Fantasma

La niña miraba al gato blanco mientras éste tomaba el sol al lado de la trampa, formada por un saco con un nudo corredizo en su abertura.
Era un animal bello, elegante, completamente blanco, a excepción de sus orejas que, quemadas por el sol, tenían una tonalidad rosácea. La niña, que aguardaba en el más absoluto silencio, no dejaba de pensar que se parecía mucho a su gato, Fantasma, ese que tuviese en esa otra vida. Esa de antes de la guerra, cuando vivían en aquella casa cerca de Puerto Colón e iba al colegio de las Hermanas de la Pureza, cuando comían con pan y tomate buenos jamones serranos. En esa época en la que, al volver a casa, quién primero la recibía era Fantasma, con su suave maullido en forma de bienvenida y su constante ronronear mientras se acariciaba con sus piernas. Era un animal tan fiel a ella que éste no permitía que nadie le gritara. A mordiscos, si hacía falta. Hasta en unas fiebres, que la tuvieron encamada tres días seguidos, el animal no se separó de su lado, lamiéndole constantemente el cabello.
Y este gato que veía ahora se le parecía tanto que la duda de que si era Fantasma empezó a inquietar realmente a la niña. Entrando en conflicto sus emociones y el hambre.
Por fin, el gato se desperezó y, por curiosidad, entró en el saco, pero la niña no tiró de la cuerda. Escapándose así el felino. Y es que prefirió decirles a sus dos hermanos menores, que la esperaban en una cueva de la sierra, que tocaba otra vez comer rata. Antes que explicarles que había que comerse a Fantasma.