Felicidad, esa palabra que no me tiembla

¿Soy feliz?
No sé, ¿vos sos feliz cuando te da por reírte sin causa aparente? Porque yo sí, a veces me río solo, en voz baja o en carcajada sorda, y no es locura —aunque podría ser— sino que me acuerdo de mí mismo, de lo que fui, de lo que soy, de lo que casi no fui pero ahora soy, y me caigo bien. Y eso debería bastar para ser feliz, ¿no?

Me amo. Y no de ese amor de espejo narcisista, no, sino del que se limpia los mocos con la manga cuando llora pero igual se abraza después. Me amo como quien se encuentra después de perderse varias veces en pasillos sin salida. Me amo sin condiciones, con las pestañas torcidas y los silencios torpes.

Soy feliz porque no me debo a nadie que no quiera deber. Porque amo, sí, amo a los míos, con ternura punk, con abrazos que a veces son gritos, con ganas de cuidarlos hasta cuando me dejan solo. Y no me importa si creen o no. La felicidad no es un acto notarial. No se firma, no se declara bajo juramento. Se vive. Se arruga. Se canta bajito mientras lavo los platos.

Soy feliz, aunque no rime, aunque no me crean, aunque me miren con esa cara de "no te creo nada".
Y está bien. Que no crean.
Porque esta felicidad no se explica,
se mastica.
Se baila con uno mismo en la cocina
cuando nadie mira.