nadie sabe como las adquirió. En Punta del Este, tiene una amante 12 años mayor que le hace continuos giros.

    Cuando necesita observar a una persona, lo hace agachando la cabeza y atravesando la vista entre los dedos de la mano derecha. Jamás cocina, suele cenar en un restaurante. Los jueves siempre pide lomo a la pimienta. Le gusta la comida italiana, a la que considera superior a la argentina. Los viernes cena en la casa de la madre de su hija Noelia de 13 años, la única de los cuatro hijos de distintas mujeres que reconoció y, que se sepa, la única persona a la que quiere.

    Saluda con un simple y desidioso asentimiento de cabeza, pero se encoleriza si sus amigos no lo hacen a los gritos, invocando su nombre. Cuando escucha de negocios siempre juega con la cucharita del café, entre los dedos índice y mayor. Distinto que cuando escucha a una mujer que le interesa, en que juega con las manos haciendo suaves movimientos obscenos, mientras le sostiene la mirada.

    Aunque sus conquistas más habituales son las negritas de fábrica, a las que puede humillar a voluntad, de vez en cuando acomete con las intelectuales, principalmente si tienen algún cargo, a las que necesita poner en su lugar. Pero no puede, y no sabe porque, llegar a someter a las espirituales, que siempre terminan por reírse de él.

    2.
    Mañana de otoño, entró acompañado al consultorio. Se podía respirar el entorno de asepsia y miserias. La escenografía estaba bien estudiada, la pequeña estatua de bronce del Nacimiento de Venus, encerrada en su jaula de agua. Sobre la pared un gran cuadro de Frida Kalo, que, en realidad, era un contrasentido que estuviera allí.

    Ernesto circulaba con parsimonia la estrecha sala de espera, la secretaria lo saludó con la cortesía debida a un cliente habitual; tratando a la vez, de descubrir el rostro que se ocultaba detrás de los grandes anteojos oscuros y el pelo negro caído de su ocasional acompañante. Él fumaba con tranquilidad, mientras jugaba con el cardenal de la pajarera, sin importarle el silencioso llanto de su compañera.

    De pronto se asoma por un momento la Dra. Fuentes.

    - ¡Que hacés, Ernesto, ya te atiendo! ¿Estás apurado?

    - No, vos hacé tranquila lo tuyo.

    Media hora después entran los tres.

    - ¿Es su primera vez? Preguntó con su voz ronca, la gorda, que no dejaba de fumar y jugar con su estetoscopio.

    Ernesto ante el silencio de su acompañante toma la palabra.

    - Sí, viste, siempre hay una primera vez para todo.

    - La veo muy asustada. ¿Está decidida?

    - Ella no tiene que decidir nada.

    - Entonces, porque no espera un rato afuera.

    - Sí, pero que tu secretaria la vigile. No quiero fuga.

    - ¿No te parece, que está demasiado asustada? No es de las que solés traer.

    - Fue un mal cálculo mío.

    - No te cuidaste.

    - No te hagas la graciosa. Pensé que el viejo era el dueño de una fábrica y de lo único de que es propietario es de cuentas en rojo en todos los bancos de promoción industrial. El clásico boludo que cree en que en este país se puede hacer plata trabajando. Así que ahora lo voy a cagar por partida doble. Voy a presentar un escrito judicial para investigar su patrimonio, automáticamente tendrá que presentar quiebra y, como tiene demasiado personal, tendrá que afrontar los juicios con su propio patrimonio.

    - ¿Te puedo preguntar por qué te tomás semejante trabajo?

    - Por que a estos boludos hay que hacerlos cagar. Sacarlos del mapa. Que siempre nos estorban. Yo creído que tenía una buena dote embaracé a esta idiota.

    - Pero, según se puede ver. Es joven, bonita. ¿No merecería que lo pienses?

    - No. Para nada. Las mujeres sobran. Lo único que me falta es engancharme con una mojigata que dio el mal paso. No, que aprenda de que se trata la vida.

    - ¿Y si falla? Siempre puede suceder. ¿Que vas a hacer? No es una negrita de las que traes siempre.

    - Confió en tu mano. Sí fallás, te vas a tener que arreglar conmigo, antes que con la cana.

    - ¡Siempre tan convincente! ¿No crees que hay que consultarla en algo?

    - No. ¿Quién es el hombre? ¿A quien hay que preguntar las cosas?


    3.
    Esa tarde Ernesto puteaba a los cuatro vientos. No le alcanzaba el diáfano horizonte que se desplegaba por el ventanal, frente a la 12. Odiaba esas ridículas sombrillas de gente sin sangre que, en lugar de usar sus latidos por razones valederas, lo hacía sólo para solazarse y descansar.

    Se miró al pasar por un espejo. Le pareció un acto ridículo que él, estuviera haciendo lo que estaba haciendo, en lugar de mandárselo a hacer a cualquiera de sus empleadas o alguna negrita de mierda, que tanto abundan. Pero las reglas del juego, estaban trazadas y no podía remediarlo. Ahí estaba con su short del Soho y una lata de tomates en la mano. No pudo refrenar el odio, arrojó la lata contra el cristal del bar, partiendo en astillas el espejo y el whisky escocés premium 1895. Bah, si todo este ridículo salía bien, podría viajar a comprar una nueva botella.

    Se acercó a levantar los vidrios rotos, y volvió a leer la carta, que lo ataba, que lo liberaba.

    Siguió con los preparativos. Tuvo que recordar uno a uno los detalles, que siempre él exige que estén presentes. Puso el candelabro de plata con las velas negras en el centro de la mesa, los tres platos. Volvió a usar su viejo menaje, especial para grandes engaños.

    Volvió a la cocina, le agregó una hoja de laurel al pescado. Al menos se acordaba como cocinaba la tana pelotuda de la madre.

    Se descubrió, en una distracción, jugando con la cuchilla de la cocina, intentando rayar la cerámica italiana de las paredes. Buena calidad, no pudo. Pensó si sería tan resistente la piel de su invitado. No, no estaba en condiciones de desahacerse de su problema. Vino fácil, se tendrá que manejar de la misma manera.

    Prendió el extractor por acto reflejo. Lo volvió a apagar. No era eso. Ahora el departamento apestaba o resplandecía, dependiendo de quien, a pescado y salsas roja, blanca y verde. Podía percibir un nada inconveniente olor a whisky por todo el ambiente. Especial para alguien que le gusta el buen comer y beber, si le gusta tanto como la sangre. Mejor atenderlo bien. No es tan difícil.

    Se fue a cambiar. Todo estaba listo. Tocan el timbre. Sale a abrir. Carraspea varias veces antes de girar el picaporte.

    - Hola, Buenas noches, coronel.

    - Hola, pibe, te presento a Marcela mi nueva guardaespaldas.


    4.
    Entró. Se sacudió unas pocas gotas del impermeable beige. Afuera el invierno sacudía sus modorras. Se quitó los lentes con parsimonia y ceremonia, mientras sus ojos verdes vigilaban quien había advertido su presencia, esporádica pero conocida. Saludó al recepcionista quien, con un saludo conocido y sin dejar de tomar su agua mineral, le señala con el pulgar de la mano izquierda por sobre el hombro, indicándole atrás, anticipándose a cualquier pregunta. Comenzó a quitarse, una a una, las prendas de su pesada ropa, apoyándola con meticulosa calma sobre el mostrador de la guardarropa. A diferencia de todos los otros, no traía bolso. Realizó un nuevo paneo para identificar las caras nuevas, sacó tres fotografías mentales.

    Cruzó la sala Uno, lentamente, mientras revisaba el cuello y los puños de la camisa. El calor, el vaho y el continuo tañido de los fierros, golpeándose entre sí y contra el piso, no impidieron su manía de falsa pulcritud.

    Cambiate y vení – le gritó Sandra, con aliento entrecortado, quien empujaba con los empeines la pesa, llevando las piernas de 90 a 0, mientras le goteaban raudas gotas de sudor, de la frente y el cuello, y le caían, voluptuosamente, por entre los pechos, y la lycra de la calza le resaltaba la pletórica excitación de su mariposa.

    - No. Aquí hace demasiado calor – le contesto- quizá más tarde.

    - No. Mas tarde me voy a la pileta.

    - Bueno. Quizá vaya.

    Se lo dijo con la voz calma del león que se prepara para otra cacería. Pero tenía serias dudas. Sandra era una adolescente hermosa, morocha y altiva. Tenía un enorme ego, que se reflejaba en el cuidado de su cuerpo, en su forma de hablar y en la forma de encarar la vida. Se regocijaba de sí misma. La mirada absorta de los hombres, que pugnaban de tenerla de partenaire de noches. A veces, se movía con estudiada irresponsabilidad. Sin embargo, quizá por eso mismo, no era lo suficientemente vulnerable. Y él no quería tener un simple intercambio de hormonas, mucho, muchísimo menos un romance, él necesitaba joderla y Sandra no tenía ninguno de los atributos de sus víctimas. Ernesto no necesita mujeres, necesita víctimas.

    Afuera el frío era acuciante, pera allí el calor era agobiante, era parte de la geografía y arquitectura. A nadie le importaba, las cuotas pagaban certeramente las cuentas y los gastos fijos.

    Saludó a Roberto y Esteban, que seguían impasibles cuidando sus músculos y acariciándose sin la vergüenza del pasado. Traspuso el blindex hacia la sala dos, alguien le chistó que era sala femenina.

    - Sala de frígidas – contestó por lo bajo.

    Alguien lo escuchó.

    - Digo esta sala está mas fresca, no te hagas problemas que me presento y me voy.

    Algunas cosas no habían cambiado, la sala Dos, se conservaba con la misma esencia de hace 20 años. Jóvenes señoras que se refugiaban de su aburrida siesta, tratando de evitar que las cinturas se les escapen. Y lo harían hasta darse cuenta, que no era la cintura, ni los inflados cuartos, los que hacían que sus jóvenes maridos, no las desearan. Era entonces cuando abandonaban el gimnasio o pasaban a la sala Tres, a aprender de las Sandras, como obtener orgasmos sin culpas.

    Se paró detrás de la directora, en ese momento en el papel de instructora, que lo miraba de reojo con fastidio, mientras le enseñaba ejercicios soft, a una gordita recién asociada.

    - Esperame en el bar que ya voy, ahora estoy trabajando.

    - Bueno. Haya paz. Que manera de recibirme.

    Ella no le contestó, le hizo señas de “su ruta” con la mano libre, sin dejar de enseñarle a respirar a su nueva alumna.

    Caminó, un pintado camino de ladrillo amarillo, entre salones y escaleras. Se sentó en la mesa con baranda con vista hacia la pileta de invierno, el vidrio empañado era un fino esmerilado. El mozo no preguntó nada, le acercó un café, un fernet y un platito con avellanas.

    - ¿No hay whisky?

    - Sí, pero más tarde, estamos en horario de protección.

    Siempre le hacía la misma pregunta y recibía la misma respuesta. ¿Hasta que punto un laburante podía soportar las burlas, con tal de no perder el empleo?

    Miraba a su alrededor y no podía dejar de pensar que todo lo que veía, que nunca sería suyo aunque se lo propusiera, era efecto colateral de una de sus guachadas. Lindo club, buena gente (¡Qué asco!), buenos profesionales y alguna que otra...

    Levantó la vista para tomar el último sorbo del café que,como siempre, no pagaría, hasta que ella se le paró altiva y desafiante, adelante. Algo andaba mal, que él no podía remediar. Tenía delante suyo el mejor lomo de todos los que tuvo, pero ahora, a contramano del almanaque, estaba mucha más linda y atractiva que hacía 20 años. Sólo unas pequeñas arrugas en el cuello y los malditos codos, denunciaban, o mejor dicho, podrían llegar a denunciar sus 52. Unos profundos ojos azules y un claro y largo cabello rubio, correcta y furiosamente trenzado, lo miraban con odio, aunque también con algo de otra cosa.

    - ¡Hola tía!

    - ¡Hola tía, las pelotas! ¿Qué querés?

    - Nada. Pasaba por acá, vi luz y entré a visitarte.

    - Vos nunca “pasas por acá” ¿Qué te trajo?

    - Tengo algunos negocios y uno en el que me podrías ayudar. No, ayudar no, digamos, participar. Pero es temprano, no es hora de whisky, yo tengo tiempo, termina con lo tuyo que espero.

    Ella se va, Ernesto se goza de sus deseos incestuosos.


    La tía Claudia. La tía Claudia, era, es, la hermana menor de su madre. Todavía recordaba cuando, casi, se hizo cargo de los mellizos. Los crió entre juegos.

    La tía Claudia era dulce, bonita, muy tímida y voluble. Los chicos fueron creciendo. Se fueron diferenciando el carácter dominante y agresivo de Ernesto y el sumiso y sufrido de Lidia, su hermana. La tía Claudia siempre llegaba a socorrer los llantos de Lidia, golpeada una y otra vez, física y moralmente por su hermano. Pronto los chicos crecieron, pero la tía Claudia seguía de niñera voluntaria, gracias a un paso al costado, algo inexplicable de su hermana, escondiendo los ojos y las rodillas.

    Era Claudia quien iba a sacar a Ernesto de las comisarías por sus peleas callejeras. A los 15 años el hijo de don Lucas, el dueño de la carrocera, había conocido casi 25 comisarías y el viejo ya llevaba gastados enormes morlacos en fianzas y dos úlceras en disgustos.

    A los 16 años, Ernesto ya estaba cansado de debutar a sus compañeritas del colegio secundario y puso los ojos en algo mejor, más difícil y prohibido.

    La tía Claudia ya había pasado los 30 y “el pescado sin vender”. Pronto, sin habérselo propuesto, Claudia se vio enredada en una relación, que a los ojos de cualquiera, ella había motivado. Nunca supo como había llegado a la cama, con quien se había cansado, en otro tiempo, de cambiarle los pañales y enseñarle a leer.

    Cuando Lidia lo supo, supo también que para Ernesto era un juego, lo que para Claudia era una angustia. Cuando Claudia tuvo que abortar, Lidia no quiso compartir la casa con Ernesto y se tomó todos los tranquilizantes.

    Lidia pasó sus últimos 10 años entre la calle y las internaciones, hasta que en un descuido, que nadie pudo explicar, se arrojó desde un séptimo piso. Ernesto no lo hizo, pero lo esperaba ansiosamente. Su viejo bastante mayor que su madre entró en melancolía senil y su madre lo acusaba continuamente de la muerte de su hermana. No le fue difícil conseguir la internación de ambos y disponer de los bienes. A no ser... A no ser que Claudia tiene una carta guardada, bien guardada que va disfrutarla, aún desde el otro mundo.


    5.
    Entró. Ni siquiera se fijó que decía la cartelera. Era lo mismo, no entraba para ver ninguna película, sino para descansar la vista. Se ubicó, como siempre, en fila 25 al centro. Se apoltronó en la butaca, estirando las piernas y cruzando los tobillos, con los codos sosteniendo el cuerpo, y la nuca pivoteando del borde. Comenzó a contar cuantas luces se descolgaban del viejo cielorraso azul imitando burdas estrellas, cuando lentamente comenzaron a palidecer. Metió una mano en el sobretodo y sacó un chicle. El silencio primigenio de la banda sonora permitió hacer escuchar el rasjido del papel plástico, sacó la cigarrera, apretó con el pulgar el costado y se escuchó el sonido elástico de la hojalata abrirse, sacó un cigarrillo y lo encendió con su silencioso catalítico. Aspiró profundamente y exhaló armando anillos. Lo interrumpió un chistido del costado, al que ignoró. Comenzó a escuchar, los zapatos arrastrarse por el entreespacio y el rozar de la pierna contra el adverso de las butacas de la fila 24, hasta que se le apersonó casi frente a los ojos.

    - Señor. Está prohibido fumar aqu.í

    - ¿Así? ¡No me digas!

    El primer diálogo se perdió tras el sonido gravísimo de un auto que acababa de estallar en 1000 pedazos en la pantalla, esparciendo esquirlas y llamas de fuego por toda la corta barranca de un puerto desconocido. Una bomba mafiosa, en algún lugar lejano, acababa de hacer pedazos a una parejita de ojos rasgados.

    - ¡Señor!, ¿me escuchó? Está prohibido fumar dentro de la sala.

    - Porque no me dejas de joder, que quiero ver la película en paz.

    - Está infringiendo una ordenanza municipal que...

    - Mirá, negro, eso para mi no va, así que correte y sacá tu grasa.

    El acomodador comenzó a hacerle señas con su linterna al conserje que comenzó a acercarse cuando ya el resto de los espectadores, bufaban que no le dejaran ver como el personaje coreano repartía y recibía palazos sin la menor mella de piel. Cuando lo tuvo del otro lado, se dejó iluminar la cara para que el conserje lo viera bien.

    - Oh, señor Ernesto... disculpe... es que...

    - Es que, ¿qué?. Decile a este nabo que las ordenanzas municipales no se hicieron para mí.

    - Si, señor Ernesto, pero es que...

    - Me escuchó Fernández, esta pasando la película y la gente se incomoda...

    - Es que no lo vimos entrar, los muchachos son nuevos y...

    - Fernández, ¿Qué le acabo de decir?

    - Si señor – y dirigiéndose al gordo y atónito acomodador – las ordenanzas municipales no se hicieron para el señor Ernesto.

    - Bien, y también decile, que no quiero nabos en ninguna de mis empresas, que se vaya a descansar que es tarde, y que mañana compre el Clarín. Mirá que barbaridad lo que acabás de hacer, tuvieron que parar la proyección. Vamos, via, via, que la gente espera.

    Escuchó el refunfuñar contenido de su ex empleado y lentamente un murmullo amorfo. Un ruido de butacas, un retirarse abruptamente, un reclinarse, un sonido de trompeta con los labios imitando otra cosa, que la protectora oscuridad no dejaba ver el destinatario. Esas eran las pequeñas cosas que lo reconfortaban.

    Desde el sonido envolvente, un duro golpe de karate le quebró las costillas a un viejo indefenso que no sabía dónde guardaban un antiguo y misterioso pergamino. Sonó a falso, él sabía como era el sonido. Como cuando le hundió la rodilla entre las costillas a Juan. Juan pensó que lo podía extorsionar. Tenía pruebas de ciertas morbosas pasiones físicas de Ernesto. Pero Juan no sabia nadar, pobre, y se cayó por la escalera de babor, se golpeó el pecho contra la baranda y recién apareció a los dos días comido por los peces.

    El protagonista no podía tener pinta de más tarado. ¿Qué edad tenía? Once o doce. Si, fue la primera vez que vio en matinee y continuado, Doble Dragón, Tommy y Barrio Chino. ¿Qué tendrían que ver Bruce Lee, Pete Townsend y Jack Nicholson? Nada. Nada tiene que ver con nada. Que personajes estúpidos. Quizá alguna vez se filmen películas que digan la verdad.

    Escuchó, detrás suyo, una especie extinguida. Una pareja besándose y compañía en la última fila. No le molestaban los gemidos de la hembra sino la preocupación del machito por complacerla, sintió por un momento ganas de levantarse y patearle la cabeza, como había comenzado a hacer el chino justiciero de la pantalla con tres gorilas sumo.

    Ese era el fin casi siempre de la función. Siempre detestó la mentira piadosa del cine, en querer mostrar el triunfo de los buenos ¿Qué buenos? Si los buenos no existen.

    Se imaginó él protagonista de esa película. Le vino un tibio placer de recuerdos.

    Como cuando a los cinco años. Encerró a Lidia en el baño, toda la tarde, aprovechando que mamá y la tía Claudia no estaban. O sacudirle la lapicera sobre el mapa recién terminado al traga de Aravena. Entrar con la patota de cuarto para repartir toallazos en el vestuario. Arrinconar a Espósito, hasta que pidiera perdón por haber buchoneado que él había sido quien le echó ácido al auto de la González. Gozó un orgasmo que no pudo explicar mientras el grandote de Martínez violaba al pobre infeliz sujetado por cuatro monos. Esa misma tarde lo volvió a experimentar entregándoles a Lidia. Un mes después Lidia le quiso perforar el corazón, pero sólo le pudo clavar un puñal en el antebrazo. Él le devolvió la única sonrisa de respeto que tuvo para con ella. O bajarle los dientes a Giménez que le disputaba el título de más macho, hundirle las uñas de los pulgares en los ojos, no hasta que se rindiera, sino hasta que pidió auxilio desesperadamente. O meterle tanta cocaína a Mariela y Pilar hasta hacerlas acostar juntas.


    6.
    Estaba cansado. Buscó un estacionamiento. Bajó del auto. Caminó un par cuadras y empujó la puerta de un bar. Pidió un café. Estuvo un rato mirando por la ventana sin mirar. Jugando con la cucharita entre los dedos. Un día aburrido. Sin novedad. Sin sangre.

    No supo como pero algo jugaba a la misma frecuencia de sus golpeteos de la cucharita contra la mesa. Giró la cabeza y vio como una lágrima inmóvil flotaba sobre los ojos de la vecina de mesa. Por fin se le encendió la mirada. Giró violentamente la espalda. Pidió un whisky. Encendió un cigarrillo y desenvolvió un chicle. Se preguntó si sería alguna receta milenaria el girar la cuchara en el café durante infinitos minutos. No le importó mucho. Tomó el vaso balanceándolo entre el pulgar y el anular de la mano izquierda, con la derecha desarrimó la silla. Lo miraron como si fuese de vidrio, con los ojos en su dirección pero el horizonte lejos. Sin esperar a que lo inviten o lo echen, tomó la palabra.

    - Te van a llevar presa.

    - ¿Cómo?

    - Que te van a llevar presa.

    - ¿Presa? ¿Por?

    - Por portación de ojos. Una mirada y matas a cualquiera.

    - ¿Así?

    La respuesta quiso ser fría, pero un temblor inconsciente de la comisura de los labios dejó entrever el nerviosismo. No estaba en sus planes tener ninguna discusión, ni charlar con nadie. Respiró profundamente, lo que hizo que se le llenara de más rubor el rostro, trató de modular la voz para pronunciar algo, pero no sabía que decir, porque no sabía lo que tenía que hacer. Finalmente.

    - Estoy esperando a una amiga.

    Ernesto ya estaba sentado. Bebió un sorbo de whisky y pitó tres veces su cigarrillo, sin dejar de mirarla, impasible a los ojos.

    - ¡Ay que lástima, no traje a nadie conmigo! Pero no me molesta, algo vamos a hacer.

    - Dije, que estoy esperando a una amiga... y... no quiero que te sientes en mi mesa.

    - Pero que cosa. Y decime, ¿siempre bajas los ojos así cuando hablas? Bueno, esta bien, que te parece si pago y nos vamos a hablar a otro lugar más tranquilo.

    - Te dije, que no quiero hablar, que esta es mi mesa, que ya va a venir mi amiga y dejame tranquila.

    La podía observar y descubrir mejor, a cada minuto, sus inseguridades. Sus ojos levemente celestes y levemente grises, su pelo rubio ceniza natural, cayendo laxamente sobre su espalda. Una piel blanca y rosada tan transparente, que dejaba ver todos sus pensamientos.

    Ernesto finge resignación. Se levanta lentamente y vuelve a su mesa sin dejar un instante de mirarla. Al rato, efectivamente, llega la amiga quien, rápidamente se da por enterada sin que nadie le dijera nada. La amiga era antitética. Morocha de pelo corto, de ojos profundamente azabache, alta espigada, de mirada resuelta. De pronto se da vuelta y le hace señas inequívocas.

    - ¿Qué te pasa, Nabo? ¿No tenés nada que hacer?

    - Epa, epa – le contesta Ernesto – no sabía que interrumpía un romance.

    - Mirá el único romance lo van a tener tu ojo y mis nudillos con la trompada que te voy a dar.

    - Mirta, Mirta no hagas despelote. Dejalo que ya se va a ir. Dijo Lucía

    - Dejalo las pelotas. ¿Vos querés cortarla? Bien, lo hago por vos, pero a mí nadie me insinúa trola. Vámonos de acá que apesta a pescado.

    Ernesto reacciona.

    - Me fascina el ambiente a campo. Una mariposa escondiéndose detrás de una yegua.

    Mirta descubre algo en los ojos de su amiga, y se muerde algunas palabras, se levanta y se va sin insistir llevarla.

    - Chau Lucía, espero que te vaya bien. Mañana te llamo.

    Lucía comienza a castañetear los tacos contra le piso y comerse las uñas. Abre varias veces la cartera, busca instintivamente su suéter pero finalmente se queda en su sitio.

    Ernesto cambia finalmente.

    – Desde mí, desde vos, pero te voy a ser franco, no quiero nada con vos, no tenía ninguna intención de hablar ni de Voltaire o Neruda, ni de política, ni del color de las flores, lo único que me interesa de vos es saber si esta noche te vas a acostar conmigo, nada mas.

    Apagó el cigarrillo, pagó el café y salió, sin dejar de observar como los ojos celestes de Lucía lo seguían.

    Volvió al otro día. Lucía estaba sentada en la misma mesa. Entró y sin sacarse el impermeable, le toma la mano.

    - No quiero gastar un café, aquí.

    La levanta de la mesa. Lucía se levanta sin decir una palabra y se deja llevar.

    Lucía no imaginó que no sería esa noche una de invierno, sino un voraz infierno.

    Sin embargo, para Mirta, fue un comienzo y un juramento. Comenzaría sin prisa y sin pausa a buscarlo. Y sabía que tarde o temprano, le devolvería todos y cada uno de los golpes que recibió Lucía.


    7.
    La policía tiró la puerta abajo. Alguien hizo un llamado anónimo. Todavía respiraba.

    No era posible a simple vista saber si era él, a no ser por la cicatriz del antebrazo. La escena estaba preparada como para que la investigación se abriera como un abanico infinito de posibilidades. El viejo puñal con el que Lidia lo quiso matar hacia 20 años, pulido y exhibido en la vitrina. Un mechón rubio de Claudia. Los lentes tornasolados celestes de Lucía. Una impresión de su agenda de la Laptop donde constaban sus vínculos de correo narco. Un video casero donde se lo podía ver desorbitado, haciéndole una felatio a Juan. Demasiados enemigos.

    La investigación fue corta. Una primera conclusión. Ninguno de ellos. Aunque todos los hubieran querido haber hecho. La víctima agonizaba sin haber hablado. Quien haya sido lo conocía demasiado.

    Cada uno de los golpes habían sido de una certeza tal que se descartaba de plano la posibilidad de una pelea con un mínimo de pasión. No cabían dudas, había sido un profesional. La víctima sabía karate, pero no le sirvió de nada. No hubo arma de fuego, ni arma blanca. Sólo golpes y luego una feroz flagelación con un viejo rebenque trenzado, recuerdo de infancia pastoril de don Lucas. No hubo intercambio sexual de ningún tipo. La víctima había tenido intensas relaciones homosexuales pasivas horas antes del ataque.

    Datos para desconcertar a cualquiera, pero no a la pericia policial. El oficial Varela sólo tardó dos días en hallar al culpable, pero nunca entregó la carpeta. La víctima murió dos semanas después.

    Varela, de licencia, visitó al geriátrico, la excusa era comunicar el deceso, pero él fue para otra cosa.

    - Hola, su hijo acaba de morir.

    - Sí. Ya lo sé, las madres siempre lo sabemos..

    - ¿Que piensa hacer?

    - Depende de lo que usted piense hacer.

    - Yo, silencio.

    - He tardado nueve meses en traerlo al mundo, pero 36 años en despedirlo. Yo he sido en mucho culpable de lo que él ha sido. Pero era hora de hacer lo que tenía que hacer.

    - ¿Porque tanta violencia?. Hubiera sido más fácil con un simple disparo.

    - Eso no hubiera alcanzado para sanar las heridas, A los cuatro años un niño puede aprender con un reto o una simple bofetada, pero los intereses de esa deuda se me han ido acumulando

    - Piensa delatar a la mano de obra.

    - No, de ninguna manera, ella hizo su trabajo como yo le había encomendado. Aunque no quiso cobrar el trabajo. Lo hizo por placer.

    - No encontré ningún signo de placer, ni odio, ni pasión, en los peritajes.

    - Eso es algo que los hombres nunca podrán entender. Hay cosas que las mujeres no podremos entender. ¿Por qué lo abandone a su odio? ¿Por qué esperé tanto? No lo sé.

    - Sigo sin entender lo que no puedo entender.

    - Yo estuve allí todo el tiempo. Esperé, durante todo el castigo, que me pidiera perdón o clemencia, pero no lo hizo. Yo, sin embargo, le dejé un beso en la frente y una hoja de laurel en el bolsillo de la camisa, antes de irme. Porque, a pesar de todo, lo amaba, y creo que lo hice precisamente por eso. Pero ahora, si me disculpa, tengo algo que hacer.

    Varela la vio levantarse con mucha dificultad. Esperó a que traspusiera la puerta antes de marcar un número de su celular.

    - Hola, Alvarez, comuníquese con Rizzuti, dígale que venga. Tenemos un suicidio.
     
    #1

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