Fiera enardecida.

Por fin enfrentarte, fiera enardecida.
Es un guiño al abismo y enfrentar el destino, del cazador cazado, del cazador cansado, del cazador impotente.

De una presa sublime, como las olas del mar de la soledad, igual de salvaje pero menos profunda.
Tan inalcanzable, tan llena de vida y virtud desconocida, tan superior, tan arrogante y soberbia que merece, ser colgada y muerta sin misericordia.

Sin merecer el olvido, aún, el cazador recuerda; a su presa, su cuerpo acercándose, fiera salvaje, despiadada, sin corazón, y le cuenta, verso a verso, susurrando a su oído, hasta el más mínimo detalle, saboreando cada suspiro de arrepentimiento del cazador; la hermosa y triste historia de cómo, otro se lo arrebató.

La presa acechando al cazador, un cazador pasmado, desnudo, calculado, perdido; a merced de su presa.

Presa, sin rencor despabilada de cualquier sentimiento; suave y felizmente ahogando intentos desesperados de no atraer al cazador ya más.

Debilitado y enajenado por su innegable e inmenso arsenal, dueño del mundo, del infinito... de todo lo que su imaginación desee, excepto ella.

Y la presa acecha, más no hiere, siente su poder, y observa al cazador sin oportunidad, con inusual ternura. Ocasión sin igual, suave y sigilosamente, destroza sueño a sueño, ilusión tras ilusión, los deseos del cazador de hacerla suya.

Sufriendo de la mayor humillación, el peor de todos los males, en un encuentro cara a cara con el amado enemigo; y salir... ileso, perdonado, con la absolución.

Con un memorable lamento, un desdén frenético,
de enfrentar su destino, buscando otra presa.​

 

Noche tuve
de aguardiente
de perfume
y fiero bar.

A mi lado,
decadente,
aquella hembra
del lugar.

Destrozado,
herido, urgente
entre sus brazos
vine a dar.

Destrozada,
indiferente,
me robó
sin vacilar.

Con un saludo desde un suburbio al este de Caracas, compa. Ni una fiera sin corazón puede evadírsele a la poesía.