Estimada Infanta Isabel

Estimada Infanta Isabel,

Le hemos mandado este correo a su dirección en Segovia pero parece que ya no vive ahí. Espero que a esta dirección sí que le llegue a pesar de tus aventuras nómadas recientes. ¡Las estrellas de Extremadura! Hace mucho tiempo conocí a un extranjero que vivía en un pueblo cerca de la frontera entre Cáceres y Badajoz. Me contaba cómo, circulando el pueblo, había unas colinas que sumergían en la sombra al pueblo más precozmente que a sus vecinos. Una mañana, empezaron a encontrar montones de ropa en los picos de la colina, un hecho que se repetiría cada mañana a partir de ahora. Había ropa intacta y ropa que apenas se podía llamar guiñapo.

El alcalde, que se llamaba Martín, o tal vez Manuel, le encargó que se ocupara de vigilar los picos por la noche para ver qué ocurría. El pueblo amaneció con la montaña textil más vertiginosa que la mañana anterior pero mi compañero extremeño jura que no vio nada (y que no se quedó dormido). Los montones crecían pero mi compañero no veía al responsable. "¡No vi nada ni a nadie!", les gritaba a los ciudadanos que cada vez le odiaban más.

Pronto, el pueblo entero culpaba a mi compañero de lo que ocurría. No solo eso, sino que la población empezó a culparle por todos los males del pueblo. En cuestión de tiempo, los pueblos vecinos se enteraron de la historia y empezaron a acusarle de todo lo que ocurría en el suyo.

Al cabo de dos semanas, en las cuales las montañas de ropa llegaron a eclipsar completamente el sol, ocurrió un asesinato y de inmediato la policía (y los pueblos de Extremadura) se lanzaron en una búsqueda para linchar a mi compañero. Él llevaba días con alucinaciones visuales y auditivas de ropa sucia, ropa que le hablaba. Fue en una de estas visiones cuando algo (o alguien) le informó de que le buscaban y se escapó.

Hace unos años, bañándome en la playa de Can Picafort, me llevé sus chanclas sin querer, ¡y él las mías, que conste! Él se dio cuenta rápidamente y se me acercó. Me quedé aturdido unos segundos al ver que era idéntico a mí, pero él no parecía sorprenderse con ello. Hablamos durante unos minutos y me dijo que se llamaba Gabriel. Tenía rizos y decía ser periodista. A pesar de yo no tener rizos, sí que soy periodista.

Durante los siguientes días nos vimos bastante y hablamos de todo y nada. El último día que le ví quedamos para tomar algo y me contó todo lo que había pasado en ese pueblo. Segundos después se largaría corriendo sin pagar y nunca le vería otra vez, pero antes de esto, me confesó tres verdades: las Pléyades brillan más en esa parte de España, la ropa está sucia y gracias por la comida.

Me voy por las ramas, como siempre. Quiero que vengas a Mallorca, y a ser posible, de inmediato. Hay castigos terribles, pero ninguno como el haberte conocido justo antes de haberme ido. Quiero verte.

Un cordial saludo,

Gabriel Lavao